XLIII
El Salón Magüenta —espacioso, de estilo más o menos egipcio y de coloración decididamente ocre— ese martes a la noche se hallaba casi vacío. Amplificadores amarillos, atados con alambre, difundían una música por momentos dulces, por momentos ansiosa, que se repetía en obstinadas variaciones. En la enorme pista bailaba una sola pareja; el resto de la concurrencia, tres o cuatro personas, estaba diseminada por las mesitas. Cuando llegó al bar, Vidal sabía que Nélida no se encontraba en el salón. El hombre del bar conversaba con un gordo, que posiblemente fuera empleado de la casa o tal vez el patrón. Siguieron esos dos la charla, sin advertir la llegada ni la actitud expectante de Vidal. «Hay gente así, de mentalidad poco ágil, que sólo nota lo que tiene delante, como si llevara anteojeras», pensó Vidal y sintió un impulso de cólera, pero recordó que no podía permitirse tales lujos: para dar con Nélida iba a necesitar la buena voluntad de todos. Por de pronto de los dos, que ahí seguían hablando, imperturbablemente.
—Y con el conjunto La Tradición, ¿arreglaste algo?
—Como te dije.
—¿No chillaron?
—¿Por qué van a chillar los mequetrefes? Deberían pagarnos para que los dejemos tocar. ¿Vos te das cuenta, como promoción, lo que significa?
—Pero mientras tanto, viejo, ¿de qué viven?
—Nosotros también tenemos que vivir, y por eso estamos acá, sudando con bandeja y clientes, y no meta guitarra, que al fin y al cabo es lo que a ellos les gusta.
Hubo un silencio, que Vidal aprovechó para preguntar:
—Señores, ¿aquí toca un trío que se llama Los porteñitos?
—El sábado, el domingo y los días de fiesta.
—¿Hoy no?
—Hoy no. Para estos náufragos —explicó el del bar y con un vago ademán señaló la sala— ¿no pretenderá que montemos una orquesta?
El gordo, ya dispuesto a olvidar a Vidal, comentó:
—A esos Porteñitos habría también que apretarles las clavijas. Los artistas, o lo que sean, no deben ganar demasiado. Por ellos mismos. Para que no se echen a perder.
—¿Ustedes no conocen —preguntó Vidal— a una muchacha que se llama Nélida?
—¿Cómo es?
—De estatura mediana y de cabello castaño.
—Igual a todas —comentó el del bar.
—Se llama Nélida —insistió Vidal.
—Yo conozco a una Nelly, pero es rubia —dijo el gordo—. Trabaja en la panadería.
El del bar protestó:
—¿Cómo supone, mi buen señor, que voy a fijarme en cada una y en todas las mujeres que pasan por aquí? Ya estaría tuberculoso. Créame, un elemento más bien parejo: morenas, de cabello negro. Todas de tierra adentro. La provincia en Buenos Aires.
Si no porfiaba, no la encontraría nunca. Fingiendo preocupación, pidió:
—Hagan memoria, señores. Apostaría que la conocen.
—No la ubico.
Insistió una vez más, articulando rápidamente, como si las palabras lo quemaran:
—Fue novia de un tal Martín, de Los Porteñitos.
—Martín —repitió ponderosamente el gordo—. Con ese tenés que hablar.
El del bar aseguró:
—Perdé cuidado. El mismo sábado.
—¿Dónde queda La Esquinita? —preguntó Vidal.
No lo escuchaban.
—Ahí nomás —concedió por fin el gordo.