XXVII
Como se vio ante una lluvia copiosa, miró interrogativamente a su consejero del mostrador. Este, que sin duda esperaba la mirada, con un breve y hosco movimiento de cabeza indicó la calle. Caminó Vidal hasta Dorrego; si no se apartaba de las casas, apenas mojaba un hombro. En tres o cuatro ocasiones agitó la mano para llamar taxímetros; ninguno se detuvo. Ya descendía la escalera del subterráneo, cuando previó que allí alguien podía ceder a la tentación de empujarlo bajo un tren. Confuso por el cansancio y la debilidad, agregó: «Y lo que es peor, me deja lejos». De nuevo a la intemperie, comprobó que agua y sudor, por afuera y por adentro, le empapaban la ropa. «Felizmente no soy viejo todavía», recapacitó. «Más de uno, por menos que esto, contrae pulmonía doble o bronquitis crónica». Ensayó una carraspera. Aunque el 93 lo dejaba cerca de su casa, no se atrevió a subir al ómnibus, pues reputó probable que entre tanta gente viajara algún agresor. Mientras consideraba que la única alternativa restante fuera acaso la inconcebible de emprender a pie ese trayecto de prodigiosa longitud, cesó la lluvia. Vidal interpretó el hecho como una indicación del destino y acometió la desaforada marcha. Había perdido la cuenta de las horas que llevaba sin comer ni dormir.
En una avenida, si lo atacaban, probablemente encontraría defensores; pero también estaba más expuesto que en una calle solitaria donde todo era visible desde lejos… Al desembocar en Bonpland notó que soplaba el viento del mar y que había refrescado. Pensó: «Un destino de viejo idiota: después de sortear los peligros, morir de enfriamiento». Cuando llegó a Soler divisó a un grupo de muchachos; aunque tal vez fuera inofensivo, para evitarlo dio un largo rodeo y cruzó las vías por Paraguay, por el paso a nivel de las bodegas. Bastó algún adoquín desparejo para que tropezara y cayera. Quedó inmóvil en el suelo, trémulo, exhausto. Cuando se incorporó creyó que olvidaba algo muy importante que segundos antes había recordado. Pensó: «Casi me duermo, qué vergüenza». Prosiguió el camino y en la plaza Güemes consiguió por fin un taxímetro: un coche viejo, manejado por un hombre viejo. Este escuchó atentamente la dirección, bajó la bandera y dijo:
—Hace bien, señor. Pasada cierta edad, no hay que subir a taxímetros de jóvenes.
—¿Por qué? —preguntó Vidal.
—¿No se ha enterado, señor? Por deporte roban viejos y después los tiran por ahí.
Vidal estaba casi recostado en el asiento. Se enderezó y acercándose al hombre, comentó:
—Que no vengan a decirnos que detrás de esta guerra hay una gran necesidad científica. Lo que hay es mucha compadrada.
—Dice bien, señor. El criollo es compadre. La muchachada hace de cuenta que sale a cazar peludos y nos caza a nosotros.
—Y uno vive en la inseguridad. Lo peor es temer siempre una sorpresa.
—A eso voy —convino el conductor—. Supóngase que realmente sobre el viejo inútil. ¿Por qué no lo llevan a un lugar como la gente y lo exterminan por métodos modernos?
—¿No será peor el remedio que la enfermedad? —preguntó Vidal—. Yo le digo por el abuso.
—Ahí me la ganó —admitió el hombre—. El gobierno es muy abusador. Si no fíjese en los teléfonos.
Vidal pagó y bajó. Tal vez nunca había estado más cansado. En ese momento se acordó de los amigos. Con tal de que ninguno hubiera recibido una pedrada como la que ensangrentó al señor de las manos grandes. Ocupado primero en escapar, después en volver a la querencia, los había olvidado por completo. Conmovido recordó: «Por un completo, como diría el pobre Néstor». ¿Le quedaban fuerzas para ir ahora hasta la casa de Dante o hasta la panadería? «Arévalo es un bicho bastante raro y nadie, que yo sepa, ha entrado en su casa, ni siquiera Jimi, que es un curioso». Explicó esto último al auditorio que lo escuchaba en el sueño.