V
La vida del tímido es engorrosa. Ni bien se encaminó a la pieza, comprendió que más ridícula que la imagen de un hombre que entra en el baño, era la del que se retira porque le faltó el coraje de entrar. ¿Había mayor vergüenza que dejar ver que uno tuvo vergüenza? Para peor, quizá el episodio no estuviera cerrado. Sobre un punto no cabían dudas: no demoraría mucho en volver al fondo. Sólo podía esperar que las chicas y el sobrino de Bogliolo se fueran pronto de allí. Estaba con la mano en el picaporte de la pieza, cuando lo sorprendió Bogliolo en persona, con la pregunta:
—¿Cómo le va, don Isidro?
Con ese individuo no sabía uno a qué atenerse. Tan confuso estaba Vidal que respondió:
—¿Cómo le va, don Botafogo?
Tenía la esperanza de que el matón no hubiera oído el mote, pronunciado (porque ya estaba en la boca) en un murmullo inconcluso.
Desde lo alto Bogliolo lo miró fijamente. Con extrema seriedad le dijo:
—Me tomo la libertad de darle un consejo. Le hablo como si fuera su padre. El gallego está juntando presión. Pague, señor, el alquiler, antes que el hombre haga una barbaridad. La gente es mala y anda diciendo que usted se da la gran vida en restoranes y no paga el techo que lo cobija. —Se iba; volvió para agregar—: No me pregunte cómo, pero hasta saben lo que ha gastado en la dentadura.
En la pieza encontró a su hijo ocupado en guardar algunos objetos en el ropero.
—¿Poniendo orden? —preguntó.
Siempre de espaldas, el muchacho emitió un sonido que Vidal tradujo por la palabra sí. Distraídamente vio cómo Isidorito guardaba el viejo chambergo, la chalina, la navaja, el asentador, la cajita de madera clara, con la inscripción Recuerdo de Necochea, donde por la noche ponía el reloj de bolsillo. De pronto advirtió:
—Che, todo eso es mío. Quiero tenerlo a mano.
—Está a mano —contestó Isidorito, cerrando el ropero.
—¿Estás loco? —preguntó el padre—. El chambergo, la chalina, no digo. Para mirar la hora, mañana por la mañana, va a ser muy cómodo tener el reloj ahí adentro.
—Esta noche nos reunimos aquí los de la Agrupación Juvenil de la Veintiuno.
Vidal creyó notar en el tono en que fueron pronunciadas las palabras un dejo de fastidio o de impaciencia.
—¡Qué bien! —exclamó con sinceridad—. Me alegro tanto que traigas a tus amigos. Además, no sé, me parece mucho mejor que te reúnas con la juventud de tu misma edad…
Se detuvo a tiempo, porque no quería mortificar a su hijo con reproches. En cuanto se descuidaba le echaba en cara esa doctora que lo había puesto tan pedante y agresivo. Como si hubiera intuido un ataque a la doctora, Isidorito contestó con aspereza:
—Por mí que no vinieran.
—Lo vieras a mi padre, cómo atendía a mis amigos. Dentro de la modestia de sus medios, no sé si me entendés. Hasta la obligaba a mamá, fritas ya las empanadas, a ponerse la mejor ropa.
—Qué manía de hablar de matusalenes.
—No te olvides que son tus abuelos.
—Ya sé que no somos gente de cuna. A toda hora me lo recordás.
Vidal lo miró con afectuosa curiosidad. Se dijo que en las personas más íntimas y próximas hay pensamientos que no sospechamos… Esta circunstancia, que él describía con las palabras «No somos trasparentes», en un tiempo le había parecido una protección, la garantía de cada cual para ser libre; hoy lo apenaba como una prueba de soledad. Para llegar a su hijo y sacarlo del aislamiento en que lo veía, comentó:
—Lo que es yo, me felicito que vengan. Hace un rato pensaba que siempre estoy a gusto con los jóvenes.
—Nadie sabe porqué te sentís tan a gusto.
—¿Vos no te sentís a gusto con ellos?
—¿Por qué no me voy a sentir? Yo no soy vos.
—Ah, es cuestión de generaciones. ¿No nos entendemos? ¿La doctora te ha explicado eso?
—Mira, puede ser, pero lo mejor es que los muchachos no te encuentren aquí. Para peor viene uno que es un energúmeno. Un individuo muy querido que se dedica al trasporte de verduras. Un tipo pintoresco, un héroe popular. Hasta le han hecho un versito:
Salite de la esquina
Camionero loco…
—¿Y tengo que dar vueltas por la calle mientras atendés a tus amigos?
