XXI
No sin afabilidad el muchacho bajo interrogó:
—¿En qué está pensando, señor?
—En que estoy viejo —contestó Vidal. Inmediatamente se preguntó si no insistía demasiado en las imprudencias. Acabaría por llevarse un disgusto.
—Discúlpeme —protestó el muchacho bajo—. En mi opinión lo que usted ha dicho es un disparate. Viejo, no. Yo lo situaría en la zona que ese charlatán de Farrell describe como tierra de nadie. No se lo puede llamar joven, pero viejo, decididamente, tampoco.
Vidal observó:
—La cosa es que uno de esos loquitos que andan sueltos no lo confunda a uno.
—Las confusiones yo diría que son improbables, aunque, no lo niego, posibles —admitió el bajo, para en seguida explicar—: Por la efervescencia de la hora.
Vidal volvió a desanimarse y añoró la anterior ignorancia de la situación. Su diálogo con los muchachos le pareció un despreciable intento de congraciarlos. Murmuró:
—Permítanme.
Para estar más cómodo se pasó al grupo de los amigos.
Enfáticamente, Rey afirmaba:
—Ya veremos al gobierno en la hora de la verdad. Cuando pague lo que debe.
—Acordate que esa hora se hará esperar —previno Arévalo—. Aunque restablezcan el orden, no van a pagarnos.
—¿Dónde está Jimi? —preguntó Vidal.
—No interrumpás —dijo Dante, que sin duda no había oído—. Tratamos temas de interés. La pensión.
—El gobierno no se va a resolver a pagarla —insistió Arévalo.
—Reconozcamos —pidió el de las manos grandes— que para dar la orden de pago hace falta mucho coraje. Una medida impopular, lógicamente resistida.
—El cumplimiento de las obligaciones, ¿no importa? —inquirió Rey.
El de la cara en punta aseguró:
—En estos días he oído hablar de un plan compensatorio: el ofrecimiento, a la gente anciana, de tierras en el Sur.
—Digan lisa y llanamente que deportarán en masa a los viejos —replicó Dante.
—Como carne de cañón —aseveró Rey.
—Para taponar posibles infiltraciones de nuestros hermanos chilenos —añadió Arévalo.
—¿Dónde está Jimi? —preguntó Vidal.
—¿Cómo? —preguntó Arévalo—. Salió a buscarte. ¿No se encontraron?
Vidal preguntó:
—¿No habrá ido al baño?
—Yo le vi salir —refirió Rey—. Por esa puerta. Dijo que iba a buscarte.
—Jimi es como el zorro —explicó Dante—. No aguanta mucho estas reuniones y en la primera de cambio se retira a casa, a la cucha.
—Dijo que iba a buscarte —repitió Rey.
—Yo no lo he visto —aclaró Vidal.
Dante insistió:
—Es como el zorro: se fue a su casa, a la cucha. No es de ayer que lo conocemos.
—Al pobre Néstor también lo conocíamos de toda la vida —replicó Arévalo—. Voy a ver si Jimi está en su casa.
—Te acompaño —dijo Rey.
—Parece que ya se dieran el pésame —comentó risueñamente el de la cara en punta—. Yo no me molestaría: vuelve en cualquier momento.
—Voy yo. Salió a buscarme, así que voy yo —dijo Vidal.
—Bueno —convino Arévalo—. Vamos los dos.
Arévalo se puso el impermeable y Vidal se arrebujó en el poncho. Se detuvieron un instante en el umbral de la puerta, escrutaron la oscuridad, salieron.
—No es que uno tenga miedo —explicó Vidal— pero una sorpresa resulta desagradable.
—Cuando la estás esperando es peor. Además no quiero dejarles a esos cretinos la iniciativa de mi muerte. Te confieso que una enfermedad tampoco me tienta. Y si te pegás un balazo o te tirás por la ventana ha de haber un sacudón molesto. Si te dormís con pastillitas y querés despertar, ¿qué tal?
—No sigas, porque todavía vas a optar por los cretinos; pero esos dos me decían que no estamos sindicados como viejos.
—Entonces no son tan cretinos. Descubrieron que ningún viejo se tiene por viejo. ¿Y vos les creíste? Nos hacen tomar confianza, para que no demos trabajo.
—¿Te parece muy mal que me exponga?
—No entiendo —contestó Arévalo.
—Estos árboles, en lo oscuro, son tan aparentes. La verdad es que yo haría un triste papel si me atacaran ahora.
Vidal orinaba contra un árbol. Arévalo siguió el ejemplo y comentó:
—Es el frío. El frío y los años. Una de las más constantes ocupaciones de nuestra vida.
Con mejor ánimo prosiguieron el camino.
—Uno de los muchachos me explicaba… —dijo Vidal.
—¿El de los granos?
—No, el más petizo, el de la cara de bagre.
—Tanto da.
—Me explicaba que detrás de esta guerra al cerdo hay buenas razones.
—¿Y vos le creíste? —preguntó Arévalo—. La gente no mata por buenas razones.
—Hablaron del crecimiento de la población y de que el número de viejos inútiles aumenta siempre.
—La gente mata por estupideces o por miedo.
—Sin embargo, el problema de los viejos inútiles no es una fantasía. Acordate de la madre de Antonia, la señora que llaman el Soldadote.
Arévalo no escuchaba; en tono machacón declaró:
—En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser. Un odio bastante asustado…
Como hacía frío apresuraron el paso. Para evitar las hogueras —diríase que tácitamente se habían puesto de acuerdo— rodearon manzanas y caminaron centenares de metros de más.
Llegaron a una zona donde los faroles no estaban rotos.
—Con luz —manifestó Vidal— la guerra al cerdo parece increíble.
Cuando iban llegando a la casa de Jimi, Arévalo observó:
—Aquí todo el mundo duerme.
Vanamente buscaron en las ventanas alguna hendija iluminada.
—¿Llamamos? —preguntó Vidal.
—Llamemos —dijo Arévalo.
Vidal apretó el timbre. Desde el fondo de la casa la campanilla retumbó en la noche. Esperaron. Después de unos instantes, Vidal preguntó:
—¿Qué hacemos?
—Llama otra vez.
De nuevo Vidal apretó el timbre y de nuevo retumbó el estridente campanillazo.
—¿Y si tiene razón Dante y está durmiendo? —preguntó Vidal.
—Un papelón. Quedamos como el par de alarmistas que somos.
—Claro, que si le pasó algo…
—No le pasó nada. Está durmiendo. Es un viejo zorro.
—¿Vos crees?
—Sí. Vámonos para no quedar como alarmistas.
A lo lejos ardía una fogata. Vidal recordó un cuadro, que había visto cuando era chico, de Orfeo, o de un diablo, envuelto en las llamas del infierno, tocando el violín.
—Qué estupidez —dijo.
—¿Qué?
—Nada. Las fogatas. Todo.