XXXVIII
Los tres amigos subieron la escalinata y entraron en el vestíbulo del Hospital Fernández. En la penumbra divisaron algo que de lejos les pareció una escultura, recubierta por una sábana. Rey se apartó unos pasos, para mirar.
—¿Qué es eso? —preguntó Dante.
—Un viejo —contestó Rey.
—¿Un viejo?
—Sí, un viejo, en una camilla.
—¿Qué está haciendo? —insistió Dante, sin acercarse.
—Creo que muere —contestó Rey.
—¿Para qué vinimos? —gimió Dante.
—Todos acabaremos en este u otro hospital —explicó Rey, afectuosamente—. Mejor acostumbrarse.
—Yo estoy cansado —protestó Dante—. Ustedes no se dan cuenta. Me siento muy viejo. La muerte de Néstor, ese ataque, porque sí en la Chacarita, ahora lo de Arévalo: todo me ha hecho mal. Tengo miedo. Me falta ánimo para resistir.
Se acercaron a un cuarto, con una ventanilla abierta sobre el vestíbulo.
—Quisiéramos preguntar por un señor. Le trajeron anoche —dijo Rey a un empleado—. El señor Arévalo.
—¿Cuándo ingresó?
—Este ambiente no me gusta —declaró Dante, en voz alta. Vidal pensó: «Pobre diablo. Si le digo que lo dejamos, llora».
—Le trajeron anoche —dijo Rey.
—¿A qué sala?
—Eso no sabemos —contestó Vidal—. Fue víctima de una agresión.
Mientras tanto. Dante se refregaba la dentadura y se olía el dedo.
—¿Qué te pasa? —preguntó Vidal.
—Se te afloja, junta comida y jiede —explicó Dante—. Es verdad que vos también la tenés postiza. Ya verás.
—¿Familiares del accidentado? —preguntó un señor de escasa estatura, calvo, de cabeza redonda (que recordaba esas calabazas huecas, en que se recortan ojos, nariz y boca). En el bolsillo superior del guardapolvo llevaba la inscripción: Dr. L. Cadelago, bordada en hilo azul.
—Parientes, no —contestó Vidal—. Amigos. Amigos de toda la vida.
—Tanto da —contestó rápidamente el médico—. Vengan, subamos.
Habló Rey:
—Diga usted, doctor, ¿cómo se encuentra?
El médico se detuvo. Pareció absorto en sus pensamientos y, luego, perturbado por la pregunta. Dante inquirió con ansiedad mal reprimida:
—¿No ha pasado nada malo?
La cara del médico se ensombreció.
—¿Nada malo? No entiendo, ¿qué quiere decir con eso?
—Nuestro amigo Arévalo… ¿no falleció? —balbuceó Dante.
El médico declaró con grave pesadumbre:
—No, señor.
En un murmullo preguntó Vidal:
—¿Su estado es crítico?
El médico sonrió. Los amigos esperaron la buena noticia que los confortara.
—Efectivamente —afirmó el médico—. Es delicado.
—Qué desgracia —comentó Vidal.
Volvió a entristecerse el doctor Cadelago y dijo:
—Hoy disponemos de medios para hacer frente a estas situaciones.
—¿Pero, usted cree, doctor, que va a salvarse? —preguntó Vidal.
El médico explicó:
—En cuanto a eso, ningún profesional consciente de su responsabilidad lo diría nunca… —Agregó en tono ominoso—: Medios para controlar la situación existen. No hay duda de que existen.
De pronto Vidal entrevió el recuerdo de haber encontrado antes al doctor Cadelago, o a otra persona que sonreía porque estaba triste, o tal vez de haber soñado con alguno de esos encuentros.
Detrás del médico, que parecía agobiado, se encaminaron hacia el ascensor. Vidal susurró a Rey:
—No hay manera de entenderse con este tipo.
—¿Cómo ha de haberla si nosotros ignoramos de pe a pa la medicina? Oye, tú, has de cuenta que vivimos en otro mundo.
—Por suerte.
Pensó: «Uno está seguro en la vida, y aun en medio de la guerra supone que lo malo ha de ocurrir a los otros; pero basta que un amigo muera (o que nos anuncien que tal vez muera) para que todo se vuelva irreal». El aspecto de las cosas había cambiado, como en el teatro, cuando el iluminador gira un disco de vidrios de colores delante del foco de luz. El mismo doctor Cadelago, con esa discrepancia entre la expresión facial y las palabras, con su cabeza de calabaza hueca, en que se introduce una vela encendida para espantar de noche a los chicos, resultaba fantasmagórico. Vidal sintió que había desembocado en una pesadilla: mejor dicho: que estaba viviendo una pesadilla. «Existe Nélida», se dijo y, en seguida, se reanimó. Recapacitó luego: «Para mí, quién sabe». Abandonado a su abyección, Dante protestaba:
—Y ahora, ¿hasta cuándo nos quedamos? A mí no me gusta estar aquí. ¿Por qué no nos vamos de una vez?
Vidal pensó: «La verdad que está viejo». El proceso de envejecimiento se había acelerado y ya debía de quedar muy poco del amigo de antes; últimamente se había convertido en otra cosa, una cosa más bien ingrata, que uno seguía tratando por fidelidad al pasado.
Cuando entraron en el ascensor, interrogó el médico:
—¿Todos ustedes cumplieron ya sesenta años?
—Yo no —contestó en el acto Vidal.
Bajaron en el quinto piso. «En cuanto a no estar a gusto aquí adentro», pensó, «le doy toda la razón a Dante. Si uno se acuerda de la libertad de afuera se acongoja, como si la hubiese perdido irremisiblemente».