—¿Cómo se te ocurre? ¿Por la calle? No quiero que te pase nada.
—No puedo creer lo que estoy oyendo. ¿Pretendes que me esconda debajo de la cama?
—¿Cómo se te ocurre? Tengo una idea mejor. —Lo tomó de un brazo y lo llevó afuera—. No perdamos tiempo. En cualquier momento llegan.
—No me empujes. ¿Dónde vamos?
Isidorito le guiñó un ojo y poniendo un dedo sobre los labios le pidió que guardara silencio.
—Al altillo —susurró.
Vidal podía interpretar esas palabras como una explicación o como una orden. En el primer patio se cruzaron con Faber, que iba al fondo. Apareció también Nélida, con un atado de ropa. Empujado por su hijo, Vidal apresuradamente trepó la escalerita, en la esperanza de que la chica no lo viera. Una vez arriba, entró gateando, porque el techo era muy bajo.
—Aquí vas a estar perfectamente —aseguró el muchacho—. Si te recostás en uno de los cajones, podrás echar un sueñito. Apagá esa luz y no bajés hasta que te avise.
Isidorito se escabulló antes de que él protestara. El sitio no le parecía bien elegido. Como don Soldano, el mayorista de aves y huevos, lo usaba para depósito, estaba abarrotado de cajones sucios y malolientes. Con la luz apagada, la oscuridad resultaba intolerable. Isidorito lo apuró tanto, que no se acordó de traer el poncho ni el sobretodo, de lo que se felicitaba, porque hubieran quedado para la tintorería, aunque la verdad es que temblaba de frío, amén de que las tablas bajo su cuerpo eran demasiado duras. Si por lo menos hubiera pasado por el fondo antes de subir… Perdía la cabeza cuando su hijo se impacientaba tanto.
También lo había desorientado, veinte años antes, Violeta, la madre de Isidorito, una mujer vehemente, que sin necesidad de pruebas concebía las opiniones más enfáticas. Ante esa convicción, él siempre había sentido que toda duda era ofensiva y por un tiempo se dejó dominar. ¿Qué imágenes acudían primero a su memoria cuando pensaba en la época de Violeta? Ante todo, monumentales redondeces rosadas y el color del pelo —rubio rojizo— y un olor que tendía a la acritud ferina. Luego, sucesivos momentos de un período que ahora le parecía breve: el día que le anunció, en el Palais Blanc, que esperaba un chico y que debían casarse. El día que el chico nació. El día que por fin supo que ella lo engañaba. Porque daban una película de Louise Brooks, había entrado en el mismo Palais Blanc, y de pronto adivinó un aroma que le trajo nostalgias, y en la oscuridad de la sala, en la fila de adelante, oyó una voz inconfundible, que decía: «No te preocupes. Nunca viene sin mí al biógrafo». El día que encontró sobre la almohada la cartita de Violeta; le confiaba el hijo —Sos un buen padre, etcétera— y se iba, aguas arriba, con un paraguayo. A él le había tocado —se preguntó si no tendría alguna falla— una situación muy cantada en los tangos, que según lo comprobaba a su alrededor, no era habitual. Mientras Violeta lo dejaba, los amigos no hacían más que hablar del yugo y de las ganas de sacárselo, como si llevaran a sus mujeres a cuestas; la infidelidad lo contrarió, sin el dolor y el despecho que la gente suponía inevitables, y porque atendía a su hijo, gozó de un extraordinario prestigio entre las vecinas, aunque no faltó una que lo interpelara con la aseveración de que ella no respetaría nunca a un hombre que se ocupaba de tales menesteres. Todo esto le probó que los demás no sentían cómo él. Por aquella época resolvió mudarse a un departamento, porque había recibido unos pesos que le dejó un pariente (¡el disgusto que se hubiese llevado la pobre Violeta si lo hubiera sabido!); pero como las vecinas cuidaban de Isidorito mientras él estaba en el trabajo, desistió del proyecto. La plata se fue gradualmente, en la vida de todos los días, y ya no volvió a pensar en mudanzas. A continuación recordó esa tarde en que al llegar a casa oyó, en el cuarto contiguo, en medio del clamoreo de mujeres embelesadas, la apreciación de una señora: «Mírenle el cosito». Esta memoria le avivó las ganas