XI

Como un animal que anhela su cueva, tenía ganas de volver a casa, pero con asombro descubrió que estaba inquieto y optó por cansar un poco los nervios antes de encerrarse en la pieza a pasar la noche. Se dijo que a sus años un hombre ha conocido tantas experiencias, que un episodio como el del hotel no lo sorprende demasiado. Lo comparó, sin embargo, a sueños en que la situación no es amenazadora ni angustiosa, pero que resultan opresivos por un indefinible poder de las imágenes. Quién sabe qué asociación de ideas le trajo en ese momento el recuerdo de un perro de la casa paterna, cuando él era chico, el pobre Vigilante, que luego de una larga conducta de abnegación, constancia y dignidad, se entregó, ya viejo, a la indecorosa e inútil persecución de las perras del barrio. Probablemente por primera vez en la vida él se ofendió. La amistad con el perro no volvió a ser la misma y cuando lo perdieron conoció dos nuevos estados de ánimo: el remordimiento y el desconsuelo.

Pensó que una conversación con Jimi le haría bien. Con su extraordinaria cordura, Jimi le ayudaría a echar todo a la broma, a entender esa emboscada, tan absurda, que le habían tendido. Es verdad que difícilmente podría contar la historia sin mencionar a Rey, mejor dicho, sin reírse de Rey, pero también era verdad que este, para cumplir sus misteriosos propósitos, lo había engañado. De cualquier manera, le desagradaba cometer, a sabiendas, una deslealtad a un amigo. Recordó entonces una frase que le serviría quizá para proteger al pobre Rey: Se dice el pecado, no el pecador. ¿Por cuánto tiempo sería capaz de esgrimirla ante Jimi? Sin hacerse mayores ilusiones llegó a la calle Malabia, donde Jimi vivía desde que le pagaron para que dejara su domicilio anterior, de Juncal y Bulnes. Con intención de pasar unos días se mudó a un hotel. Su buena estrella quiso que ahí también el propietario decidiera levantar un edificio nuevo y que para desalojar en el acto a los ocupantes los indemnizara. Jimi, el recién llegado, pidió más que nadie, indefinidamente fue quedándose y ahora estaba instalado en el caserón, que todavía ostentaba a la derecha de la puerta una placa negra y brillosa, donde se leía en doradas letras inglesas: Hotel Nuevo Lucense. Vivía con Jimi una sobrina desvaída, rubia y amatronada, Eulalia, sobre cuyas funciones en aquel hogar corrían conjeturas, ya que del grueso de la tarea doméstica se encargaba Leticia, la muchacha que dormía afuera: criatura de fisonomía a medio hacer, repulsiva ante todo por el cutis, que recordaba el de una momia.

El Nuevo Lucense originalmente había sido una casa de familia, de esas de principio de siglo, con la cocina y otras dependencias en el sótano. La cocina recibía luz por una ventana semicircular, abierta al ras de la vereda. Algo, que allá abajo se desplazaba contra el blanco de los mosaicos, atrajo su atención.

Se detuvo, se agachó, observó. Le pareció que una pareja bailaba por el sótano y que en su danza alternaba la tensa tiesura con el deslizamiento raudo, la sacudida con el zarandeo. Al rato descubrió que la mujer que se debatía abrazada era Leticia. La perseguía Jimi, irreconocible en su plétora de tenacidad y de urgencia. Presentaban ambos un aspecto descompuesto, con la ropa y el pelo desordenado. La visión inmovilizó a Vidal, encorvado frente a la ventana. Lo despertó de su estupor una voz desconocida e inmediata.

—Tal cual un perro prendido. El viejo inmundo merece escarmiento.

Se incorporó a medias. Desde lo alto le hablaba un joven estrecho, sin duda fanático y conminatorio. Instintivamente Vidal salió en defensa de su amigo.

—No exageremos —dijo.

—¿Usted opina eso? —preguntó el joven, como si lo emplazara.

Vidal atinó a decir:

—Yo no haría eso, pero si a él le gusta, es libre.

Más de una vez, en el trayecto a su casa, miró hacia atrás, para cerciorarse de que no lo seguían. La extraña racha de hoteles y de amoríos grotescos había concluido en una escena ambigua, que lo dejaba descontento. ¿Tenía algo que reprocharse? Por curiosidad estúpida había puesto en evidencia a un amigo y después no había mostrado decisión para defenderlo. Mientras deploraba esa falta de coraje, en la que no recaería, miró hacia atrás.