XLII
Encendió la luz, miró a su alrededor, se asomó al dormitorio, recorrió con precipitación el resto de la casa. Probablemente se trataba de una broma; ni bien se descuidara, Nélida surgiría de cualquier parte, para abrazarlo. Muy pronto comprendió, sin embargo, que tal vez debía resignarse a la posibilidad, cuya verosimilitud aumentaba por instantes, de que la muchacha no hubiera vuelto. La situación (se dijo) no era demasiado dramática; estaba seguro de que un día, a lo mejor cercano, ni se acordaría de esta angustia (si tenía suerte con Nélida), pero actualmente, por motivos que aceptaba sin entender, le resultaba insufrible. Anunció: «No la voy a dejar con ese músico de cafetines».
Salió de la casa, caminó por Guatemala hacia el norte, dispuesto a buscar a Nélida, a recuperarla. Ya no sentía el desánimo de un rato antes, ni el cansancio, ni la derrota, ni la vejez.
Levantó una mano, porque vio un taxi, y la agitó con movimientos enérgicos, para detenerlo. Cuando entró en el coche, ordenó:
—Lléveme hasta la calle Thames. Voy a un lugar que se llama el Salón Magüenta. ¿Lo conoce?
Con un vivo arrancón, el automóvil emprendió una marcha bastante rápida; cayó Vidal en el fondo del asiento y el conductor dijo:
—Sí, señor, un baile. Hace bien, hay que salir a divertirse, ahora que la guerra está en las últimas.
—¿Le parece? —preguntó Vidal y recapacitó: «¿Cómo no me fijé? Es joven». En seguida se representó a sí mismo, abandonado en San Pedrito, se vio en el momento de incorporarse en el empedrado, contuso por el golpe, al caer del taxi, y en términos casi audibles articuló la queja: «Si tengo que empezar desde allá, todo se me atrasa». Comentó imparcialmente—: Hace rato que está en las últimas —e irritado por sus propias palabras, prosiguió—: Yo perdí un amigo. Un amigo de siempre. Una persona como hay pocas. Quisiera que me explicaran qué ganaron el mundo y los criminales con esa muerte.
Cuando vio que avanzaban por Güemes, en dirección al Pacífico, se dijo que no había nada que temer.
—Comprendo lo que siente, señor —respondió el chofer— pero con el debido respeto opino que usted no encara debidamente el asunto.
—¿Por qué?
—Porque si la gente pusiera en un platillo los resultados buenos y en otro la destrucción y el dolor, es decir, los malos, nunca habría una guerra ni una revolución.
—Pero como somos de fierro, el dolor no importa —replicó Vidal y pensó: «Ha de ser uno de esos estudiantes que trabajan para ayudarse»—. Le digo más. No creo en los buenos resultados de esta guerra.
—Le doy la razón.
—¿Entonces?
—No la juzgue por los resultados. Es una protesta.
—Yo le pregunto qué hizo mi amigo Néstor.
—Nada, señor. Pero ni a usted ni a mí nos andan las cosas. También están los responsables.
—¿Quiénes son?
—Los que inventaron este mundo.
—¿Qué tienen qué ver los viejos?
—Representan el pasado. Los jóvenes no salen a matar a los próceres, a los grandes hombres de la historia, por la muy buena razón de que están muertos.
En el énfasis que puso en la palabra muertos, Vidal sintió la hostilidad. Pensó: «No voy a rechazar el razonamiento porque venga de un enemigo». Se disgustó: en lugar de poner toda su voluntad y energía en la busca, ya estaba otra vez interesándose en conversaciones que no le importaban. Si no recuperaba a Nélida —ahora lo entendía claramente— la vida se le había acabado.