de ir al fondo. En verdad estaba desesperado, pero no se atrevía a bajar porque le habían indicado que no lo hiciera. Al obedecer tan ciegamente a su hijo, obraba como un pobre viejo; recapacitó después que esta era una argumentación de chico malcriado; por algo le habrían dicho de no bajar. Sobre un punto no cabía discusión: él no aguantaba más. Como pudo se arrastró por ese altillo infecto, se parapetó detrás de las últimas jaulas y, arrodillado, en postura inestable, interminablemente orinó. Hacia el final divisó luz entre las tablas del piso; con alarma estimó que allí abajo quedaba el cuarto del señor Bogliolo. La sola idea de una trifulca en ese lugar cubierto de suciedad de gallinero lo amedrentaba. Con el mayor sigilo trató de ocultarse en los cajones apilados en el extremo opuesto. Al rato estaba soñando con un señor que pasó casi toda la tiranía de Rosas escondido en un altillo, hasta que lo delató el mayor de los niños que por las noches le había hecho a su mujer y la mazorca lo degolló. Después, en otro compartimento de ese mismo sueño, él saltaba a caballo empinados obstáculos, triunfal ante las mujeres, y combinando modestia personal con orgullo patriótico explicaba: «A caballo ando bien, como cualquier argentino». Como antes no había nunca montado, empezó a desconfiar de sus aptitudes y por fin cayó dolorosamente. Fragante de alhucemas, Nélida se reclinó sobre su cara y le preguntó «¿Qué te has hecho?» No; lo que en realidad Nélida repetía era:
—Ya se fueron.
—¿Qué hora es? —preguntó—. Estaba medio dormido.
—Las dos. Ya se fueron. Isidorito no vino, porque tuvo que acompañarlos unas cuadras. No tardará. Ahora puede bajar, don Isidro.
Cuando quiso incorporarse le dolió todo el cuerpo y sintió el tirón en la cintura. Con incredulidad se preguntó: «¿Un lumbago, de nuevo?». Le mortificaba que la muchacha asistiera a sus dificultades, que mentalmente calificó de miserias. Se disculpó:
—Parezco un viejo tullido.
—Una mala postura —explicó Nélida.
—Una mala postura —admitió sin convicción.
—Permítame que lo ayude.
—No faltaría más. Yo puedo…
—Permítame.
Sin ayuda no hubiera salido de ahí. Nélida lo sostuvo; como una enfermera lo condujo hasta la pieza. Vidal se abandonó a sus cuidados.
—Ahora va a permitirme que lo acueste —pidió Nélida. Contestó con una sonrisa:
—No. No hemos llegado a ese extremo. Puedo acostarme solo.
—Bueno. Esperaré. No me voy hasta dejarlo acostado.
Viéndola así, de espaldas, parada en el medio del cuarto, pensó que en ella eran muy evidentes los caracteres de fuerza y de belleza de una hembra joven. Consiguió desvestirse y meterse en cama.
—Ya está —dijo.
—¿Tiene té? Voy a prepararle un tecito.
A pesar del lumbago, sintió una suerte de beatitud desconocida, porque desde muchos años, no recordaba cuántos, no lo mimaban. Pensó que estaba iniciándose en los agrados de la vejez y de la enfermedad. Mientras le servía el té, Nélida le dijo que se quedaría un rato. Sentada a los pies de la cama, le habló —para hacer conversación, opinó él— de su vida, y con algún orgullo refirió:
—Tengo novio. Un muchacho que me gustaría que usted conociera.
—Cómo no —dijo desganadamente. Pensó que le gustaban las manos de Nélida.
—Trabaja en un taller mecánico, de coches, ¿sabe?, y, como tiene sensibilidad artística, integra el trío típico Los Porteñitos, que toca por la noche en locales del centro y sobre todo en Plaza Italia.
—¿Van a casarse? —preguntó.
—Ni bien juntemos la plata para el departamento y los muebles. Usted no sabe lo que me quiere. Vive pendiente de mí.
Siguió Nélida ponderando. Muy pronto su vida, al calor de esa descripción, constituyó una sucesión de triunfos en bailes y en fiestas, en los que ella era la inconfundible heroína. Vidal la escuchaba con incredulidad y ternura.
Se abrió la puerta. Isidorito miró, sorprendido.
—Perdón, los interrumpo.
—Su padre no estaba bien —explicó la muchacha—. Quise acompañarlo hasta que usted volviera.
A Vidal le pareció que Nélida se había ruborizado.