XVII

Tras un instante de perplejidad, identificó a Eladio, el dueño del garage. El otro, que se mantenía algo rezagado, era un desconocido. Como si una vieja tradición de hospitalidad lo impulsara, Vidal preguntó:

—¿En qué los puedo servir, señores? Pasen, por favor. Pasen.

Eladio era un hombre de edad madura, más bien bajo, de rostro rasurado, de nariz mal centrada, de labios que manifestaban displicencia. Pronunciaba las eses como ese-haches, de una manera que sugería la acumulación de globitos de saliva entre los dientes. Contestó:

—No, gracias. Debemos volver junto a los amigos.

—No se queden en la puerta. Entren, por favor —insistió Vidal.

Los visitantes no entraron y él no se acordó de encender la luz. Creyó notar en la actitud de Eladio cierta reticencia que lo irritaba. Se preguntó qué hacía ahí el otro, el desconocido, quién era y por qué no se lo presentaban. El individuo se mantenía en la penumbra del patio. «Lo conozco o últimamente lo he visto en alguna parte», se dijo Vidal. No había duda de que Eladio estaba nervioso. Vidal pensó que si venían a molestarlo, por lo menos debían explicarle cuánto antes el motivo; lo habían despertado del sueño o de los recuerdos y ahora se comportaban en forma incomprensible. Iba a decirles de nuevo que pasaran, cuando vio que Eladio sonreía tímidamente. Tan inesperada le resultó esta sonrisa, que no pudo hablar. Le parecieron también inesperadas, por venir inmediatamente después de la sonrisa, las palabras que oyó:

—Ha pasado algo desagradable. No sé cómo decírselo —Eladio sonrió con humildad y repitió—: Que no sé cómo decírselo. Por eso vine con este mozo, un ladero, como dicen ustedes porque no sirvo para esto y no quise venir solo. Tan confuso estoy que ni siquiera le presenté a Paco. ¿Usted le conoce? Paco, el peón del hotel. No quiero pensar cómo se las arreglará el pobre Vilaseco, sin que nadie le ayude, para atender a su clientela. Ya me parece que le veo corriendo de una cama a otra.

—Mire, aunque sea desagradable, dígame qué pasó.

—Mataron a Néstor.

—No puede ser.

—Lo que oye. En la tribuna. Parece increíble.

—¿Dónde lo velan? —inquirió Vidal y se acordó de las burlas de Jimi, cuando él hizo, los otros días, la misma pregunta.

—No sé dónde le velarán, pero los amigos están en la casa, junto a la señora.

—¿Y el hijo?

—Ah, tanto no me pregunte. Andará por esos trámites de Dios, bueno, porque fue una muerte violenta. Quiero decirle, don Isidro, que me apena. Sé que ustedes eran grandes amigos. Yo le quería mucho a Néstor. Ahora nosotros nos vamos.

—Voy con ustedes. ¿Me esperan? Agarro el ponchito y salimos. No sé, me parece que ha vuelto el frío.

Cuando cerraba con llave la puerta oyó unas risas del lado del zaguán. Allí estaban Nélida, Antonia y Bogliolo, que repentinamente callaron. Frente a ellos inclinó apenas la cabeza, y pensó que las muchachas, aun Bogliolo, seguramente comprendían y respetaban su dolor. Ese probable respeto le infundía un sentimiento parecido al orgullo. En la calle se le ocurrió una pregunta perturbadora: ¿Qué tenía que hacer Nélida con Bogliolo? Pensó que su amigo estaba muerto y que él ya empezaba a olvidarlo. En realidad este reproche era injusto, porque en ese momento, la muerte de Néstor, como una fiebre, lo desdoblaba, alteraba las cosas al extremo que las amarillentas casas laterales lo agobiaban como el paredón de un presidio. Divisó a lo lejos tres o cuatro sucesivas hogueras, que ahondaban con su lumbre roja, cruzada de sombras, la perspectiva de la calle. Esa visión también lo acongojó. A modo de explicación, Eladio dijo:

—San Pedro y San Pablo. Chicuelos y mayores retozan en las fogatas.

—Qué ánimo —contestó Vidal—. Parecen demonios.