XL

—¿Me hace el obsequio? —preguntó Cadelago.

Mientras lo seguía por el pasillo, Vidal comentó:

—Arévalo me decía, doctor, que usted le dijo que esta guerra es un fenómeno que se acaba.

—Créame —respondió el médico, sacudiendo tristemente la cabeza—: el servicio de psiquiatría no da abasto para atender a los jóvenes. Todos acuden por el mismo problema: aprehensión de tocar a los viejos. Una verdadera repulsa.

—¿Asco? Me parece natural.

—La mano se niega, señor. Hay un nuevo hecho irrefutable: la identificación de los jóvenes con los viejos. A través de esta guerra entendieron de una manera íntima, dolorosa, que todo viejo es el futuro de algún joven ¡De ellos mismos, tal vez! Otro hecho curioso: invariablemente el joven elabora la siguiente fantasía; matar a un viejo equivale a suicidarse.

—¿No será más bien que la miseria y la fealdad de la víctima vuelven desagradable el crimen?

Pensó: «¿Por qué me intereso? ¿Qué me importa una conversación con un idiota? Me importa la chica que me está esperando».

—Todo niño normal —explicó el doctor, con expresión de júbilo— en algún momento de su desarrollo sale a despanzurrar gatos. ¡Yo también lo hice! Después borramos de nuestra memoria estos juguetes, los eliminamos, los excretamos. La guerra actual pasará sin dejar recuerdo.

Llegaron a un cuartito. Vidal se preguntó: «¿Para no contrariar a este monigote condeno a Nélida a esperarme ansiosamente?» Se calumniaba; no estaba ahí por temor de contrariar a nadie, sino por la posibilidad de ser útil a su amigo Arévalo. ¿O en realidad había venido porque Rey insistió y ahora daba la sangre porque el médico la pedía? Para todo podía uno encontrar infinidad de explicaciones, como lo demostraba la doctora de Isidorito.

—Después, ¿me retiro, doctor?

—No hay el menor inconveniente. Tras un compás de espera. Me descansa unos minutitos, perfectamente cómodo, en la camilla. ¿Quién nos corre?

—Me están esperando, doctor.

—Felicitaciones. No todos pueden decir lo mismo.

—Unos minutos, doctor, ¿cuántos?

—La mujer y el niño no contienen la impaciencia, pero los hombres hemos aprendido a esperar. Aunque no haya absolutamente nada al cabo de la espera, esperamos.

—La flauta —dijo Vidal.

—Perfecto —aseguró el médico—. Un simple pinchazo. A ver, no me mueva el bracito. Se me toma después un buen café con leche, un jugo de frutas y queda como nuevo. Hay que reponer líquidos.

Vidal pensó: «No dudo de que Nélida está en la calle Guatemala, pero ¿si ni siquiera ha vuelto?».

Por intolerable, descartó la idea.

—¿Listo? —preguntó Vidal.

—Ahora me cierra los ojos y me descansa hasta que le avise —contestó Cadelago.

¿Por qué no mandaba al diablo a este individuo y se iba en el acto? Estaba cansado, un poco vencido y no se resolvía a rechazar postergaciones que se presentaban, una tras otra, como últimas y muy breves. De esa manera, la visita al hospital se había prolongado, se había convertido en una pesadilla, con inagotables reservas y refinamientos de angustia. Que por fin durmió y soñó parece evidente, pues creyó ver a un grupo de jóvenes —reconoció entre ellos a matadores del diarero— que en lo alto de una tarima formaban un tribunal sin duda amenazador, desde donde lo llamaban.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada —contestó en tono de aflicción el doctor Cadelago—. Le devuelvo su libertad.

Regresó a la sala, para despedirse de Arévalo.