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Al desembocar en la calle Lafinur exclamó: «No puede ser». Pocos pasos después admitió: «Sin embargo, no hay otro por acá». Desde luego, las vacilaciones de la noche anterior se volvían comprensibles: el pobre Rey no se resolvía a comunicarle su propósito de comprar un hotel de citas. Ahora él mismo vacilaba. «Confesemos», dijo, «que entrar sin una compañera resulta incómodo». Rey apareció en la puerta del hotel, con una gran sonrisa, y lo llamó por señas. ¿Cuántos años tendría que vivir el hombre para dejar atrás todas las vergüenzas injustificadas, para madurar, completamente? Había mirado en derredor, esperanzado quizá de entrar sin que nadie lo viera, sobre todo por la circunstancia agravante de que el pesado de Rey llamaba la atención con sus gestos. En seguida Rey lo abrazó, muy contento y hasta nervioso. Desde luego no existía motivo alguno para que un observador casual imaginara disparates. Infinidad de razones podían llevar ahí a un par de señores como ellos. Por ejemplo, la de visitar el hotel, con intención de comprarlo. Como tantas veces, la verdad parecía increíble.
Rey lo condujo por un corredor, que daba al patio, golpeó con prudentes nudillos en una puerta, la abrió sin esperar que le contestaran y se hizo a un lado, para que Vidal entrara primero. Tras una brevísima duda, este lo obedeció. Había perdido el aplomo, como en una situación de sueño, de modo que se alegró de encontrarse frente a ese gordo pálido, el patrón indudablemente, en un escritorio, con una mesa y tacitas de café. Rey presentó:
—Mi amigo Vidal. Mi paisano Jesús Vilaseco.
—Otro pocillo, Paco —vociferó el patrón—. Bien calibrado y caliente el café. —Bajó la voz, para preguntar en un gemido—: ¿Hay domésticos peores que los de hoteles como este? Si lo sacas a Paco de las camas, ¿para qué sirve? Para traer frío el café, tibio el refresco.
Apareció el individuo con la tacita: un pelafustán pálido como su amo, pero más joven e infinitamente desaseado. Anunció:
—Don Jesús, en el dieciocho nos dejaron de nuevo una pared que da grima.
—¿Fue el de Angélica, Paco?
—Qué va. Si a ese tío le echo el guante…
—Más café, Paco, y por una vez calentito.
—¿Quién es el de Angélica? —preguntó Rey.
—Un mentecato que invariablemente escribe en la pared: Angélica, siempre te busco.
Vidal pensó: «Un abandonado. La llama con amor, pero sin ilusiones». Intercedió:
—Pobre hombre…
—¿Pobre hombre? —repitió el patrón—. Por angelitos como ese un día te clausuran el local.
—¿No cuente? —ponderó Rey.
—Tarde o temprano se cruza con la fulana, que si viene aquí no anda sola, y te la despacha como a un conejo. Desde el llano ustedes piensan que uno se da una vida regalada, que esto es un Perú.
Socarronamente Rey lo interrumpió:
—No te quejes. Fuera de las funerarias, ¿qué ramo cobra contante y sonante, como el tuyo?
—¿Nos comparas? A ellos, ¿quién los molesta? Di que se requiere un estómago…
Vidal pensó que en esa conversación estaban invertidos los papeles. El comprador elogiaba la mercancía, el vendedor la denigraba. ¿Se habían distraído? Rey interpeló a su paisano:
—¿Qué sabrás tú de mis guerras para cobrar a fin de mes una libreta? Sin contar el fiado y el robo hormiga.
—Y tú, ¿qué sabes de sobresaltos? Al inspector, que arreglas con un pan dulce, no lo conformo con la entrada bruta de un sábado, para no decir nada de las visitas de la Comisión del Honorable Concejo ni de los tipejos del patrullero. ¿Te cuento a quién envidio? A don Eladio, que se pasó de la flota de taxis a la red de garages y a la carne en tránsito. ¿Para cuándo el cafecito, Paco?
Hablaron largo y tendido sobre don Eladio. Vidal se dijo que estos hombres de negocios, como si no tuvieran nada que hacer, no mostraban apuro; en cambio él, un desocupado, no podía perder el tiempo de esa manera. Tal vez para seguir ahí sentado encontraría aliciente en un espectáculo que parecía inevitable: las evoluciones de esos dos, a partir de la posición que habían tomado, para llegar a sus respectivas metas de cobrar más y de pagar menos. En verdad, estaba furioso de impaciencia. Entró Paco y, poniendo la cafetera sobre la mesa, dijo:
—Si no está caliente, la culpa es de los que llegan. Cada triqui traca, el timbre.
—Y tú todavía te quejas —comentó Rey.
—¿No he de quejarme, Leandro? Sólo pido un café calentito.
Se entreabrió la puerta y una voz femenina preguntó:
—¿Se puede?
Acudió Paco a ver quién llamaba.
—¿Es Tuna? —dijo— ¿Cómo te va?
—¿Qué tal? —dijo el patrón.
—Por fin llegaste —dijo Rey, mirando de soslayo el reloj.
Era una muchacha cobriza, de baja estatura, de fuerte pelo negro, de frente muy estrecha, de ojos chicos y duros, de pómulos prominentes, vestida con ropa nueva, humilde. Estaba resfriada.
—¿Un café, Tuna? —preguntó el patrón—. A lo mejor se esmera Paco y lo trae caliente.
—Gracias, no tengo tiempo.
