XXVI

A Vidal no le dieron tiempo de secar las lágrimas. Anunciaron la partida al cementerio; hubo actividad por cuartos y corredores. Si quería evitar el llanto debía vigilarse, pues el hecho más inofensivo de pronto resulta desgarrador. El estímulo que lo conmovió fue doña Regina, desgreñada y absorta, que avanzaba como si la llevaran en vilo, a ras del suelo. Vidal miró para otro lado y reparó en Dante. Con infantil agitación, Dante repetía:

—Ojo, muchachos, no separarse. Vamos juntos, vamos juntos.

«Ciego y sordo», pensó Vidal. «Envuelto en cuero. Todo viejo se convierte en bestia».

—Lo más importante —observó Arévalo y a la manera de Jimi guiñó un ojo— es que los indeseables no se cuelen.

—¿Quién va con el hijo de Néstor? —preguntó Rey. Dante puntualizó:

—Nosotros cuatro vamos juntos.

—Ya lo sabemos —murmuró o pensó Vidal.

Por última vez miró la desolación de la casa. Insensiblemente pasó al automóvil, se encontró en el trayecto, asomado casi a la ventanilla, para que los amigos no advirtieran su mal dominada emoción. Dijo palabras que a él mismo lo sorprendieron:

—Todo parece distinto, desde el coche fúnebre.

—Tu abuela —replicó Dante, que esa mañana oía como si finalmente hubiera comprado el aparato—. Todavía no viajamos en coche fúnebre.

Por la avenida del Libertador rodeaban el Monumento de los Españoles. Arévalo declaró:

—¡La flauta que soy viejo! ¿Les digo uno de mis primeros recuerdos? Estoy mirando esta avenida, que se llamaba Alvear, y pasan automóviles con pescante descubierto y con bocina como serpiente de bronce. Hay algunos pintados como canastas amarillas y negras. ¿Dónde habrán ido a parar esos grandes Renault, Hispano Suiza y Delaunay-Belleville?

A manera de contestación, Dante comentó nostálgicamente:

—Me dijeron que en la calle Malabia había una laguna.

—Había otra frente a la capilla de Guadalupe —respondió Arévalo.

Se dejaba sentir el veranillo. Vidal se quitó el poncho de los hombros y protestó:

—Qué calor.

—Es la humedad —explicó Dante.

—¿Habéis oído algo —inquirió Rey— sobre la proyectada Marcha de los Viejos? Una manifestación oportuna, probablemente de la mayor efectividad.

—Por favor —replicó Arévalo—. ¿Te imaginás lo que va a ser? Van a poner a toda la ciudad en contra. Un espectáculo dantesco.

Vidal pensó que Jimi hubiera hecho hincapié en el calificativo, para burlarse de Dante; los demás ya estaban cansados de esa broma. Dante afirmó:

—Un espectáculo del fin del mundo. Ustedes no se dan cuenta. Estas locuras, todas estas monstruosidades ¿o anuncia el fin del mundo o qué sentido tienen?

Arévalo dijo:

—Todo viejo algún día llega a la conclusión de que el fin del mundo está a la vista. Hasta yo mismo pierdo la paciencia…

—Aparta —gruñó Rey—. ¿Hemos de aplaudir a los mozalbetes, con sus ínfulas bobas?

—Por lo menos los viejos ya estamos cansados —alegó Vidal.

—¿Y me vas a decir que ese afán de la moda de las mujeres no es el acabóse? ¿No anuncia la disolución y el fin de todo? —porfió Dante.

Iban por Juan B. Justo, a la altura del Pacífico. Arévalo observó:

—A los viejos no hay cómo defenderlos. Únicamente con argumentos sensibleros: lo que hicieron por nosotros, ellos también tienen un corazón y sufren, etcétera. ¿A que no saben cómo se libran de los viejos los esquimales o lapones?

Dante le previno:

—Ya lo contaste.

—¿Ven? —prosiguió, con voz asmática, Arévalo—. Nos repetimos. Nada más parecido a un viejo, que otro viejo: la misma situación, la misma arteriosclerosis.

—La misma ¿qué? —preguntó Dante—. Si hablan con la boca cerrada, no oigo. Miren, miren: cuando era chico vivía en la otra cuadra. Ya voltearon la casa.

Vidal recordó la casa de sus padres; el patio y la glicina; el perro, Vigilante; las noches en que oía el tranvía, quejándose en la curva, para luego acelerar y agrandarse hasta cruzar frente a la puerta.

—¿A qué no saben dónde había un tambo? —preguntó Arévalo—. En la calle Montevideo, a media cuadra de la avenida Alvear. A la vuelta había una caballeriza.

—Una ¿qué? —preguntó Dante.

—¿Te acordás, Rey? —dijo Vidal—. Al lado de tu panadería vivía una mujer de cien años.

