XVI
Poco antes de llegar a Salguero, se encontró con su hijo.
—Mira qué suerte —comentó.
—No sé si tanta. Para mí que no te compenetrás del clima.
Vidal pensó que la barrera entre las generaciones era infranqueable. Después recapacitó: «No hay tal barrera». La culpa de todo la tenía la doctora psicóloga, la señorita que oficiaba de confesora y oráculo del muchacho; o si no, Farrell y sus Jóvenes Turcos. Lo cierto es que ya se había resignado a no entender los galimatías que escuchaba a toda hora. Cambiando de tema, preguntó:
—¿Cómo fue el partido?
—Ni me hables. La tesitura del equipo, floja. Me lo decía Crosta: La disciplina es un mito. Los muchachos hoy por hoy están en una línea económica: pesos y más pesos. Toda la semana meta chupar y mujeres; la víspera, preocupados, caen al gimnasio, revientan del todo y en la hora del cotejo, juegan como sonámbulos. Después preguntan la causa de que nuestro gran fútbol nacional sea la sombra de lo que fue.
—¿No era que los viejos no servían para nada?
—Absolutamente para nada. ¿Qué sabían ustedes de labor de equipo y planificación? No vas a comparar un fútbol egoísta, puro individualismo y firulete, con la científica planificación del partido, hasta el último detalle, hoy de rigor.
—¿Hubo desmanes?
—En la tribuna algún hecho aislado, de poca monta, pero por regla general, reinaron la cultura y el orden, al extremo que la gente se aburría.
—Mira, che, todos los días me olvido. Botafogo me pidió que te sondeara.
—¿Que me sondearas?
—Por la dentadura. Quiere saber si hay alguna esperanza de que se la devuelvan.
—¿Pretendés que saque la cara por él? La gente ha perdido la cabeza. Me veo en situación comprometida y mi propio padre quiere empujarme…
—¿Por qué es tan delicada tu situación?
—Esa pregunta es lo mejor que he oído. Para no preocuparte, no iba a decirte nada, pero ¿sabes lo que me contaron?
—No.
—El camionero y su grupo se enteraron, no sé como, de que te escondí en el altillo. Parece que están furiosos.
Vidal no insistió para no cansar a su hijo, y sobre todo, para no provocar una de esas explicaciones dogmáticas, tan perjudiciales a la armonía entre ellos. Caminaban hacia Paunero. Recordó una frase de una vecina, cuando Isidorito estaba todavía en la cuna: «Habrá que verlos un día, los dos paseando juntos, anchos de orgullo».
—No quiero molestarte, pero vos sabes lo cargoso y hasta prepotente que puede ser Botafogo.
—Que no se pase de vivo.
—No está solo. Cuenta con el sobrino, listo a jugarse por él.
Tomó la cara de Isidorito el color de un té en que se vuelca mucha leche. Los gruesos labios estirados hacia abajo, le conferían una expresión de abyecta ansiedad.
—Mira, che, —dijo— vos tenés que comprender cuanto antes. Al fin y al cabo, en definitiva, ¿quién es la más probable víctima de todos estos grupos de presión? En lugar de traerme nuevas dificultades, por tu propio bien, aplicá la mejor diplomacia con unos y con otros y dejame tranquilo. La posición de un hombre como yo, en esta hora, no es envidiable.
—Está bien, pero si los Bogliolo, tío y sobrino, se nos echan encima…
—Mira, todo el mundo está con las manos atadas. Ellos también. Antonia, la Petiza, que era una activista virulenta, ahora se da por bien servida si no llama la atención. El sobrino de Bogliolo, aunque sea por la Petiza, se va a contener.
—¿Qué le pasó a Antonia?
—Pero, che, ¿vos dónde vivís? ¿Ni siquiera sabes que doña Dalmacia ha contraído una arteriosclerosis galopante?
—Pobre mujer.
—Pobres las sobrinitas, querrás decir. La enfermedad, que trabaja de afuera para adentro, le anquilosó no sé qué centro de control, de modo que la señora, carente de toda inhibición, se ha convertido en un hombre, hecho y derecho. Si no le retiran las sobrinitas, las hace papilla. Un escándalo.
