XXXIV
Un hecho lo asombraba: Nélida no le había ocultado su buena disposición para el amor. «Igualmente me asombro de asombrarme», se dijo, «porque he vivido algunos años y, a esta altura, ya debería saber…». Sin duda pensaba que la chica le hacía un regalo. Tendido junto a ella, cara al techo, se abandonó al bienestar y por ocioso entretenimiento consideró la afirmación, muchas veces oída, de que todo el mundo se entristece después, lo que juzgó increíble, y recordó también el apuro por volver a casa, por salir al aire, que según confidencias acometía a los amigos. Llegó a la conclusión de que los hombres, habitualmente, no eran tan afortunados como él. Se volvió, la miró, con ganas de darle las gracias, de conversar. Nélida le preguntó:
—¿No vas a extrañar tu casa?
—Cómo se te ocurre.
—Uno extraña las costumbres.
—¿También la de cruzar el patio para ir al baño? Si vivís de esa manera, no necesitas un gran esfuerzo para seguir; pero ha de bastar un día de comodidad para que la vuelta al inquilinato sea imposible.
—Yo no tendría fuerzas para meterme de nuevo en la pieza con doña Dalmacia y las chiquilinas. Qué raro que nunca te hayas mudado.
—Una vez tenía unos pesos e iba a mudarme a un departamento. Mi señora se fue, me encontré solo con el chico y gracias a las vecinas, que lo cuidaban cuando yo no estaba, no perdí el trabajo. Todo tiene sus compensaciones…
Cuando dijo esa frase creyó notar que la mirada de Nélida se volvía vaga. Alarmado se preguntó: «¿La aburriré? Es joven, está acostumbrada a gente joven y yo desde hace años no hablo sino con viejos».
—¿Y no compraste el departamento? —preguntó Nélida.
—Entonces no los comprabas, los alquilabas. Fue un sueño que no se cumplió. Como el de ser profesor. Hubo una época en que yo quería ser profesor. ¿Cuesta creerlo, no es verdad?
Nélida parecía halagada porque alguna vez él hubiera tenido esa aspiración. Mientras alternaban recuerdos, Vidal notó que para referirse a hechos ocurridos dos o tres años antes, Nélida decía invariablemente «hace mucho tiempo». De pronto se acordó de la conversación con el novio, que le preocupaba, y preguntó:
—A tu novio, ¿ya le dijiste?
—No, todavía no. Tengo que hablarle.
Vidal pensó que él daría cualquier cosa para que esa entrevista ya hubiera quedado en el pasado. Dijo:
—Te acompaño, si querés.
—Mira, no es necesario —contestó Nélida—. Martín no es mal tipo.
—¿Martín? ¿Qué Martín?
—Mi novio. De mi parte sería antipático decirle esas cosas no estando solos.
—¿Dónde lo vas a ver?
—Según la hora… Antes de las cinco de la tarde, en el taller mecánico. Después tendría que buscarlo en uno de esos lugares donde trabaja. ¿Te dije que integra el trío Los porteñitos?
—Sí, ya me dijiste. Mejor que vayas al taller. No me gusta que andes por cafetines y menos de noche.
—Toca en La esquinita de Thames, y en un sótano, el cuchitril ese que se llama FOB, y en el Salón Magüenta, de Güemes. Ya vengo, voy un minuto a la cocina. ¿No tenés hambre?
Vidal siguió en cama, boca arriba, suficientemente cansado para no acompañarla, para no cambiar de postura. «Este cansancio es muy distinto de otros, que uno confunde con tristeza. Reconfortante, como un diploma en la pared». Lástima que estuviera pendiente esa conversación de Nélida con su exnovio; no tenía nada contra el individuo, pero lamentaba que por su culpa Nélida debiera ir a La esquinita o al Salón Magüenta, para no decir nada del sótano con nombre extranjero. Más le valía distraerse con recuerdos de aquel departamento que estuvo por alquilar: habría vivido en el Once, hoy serían otros sus amigos (con excepción de Jimi, que había conocido en el colegio) y no habría encontrado a Nélida. En ese cuarto, con ella ahí nomás, parecía increíble que por las calles de Buenos Aires anduviera la gente a balazos… Fantaseando se dijo que sería curioso que la guerra estuviera circunscripta al barrio que rodea la plaza Las Heras y que fuese la maquinación de un solo matón, el señor Bogliolo, dirigida contra una sola víctima, Isidro o Isidoro Vidal.
—Vení a comer —llamó Nélida.
Sobre la mesa había una fuente de ravioles.
—Qué hambre —exclamó.
—No sé si te gustan.
Vidal la tranquilizó: Los ravioles evocaban imágenes de épocas felices, de los domingos, cuando era chico, y de su madre.
—Créeme —pidió con efusiva sinceridad—. Estos son mejores que los del recuerdo. Yo pensé que nadie iba a superarlos.
Bebieron vino tinto; comieron milanesas y papas. Cuando llegó el arroz con leche, Nélida dijo:
—Si no te gusta, perdóname. Todavía no conozco tus gustos.
La abrazó por haber dicho todavía. Agradeció la palabra, como promesa de un largo futuro para ellos dos. Después calló; se preguntó qué podría agregar, de qué podría hablar, para no aburrirla. Bebió otro vaso de vino y, cuando Nélida se levantó para preparar el café, de nuevo empezó a besarla.