XXXVII
Conversando animadamente, Vidal y Rey traspusieron la puerta de la panadería y doblaron a la izquierda, por Salguero. Dante los miró con aire compungido, como chico a punto de llorar. Corrió hacia ellos, tomó de un brazo a Rey, suplicó:
—¿Por qué no me dejan en casa?
—Aparta —contestó Rey, sacudiendo el brazo, para agregar plácidamente—. Preguntaremos por Arévalo.
—No hables tan alto. Vas a llamar la atención. Por favor —dijo Dante.
—Nací en España —explicó Rey—, pero esta es mi ciudad.
—¿Y qué hay con eso? —dijo Dante.
—¿Cómo, qué hay con eso? Llevo más años en Buenos Aires que estos rapaces, de modo que no me desplazarán de lo que es mío.
—Perfecto —admitió Vidal—. Que te muestres belicoso con la muchachada, perfecto, ¿no tomás a mal un parecer? Por cuentos de Botafogo yo no me pelearía con Jimi.
—Oye, tú: si oigo la palabra delación me enfado.
Con alguna elocuencia preguntó Vidal:
—¿Quién te dice que no seas una simple víctima de nuevas tácticas del elemento joven, en este caso el sobrino de Botafogo, para sembrar la disención y la rencilla entre nosotros?
—Guerra psicológica —arguyó Dante.
—En la opinión de Dante hay visos de verosimilitud —concedió Rey—, pero así como así no he de perdonar a un delator.
Vidal adujo:
—¿Cómo te imaginas que por una promesa en el aire Jimi va a comprometer a un amigo?
—¿Promesa en el aire? —preguntó Rey.
—Por matar a Arévalo no tienen por qué soltar a Jimi.
—Jimi es capaz de todo.
Recelosamente, Dante miró hacia atrás.
—Lo que me alarma —explicó— es el aspecto de la ciudad, igual a siempre, como si no pasara nada.
Vidal comentó:
—Para tranquilizarte necesitarías una batalla.
—Ayer la hubo —aseguró Rey—. Por aquí cerca. Frente al hotel de Vilaseco. Forajidos de la Agrupación Juvenil se lanzaron al asalto. Mi paisano, secundado por el fiel Paco, resistió los embates. Cuando la rendición parecía inevitable, los defensores a puñetes acometieron y salvaron la ciudadela.