—No es manera de hablar de una señora que podría ser tu abuela.
—Para empezar, ¿quién te dijo que yo quiero una abuela? Después la señora se ha convertido en un bicho que está clamando para que lo exterminen. Y vos, ¿qué más querés? Mientras defienden su posición lo más probable es que te dejen tranquilo.
Cuando dobló por Paunero, Vidal sintió de pronto una íntima convicción de estar solo. Dirigió la vista al sitio que debía ocupar Isidorito; ahí no había nadie. Se volvió hacia la esquina. Isidorito se alejaba en dirección a Bulnes.
—¿No venís a casa? —gritó Vidal.
—Sí, ya voy, viejo. Hago una diligencia y voy —contestó quejumbrosamente el muchacho.
Vidal pensó que sin duda llega un momento en la vida en que, haga uno lo que haga, solamente aburre. Queda entonces una manera de recuperar el prestigio: morir. Ambiguamente agregó: Por tan poco tiempo no vale la pena.
Había llegado a su casa. El temor de que Bogliolo, recostado contra la puerta, lo hubiera sorprendido en su monólogo, lo indujo a saludarlo excesivamente:
—¿Qué se cuenta, señor Bogliolo? ¿Cómo le va?
El otro no contestó en seguida. Después dijo:
—No le extrañe si no le devuelvo el saludo. Yo, a un hombre que no me cumple un encargo, lo doy por muerto. Le digo más: le concedo la importancia que se da a una basura.
Vidal lo miró desde abajo, se encogió de hombros, caminó a la pieza. Cuando hubo cerrado la puerta se prometió a sí mismo que si alguna vez llegaba a ser un gigante, molería a palos a Bogliolo. Hacía frío en el cuarto. Pensó: «Qué raro. Hablábamos con Isidorito del individuo y a los pocos minutos lo encuentro». Se dijo que esos presagios, a lo mejor simples coincidencias, recuerdan que la vida, tan limitada y concreta para quien procura indicios del más allá, siempre puede envolvernos en pesadillas desagradablemente sobrenaturales. Puso a hervir el agua. Debía acordarse de hablar con Arévalo del tema de los presagios. En la juventud, a lo largo de interminables caminatas nocturnas, habían tenido famosas discusiones filosóficas; después, aparentemente, la vida los había cansado. Llevó la pavita y el mate, se acomodó en la mecedora, mateó y, ocasionalmente, se hamacó. Cerró los ojos. En la calle resonó una bocina como las que usaban los coches de antes. Cuando oyó a lo lejos el tranvía que después de la curva se balanceaba para tomar impulso y, con un quejido metálico, avanzaba acelerando, entendió que soñaba. Si no recordaba nada de lo que luego había ocurrido tenía alguna esperanza de que fuera el alba, de estar en su casa de la calle Paraguay y de que sus padres durmieran en el cuarto de al lado. Oyó un ladrido. Se dijo que era Vigilante, el perro, atado junto a la glicina del patio. Imaginó o soñó una conversación en que refería este sueño a Isidorito, que lo encontraba gracioso, por la presencia de anticuados tranvías y de automóviles cuyas bocinas emitían sonidos ridículos. Retrospectivamente resultaba difícil distinguir lo que había pensado de lo que había soñado. Creyó por primera vez entender porqué se decía que la vida es sueño: si uno vive bastante, los hechos de su vida, como los de un sueño, se vuelven incomunicables porque a nadie interesan. Las mismas personas, después de muertas, pasan a ser personajes de sueño para quien las sobrevive; se apagan en uno, se olvidan, como sueños que fueron convincentes, pero que nadie quiere oír. Hay padres que encuentran en sus hijos un auditorio bien dispuesto, de modo que en la crédula imaginación de algún chico los muertos recuperan un último eco de vida, que muy pronto se borra como si no hubieran existido nunca. Vidal se dijo que era afortunado porque todavía tenía a sus amigos Néstor, Jimi, Arévalo, Rey, Dante. En realidad debió de estar soñando, porque se sobresaltó cuando golpearon a la puerta. El cuarto se hallaba en tinieblas. Vidal se pasó una mano por el pelo, se ajustó la corbata, abrió. Vagamente entrevió a dos hombres.