XXXIX
—La sala —anunció el médico.
A los lados del corredor se abrían cuartitos de dos o de cuatro camas, delimitados por tabiques blancos. Ni bien entraron, Arévalo levantó un brazo. Vidal pensó: «Buen signo», y entonces notó las gruesas rayas oscuras que alteraban las facciones de su amigo. La otra cama estaba desocupada.
—¿Qué pasó? —preguntó Rey.
—Voy a dar una recorrida —dijo el médico—. No me lo exciten. Conversen, pero no me lo exciten.
—Un percance, Rey. Un simple manteo —explicó Arévalo.
Dos marcas le cruzaban la cara. Una, más oscura, que parecía una depresión debajo del pómulo, y otra, de reflejos cárdenos, en la frente. Vidal preguntó:
—¿Cómo estás?
—Un poco dolorido. No solamente en la cara; en los riñones. Me patearon, cuando estaba en el suelo. El médico dice que se produjo una hemorragia interna. Me dio esas pastillas.
El frasco estaba en la mesa de luz, junto a un vaso con agua y un reloj. Vidal se dijo que la máquina del reloj marchaba con particular impaciencia; recordó a Nélida; de algún modo vinculó ese apremiante segundero con la muchacha extrañada y se encontró de improviso muy triste.
—¿Por qué fue? —preguntó Rey.
—Yo creo que hubo premeditación. Me esperaban. Al principio se mostraban indecisos, pero se envalentonaron.
—Como cuzcos —dijo Vidal. Arévalo sonrió.
—Si no fuera por los desplantes de esa muchacha, a lo mejor no te aporrean —opinó Dante—. Ya se sabe: la mujer provoca. Es la eterna culpable. La eterna chispa.
—No exageres —dijo Arévalo.
—Dante me recuerda a esos viejos que toman entre ojos al otro sexo —comentó Vidal—. Cuánto más joven es la mujer, más tirria le tienen.
—Lo que es yo, no pongo el sexo en el banquillo de los acusados —declaró Rey—. Pongo a la juventud.
—La juventud no carece de virtudes —replicó Arévalo—. Es la gente desinteresada. ¿La causa? Falta de experiencia, quizá, o de tiempo para aficionarse al dinero.
Vidal observó:
—Tal vez lo desean menos, porque es una de las tantas cosas que todavía esperan.
—En cambio, para los viejos —dijo Arévalo— se convierte en la única pasión.
—¿La única? —preguntó Vidal—. ¿Dónde me dejas la gula, las manías, el egoísmo? ¿Te fijaste cómo cuidan el resto de vidita que les va quedando? ¿La cara de susto idiota que ponen al cruzar la calle?
—Yo no condeno a toda la juventud —aseguró Rey—. Si me traéis a una chicuela, pues hombre, me la como con huesitos y todo, pero si niños cabrones me acometen, menuda defensa pasiva les propino: puños y coces.
—Perfecto, si podés —concedió Arévalo—. Yo sólo atiné a protegerme la cabeza, pero salí mejor parado que mi vecino, el de la otra cama.
—Está vacía —previno Dante.
—Aunque habla sin parar, yo creo que no recobró el conocimiento —Arévalo explicó—. Le dio por contar sueños. Dijo que soñó que era joven y que estaba con amigos, en el Pedigree, de Santa Fe y Serrano, hablando de letras de tango. Hasta mencionó a un mozo Tronget, que propiciaba los temas camperos…
—Lo escuchaste con atención —afirmó Dante.
—¿Habrá sido letrista? —preguntó Vidal.
—Colijo que sí —respondió Arévalo—. No sé cuántas veces mencionó el tango El cosquilloso. Debió de ser uno de sus mayores triunfos. El pobre repetía veinte veces lo mismo.
—¿El cosquilloso? ¿Hoy quién se acuerda de esa antigualla? —preguntó Dante. Arévalo continuó:
—Dijo que extrañaba las conversaciones de su juventud. Hasta cualquier hora se quedaban los amigos analizando la teoría de la letra de tango o el enredo del último sainete de Ivo Pelay. Dijo que hoy en día hablaban de hechos concretos, más que nada del precio de las cosas. Me parece que en ese momento estaba lúcido, pero después divagó de nuevo. Cuando empezó a respirar de un modo raro, se lo llevaron.
—¿A dónde? —preguntó Dante.
—A morir solo —contestó Rey.
—Se los llevan a morir solos —explicó Arévalo— para no afectar la moral del desgraciado de la otra cama.
—¿El café dónde se reunían sería como el nuestro de la plaza Las Heras? —preguntó Vidal, como si hablara solo.
—No vas a comparar, che —manifestó Arévalo—. Había otro ambiente. Vidal preguntó:
—¿Cuándo volveremos a nuestros partiditos?
—Pronto —aseguró Arévalo—. El médico me lo decía. Asistimos a los últimos colazos de un fenómeno que se acaba.
—¿Y si a nosotros nos acaban primero? —preguntó Vidal.
—Todo es posible. Aparentemente nos tienen marcados. En mi caso, al menos, yo creo que hubo premeditación. Me esperaban. Al principio se mostraban indecisos, pero se envalentonaron.
—O este se repite, o yo no oigo bien… —comentó Dante. Vidal lo interrumpió:
—Decime, Arévalo, y a tu vecino, ¿qué le había pasado?
