XXXVI

Sentado a la cabecera, con una hija de cada lado y otra enfrente, Leandro Rey concluía de comer y ofreció a los amigos la hospitalidad de su mesa. Vidal aceptó un cafecito; Dante, nada: el café le provocaba insomnio y toda bebida alcohólica, acidez. Preguntó Vidal:

—¿Soltaron a Jimi?

—En efecto —respondió Rey— pero aguarda. —Con voz autoritaria se dirigió a las hijas—: Limpiar esto de migas y dejarnos. Hemos de hablar entre hombres.

Las mujeres lo miraron con furia, pero obedecieron.

—La flauta —ponderó Dante, cuando estuvieron solos—. Y yo que me había formado el concepto de que eran tus hijas las que mandaban.

Rey contestó:

—Antes las dejaba hacer, pero ahora no levantan cabeza. Bueno fuera.

—En circunstancias como las actuales —insinuó Dante— ¿no resultaría más prudente seguir una política, llamémosla, de colaboracionismo?

Por toda respuesta Rey bramó. Vidal reiteró la pregunta:

—Entonces, ¿lo soltaron a Jimi?

—En la mañana de hoy regresó a la casa.

—Vamos a verlo.

—Por ahora, no. Yo no he de ir.

—¿Por qué?

—Hombre, por casi nada. Corre cierto rumor feo, auténticamente feo.

—¿Qué puede haber hecho para que no quieras verlo? Además che, qué importa. Acordate que Jimi es nuestro amigo.

—Arévalo también lo es —declaró Rey, solemnemente—. O lo era.

—¿Qué ha pasado?

—Parece que Jimi, para que lo soltaran, dijo a sus captores que Arévalo se juntaba con una menor, e indicó lugar y hora para sorprenderles. Jimi está en su casa y Arévalo en el Hospital Fernández. Como oyes.

—¿De dónde sacás todo eso?

—Antes de la cena, cuando estaba por cerrar, apareció en la panadería tu vecino Faber, que habló con Bogliolo. A este último el sobrino le refirió el asunto con pelos y señales.

—¿Y qué pasó?

—Nada. Si viene tan tarde no hay pan. Le dije que sólo quedaban caseritos.

—¿Qué le pasó a Arévalo?

—Hace tiempo que andaba con esa menor —acotó Dante. Vidal lo miró, desconcertado. Comentó:

—Siempre soy el último en enterarme. —Después dijo—: Con razón lo notaba limpio y hasta paquete. Ni siquiera tenía caspa.

—Una cáfila de cabrones le aguardaba a la salida del hotel Nilo —contó Rey—. La chiquilla se puso a gritar, desgañitada: ¡Me gustan los viejos! ¡Me gustan los viejos!

—Una provocación. A esa yo le pego cuatro balazos —declaró Dante, con ferocidad—. Es la única responsable.

—Qué va a ser —opinó Vidal.

—Dante, no digas pamplinas. Por fin oímos de una muchacha leal, dispuesta a morir por sus convicciones, y tú refunfuñas.

—Yo le saco el sombrero —dijo Vidal—. ¿Qué le hicieron a Arévalo?

—Le dejaron por muerto. Les propongo que pasemos por el Fernández y tratemos de averiguar cómo sigue.

—Chiquilina comprometedora —murmuró Dante.

—El tiempo no me sobra —previno Vidal—. Si vamos yendo, ¿qué les parece?

Ni bien dicha, la frase le pareció extremadamente mezquina. Desde luego para él nada era más importante que su obligación con Nélida, ¿cómo hacerla valer en ese momento? Los amigos lo hubieran felicitado, hubieran envidiado su buena suerte, pero no hubieran aprobado que la tomara demasiado en serio, que la equiparara con un amigo de toda la vida.

Dante explicó:

—A mí me acompañan hasta casita. La verdad es que yo preferiría. No me hace ninguna gracia andar por las calles, de noche, en esta época. Lo digo en serio.