Rey preguntó con alarma:
—¿No tienes tiempo?
—Pero sí, che. Digo nomás que no me sobra.
Vidal se había levantado de la silla; como no los presentaron, saludó con una inclinación de cabeza.
—Bueno, si te parece, vamos pasando —sugirió el patrón.
Tuna extrajo de la cartera un pañuelo de papel, lo desplegó con pulcritud, sonó abundantemente la nariz. Vidal observó que cerraba la mano sobre el bollo de papel mojado y que el esmalte de las uñas era rojo oscuro. Se preguntó por qué estaba ahí la muchacha. ¿Era la intermediaria? No lo parecía.
—Te seguimos —dijo Rey.
Vidal fue el último en salir. Las piezas, con su interminable fila de puertas de color verde nilo, daban a un alero; a la derecha, bajo un parral, corría un pasaje para automóviles, clausurado. El patrón empuñó el picaporte de la primera puerta.
—No, don Jesús, que hay gente —previno Paco.
—Todas las piezas son iguales —declaró el patrón y abrió la segunda.
Entraron Tuna y Rey, el patrón hizo pasar a Vidal, se retiró y cerró. En el cuarto había una espaciosa cama, dos mesas de luz, dos sillas, grandes espejos. Vidal se dijo: «Caí en una trampa». En seguida recapacitó que esa idea era absurda. ¿Hasta cuándo él, un hombre ya cansado, sería íntimamente un chico? Peor: un chico tímido. Para más de una situación imprevista, hasta el fin de sus días… Advirtió entonces que Rey besaba mimosamente las manos de la muchacha.
—O te portas bien o me voy —amenazó Tuna—. Ya te dije que no quiero perder tiempo.
—Seremos formales —afirmó Rey, con resignación.
Le señaló a Vidal una silla y se sentó en el borde de la cama. Ahí, sentado como un niño juicioso, resultaba muy grande y muy gordo.
Distraídamente Vidal leyó las inscripciones en la pared: Adriana y Martín, Rubén y Celia, Recuerdo de un corazón entrerriano, Pilar y Rubén.
Tuna padecía un copioso resfrío de nariz. La sonaba con sucesivos pañuelos de papel, que sacaba de la cartera y, ya usados, acumulaba sobre la silla libre. Solícito Rey le insinuó:
—Si temes que te haga daño…
—Si me hiciera mal desnudarme —aseguró Tuna— estaría tuberculosa.
A medida que se quitaba la ropa, la ponía ordenadamente en el respaldo de la silla. Desnuda, caminó por el cuarto, con inesperada cortedad esbozó pasos de baile, levantó extáticamente los brazos, giró sobre sí misma. Vidal notó que la piel, desde los senos hasta el bajo vientre, era grisácea y que junto al ombligo tenía un lunar negro. La muchacha se acercó a Rey, para que la besara. Después habló. Sorprendido, Vidal comprendió que le habló. Tuna le decía:
—¿Vos tampoco vas a hacer nada?
Se apresuró a contestar:
—No, no, gracias.
En ese momento entrevió la posibilidad de sentir luego disgusto, acaso enojo. Rey alegaba entre risotadas:
—Por mí no tengas empacho… Es pan comido la Tuna.
Tal vez quisiera mostrarse dueño de la situación. Vidal se disponía a replicar secamente, cuando la muchacha le dijo en tono triste:
—Si no vas a hacer nada, te pido que aceptes un recuerdo.
Sacó de la cartera otro pañuelo de papel, lo apretó contra la boca y, debajo del dibujo estampado, torpemente escribió con el lápiz de labios: De la Negra.
—Gracias —dijo Vidal.
—¿Te llaman la Negra? —preguntó Rey, con ansiedad—. A mí no me dijiste que te llamaban la Negra.
Se vistió la mujer, pidió su paga, se trabó con Rey en acre debate sobre el monto. Vidal recordó que Rey llamaba la hora de la verdad el momento de entregar el dinero. Al despedirse, Tuna y Rey ya no estaban peleados. Afectuosos, como cualquier sobrina y cualquier tío, se besaron en la mejilla.
Cuando los hombres quedaron solos, Rey comentó:
—No está mal la chicuela. Dispongo de otras iguales o parecidas, un enjambre de ellas, en constante contacto telefónico… ¿Te digo cómo la descubrí? En la sección Servicio Doméstico, un aviso clasificado tanto machacaba sobre la buena presencia, que llamó poderosamente mi atención. No son malas chicas, vinculadas eso sí a una caterva de muchachones, que no es de fiar.
Se despidieron del patrón y salieron a la calle. Quién sabe porqué Vidal sintió piedad por su amigo. Quería hablarle, para no parecer enojado, pero sin que se le ocurriera un tema de conversación, caminaron buen trecho. Cuando pasaron frente a la casa en demolición, ponderó:
—Con qué rapidez la destruyen.
—Aquí sólo para destruir somos rápidos —afirmó Rey.
Vidal miró la demolición. Ahora quedaba a la intemperie el empapelado de lo que sin duda fue el dormitorio, con un cuadrado descolorido, donde debió de colgar un retrato, y también se descubrían las intimidades del cuarto de baño. Frente a la panadería, recordó la manera en que la noche anterior se había librado de Rey, y, como basta un antecedente para establecer una costumbre, sin premeditación dijo:
—Me esperan. Te dejo.
Se alejó con paso apresurado. Cuando se volvió, sus ojos encontraron la misma imagen de la noche anterior: la carnosa cara de Rey, que abría la boca.