—Como ustedes, vino a ver a un amigo y, cuando volvía a su casa, lo agarraron frente a la cochería.
—Quiero irme —gimió Dante—. Por favor, Rey, venite conmigo. Acompañame. Yo estoy muy viejo, créanme, y si pienso en un ataque, el miedo me descompone.
Su cara pálida se volvía terrosa. Vidal pensó: «No te descompongas aquí».
—Los empleados de la cochería porfiaban por meterlo en el local —prosiguió Arévalo— pero apareció un vigilante y lo trajo.
—Más práctico hubiera sido que ya le dejaran con los funebreros —opinó Rey.
—Dijiste que se lo llevaron para que muriera solo, ¿dónde?, —preguntó Dante.
—Mira, no sé dónde los llevan. Un enfermero me dijo que los ponen donde se les da la gana. El enfermero es medio jovencito, a lo mejor me cree viejo y me pinta cuadros macabros con la esperanza de asustarme. Me dijo que los ponen en cualquier parte, en el mismo vestíbulo de la planta baja.
—Pobre tipo —comentó Vidal—. Si vive todavía, quién sabe lo que está soñando.
Dante gimió:
—Es el que vimos nosotros. Rey, yo quiero irme.
—Efectivamente, me voy —anunció Rey—. Yo madrugo para vigilar el trabajo en la cuadra y cuando no duermo mis ocho horas, no valgo nada.
—De paso, ¿me dejás en casa? —preguntó Dante, en tono de súplica.
Vidal pensó: «A mí me espera Nélida y aquí me tienen. A estos dos viejos nadie los espera, pero no pueden quedarse un minuto con un amigo enfermo. A uno lo domina el egoísmo y al otro la cobardía. No hay nada peor que la vejez». Recapacitó en seguida: «Que yo me demore con Arévalo, que todavía no haya vuelto a la calle Guatemala, tal vez pruebe que yo también estoy viejo. Sin embargo, sé que voy quedándome para dar tiempo a Nélida, para no volver antes que ella. Llegar a la casa y que Nélida no esté sería horrible».
Reapareció el médico y dijo:
—Por favor, señores, no se vayan todavía. Los voy a retener unos minutos. O, por lo menos, al más joven de ustedes. Para tomarle una simple muestrita de sangre. Por si hubiera que hacer una transfusión al señor. No es nada, un pinchazo, nomás.
El médico encendió una lámpara, se puso a auscultar a Arévalo. Este, por encima de la calva inmediata, comentó:
—Ya se te asoman las motas blancas, Dante. Vas a tener que darte otra mano de pintura. El médico se rascó la cabeza, nerviosamente.
—Si habla —explicó— me hace cosquillas.
Dante protestó:
—No sé lo que me has dicho. Cuando hablás como si te ahogaras no te oigo.
—Estoy con asma —se excusó Arévalo—. Te decía que ya te asoman las motas blancas.
—¿Qué quieren? —preguntó Dante con desconsuelo—. Uno solo no se da cuenta. ¿Quién me tiñe? La otra vez me tiñó el pobre Néstor. Yo solo no soy capaz. Tienen que ayudarme. Es más importante de lo que ustedes piensan.
—No engañás a nadie —opinó Arévalo—. Yo creo que hay que ser un poco fatalista.
—Muy fácil hablar así —replicó Dante— cuando uno está metido en un edificio como este, que es una verdadera fortaleza. Yo en cambio tengo que irme a casa, en plena noche, y atravesar calles oscuras como boca de lobo.
—Nadie te echa —aseguró Vidal. El médico dijo:
—Vuelvo en seguida, señores. Por favor, espérenme.
—Vamosnos antes de que vuelva —suplicó Dante—. Isidro ya está frito. Lo agarraron con el pretexto de la trasfusión. A nosotros no nos necesita para nada. No vamos a tenerlo de la mano. Si nos quedamos, ya verás que inventa algo para atraparnos. Aprovechemos ahora que no está y escapemos. A mí no me gusta estar aquí.
—A quién le va a gustar —dijo Arévalo.
—No cree que nos atrape —admitió Rey— pero ya es tarde, mañana madrugo y nuestra presencia aquí a nadie beneficia. Isidro, como es lógico, ha de quedarse.
—Por supuesto —contestó Vidal—. Y a ustedes les aconsejo que se vayan. No los necesitamos.
Rey abrió la bocaza, pero no habló. Como un chico empecinado, Dante lo tiraba de la manga, lo empujaba hacia la puerta.
—¿Se fueron? —preguntó Arévalo.
—Se fueron.
—Te enojaste.
—Estos dos me tienen un poquito indignado.
—No te enojes. Acordate de lo que siempre repite Jimi: con los años, los órganos de contención fallan. Como otro se haría pis, Dante se entrega al miedo.
—Dante está vencido, ¿pero Rey? Ese pedazo de hombre…
—Hace rato que no se contiene. ¿No te lo representas en el café, estirando la manota hacia los manises, tembloroso de gula? Como tanto viejo, ha perdido el pudor.
—¿El pudor? Tenés razón. Una vez, en lo de Vilaseco…
—De puro viejo es un egoísta descarado. Ya no disimula. Se interesa por la propia comodidad y pare de contar.