—Doña Juana. Cuando emprendí la ampliación todavía estaba ahí. Era una señora hospitalaria. A su mesa, vuestra cocina criolla no resultaba indecorosa. ¡Qué pucheros! ¡Qué empanadas! Le debo gratitud, asimismo, por haberme enseñado vuestra historia, con la llegada de la Infanta Isabel, que vio pasar en coche de caballos. Doña Juana tenía dos nietas, una fea y una linda, ambas pecosas.

—Pilar y Celia —refirió Vidal—. La linda, Celia, murió joven. A mí me tuvo medio chiflado.

Dante comentó:

—¿Dónde habrá quedado ese tiempo en que nos buscaban las mujeres?

Vidal pensó: «¿Les digo o no les digo?».

—No volverá —afirmó Rey.

—Lo raro sería que volviera —observó flemáticamente Arévalo.

—Yo mismo no puedo creerlo —admitió Vidal—. Hoy dos mujeres me buscaron. A mí, como oyen.

—¿Y qué pasó? —preguntó Rey.

—Nada, che. Eran demasiado feas.

«Además», pensó (pero no lo dijo) «existe Nélida».

—¿No será, más bien —opinó Dante— que vos sos demasiado viejo? Cuando éramos jóvenes no andábamos con tanta delicadeza.

«Eso es verdad» pensó Vidal. Dejaron atrás Villa Crespo. Hubo un silencio más largo que otros. Rey dijo:

—Nos callamos. ¿En qué piensas, Arévalo?

—Es para reír —confesó este último—. Tuve una especie de visión.

—¿Ahora?

—Ahora. Me pareció ver un pozo, que era el pasado en que iban cayendo personas, animales y cosas.

—Sí —dijo Vidal— y da vértigo.

—También da vértigo el futuro —continuó Arévalo—. Lo imagino como un precipicio al revés. Por el borde asoman gente y cosas nuevas, como si fueran a quedarse, pero también caen y desaparecen en la nada.

—¿Ves? —preguntó Dante—. No son tan negados los viejos. Hasta los hay inteligentes.

—Por eso nos llaman búhos —afirmó Arévalo.

—Cerdos —corrigió Rey.

—Cerdos o búhos —contestó Arévalo—. El búho es el símbolo de la filosofía. Inteligente, pero repulsivo.

Entraron en el cementerio, bajaron en la capilla. Después del responso volvieron a los automóviles; Vidal observó que el de ellos era el tercero y último del cortejo. Hacía calor. Prosiguieron el lento camino. Arévalo preguntó:

—¿Qué decías, Vidal, de una muchacha linda, que murió joven?

Atinó a responder:

—A mí me tuvo medio chiflado. Se llamaba Celia.

El coche frenó con brusquedad. En una blanca difusión de efervescencia, el vidrio de adelante se astilló, se volvió opaco. Vidal abrió la puerta, bajó para averiguar qué sucedía. Notó un extraordinario silencio, como si se hubiera detenido no sólo el cortejo, sino el mundo. Del primer automóvil descendió el señor de las manos grandes que, en una suerte de pantomima patética, las llevó a la cara. Más allá del carruaje cargado de flores, numerosas personas reían, bailaban, se agachaban en contorsiones, vivamente se estiraban. Vidal entonces vio la cara del señor de las manos grandes cubierta de un velo de sangre y después comprendió que las contorsiones de los que estaban lejos eran un movimiento para tomar fuerza y arrojar piedras. Dante gimió:

—Nos agarraron en la ratonera.

Las pedradas caían alrededor. Alguien gritó con voz apagada:

—Huyan.

Bastó esa orden para que echara a correr. Cuando se le atajó la respiración, se tiró al suelo y, arrastrándose, buscó refugio detrás de una tumba. El excesivo contacto con ese pasto y esa tierra lo disgustó. Se incorporó, estremecido. Porque una pedrada cayó cerca, nuevamente corrió, mientras pudo, y luego caminó, pensando que no debía extraviarse, que el cementerio era interminable. Sintió suaves golpes, como de un tableteo, en la espalda, en la nuca. Eran gotas. Gruesas gotas pesadas. Había empezado a llover. Pensó: «Una lluvia inmunda, que se mezcla con el sudor». Apresuradamente, con ocasionales tropezones, caminó, hasta salir a Jorge Newbery y llegar, rengueando, a Corrientes, del otro lado del parque. «Hay una palabra», se dijo. «Una palabra». Estaba demasiado cansado para dar con ella, pero por fin la encontró: «Vejación. Qué vejación». Pensó: «Al primer taxímetro, lo paro». Aparecieron varios, que siguieron de largo, como si no vieran sus ademanes. Entró en un almacén y, apoyando los codos en el mostrador, pidió:

—Una cervecita bien helada y dos especiales de lomo. Mientras limpiaba el escurridero con el trapo, el hombre le dijo:

—Como guste, señor, pero no le aconsejo. El ambiente está cargado.

Para no pasar por terco, dio las gracias y caminó hacia la puerta. «Lo razonable, lo que se espera», reflexionó, «es que uno se deje vejar. Si es viejo, se entiende».