XXXV

Estiró confiadamente la mano, buscó el cuerpo de la muchacha, no lo encontró. El disgusto lo despertó del todo; miró a su izquierda, Nélida no estaba. Tuvo una corazonada horrible, saltó de la cama, recorrió los cuartos, abrió la puerta que daba al patio.

—¡Nélida! ¡Nélida! —gritó.

La muchacha había desaparecido de la casa. Angustiado, demasiado angustiado (a lo mejor no había motivo) trató de entender. Súbitamente recordó. Nélida se había reclinado sobre él —ahora le parecía verla— y había hablado. Una a una volvían las frases. Nélida le había dicho:

—Voy a aclarar todo con Martín. No salgas y no le abras a nadie. Esperame. No voy a tardar. Esperame.

Aunque estaba casi dormido había comprendido perfectamente esas palabras; lo habían angustiado, lo habían enojado (¡la familiaridad de llamar por el nombre al individuo!), pero como si de pronto le cayera encima todo el cansancio de las interminables vigilias, de la caminata desde la Chacarita, de la mala noche en el altillo, de los muchos amores, había quedado inmóvil, incapaz de protestar y de moverse. Dijo: «Como un imbécil dejé que se fuera. Ahora estoy aquí, enjaulado». Nélida prometió (acaso en el tono que emplean los médicos para infundir confianza en el enfermo). «No voy a tardar», pero como él ignoraba cuándo se había ido, no descartaba la posibilidad de que lo hubiera hecho pocos minutos antes y que, a pesar de los buenos deseos, tardara quién sabe cuánto. Con lentitud se vistió. Para pasar el tiempo fue a la cocina, a preparar unos mates. Mientras buscaba los fósforos y la yerba se preguntó si realmente el futuro le reservaba una vida con Nélida en esa casa. Cuidadosamente cebó y tomó un primer mate; después, con alguna precipitación, cuatro o cinco. Recordó a Jimi y se dijo que desde hacía mucho no averiguaba si había novedades. Para seguir esperando necesitaba un continuo esfuerzo de voluntad; que Nélida volviera le parecía increíble, por lo menos si no se distraía de esperarla. Ya había recurrido a los mates y no tenía ahora paciencia para esperar, ni para inventar otras ocupaciones. Desde luego, si iba hasta casa de Jimi, se desentendería de esperarla y, si la mala suerte no se encarnizaba contra él, a la vuelta encontraría a Nélida. Convendría, sin embargo, dejar pasar unos minutos para darle todavía ocasión de volver. Lo mejor sería que la vuelta de la muchacha se produjera mientras él no se hubiera ido, porque se excluían así muchos riesgos, en los que más valía no pensar. Es claro que frecuentemente renuncia uno a lo que desea y se aviene a lo que puede. Lo que él no podía, se explicó a sí mismo, era seguir ahí, sin hacer nada, cavilando. Echó el poncho sobre los hombros, apagó la luz, a tientas empuñó el picaporte, pasó al vestíbulo y cerró con llave la puerta. Sin prisa bajó la escalera de hierro. Se dijo: «Llegó el momento. Me voy». Aunque tenía ganas de volverse, prosiguió su camino por el estrecho corredor. «Esta gente no disimula su curiosidad», pensó, porque lo miraban desde las puertas. «¿Cómo no dejé un papelito, con la indicación Voy hasta lo de Jimi y vuelvo?» Con imprevisto resentimiento se dijo: «Así aprenderá». No sabía si este arranque de celos era genuino, si no sería un pretexto para no volver a la casa vacía, donde había estado esperando. No se dejaría llevar por los nervios, como una mujer histérica. Jimi decía que todas las cosas malas pasan porque la gente no domina sus nervios. Para dominarlos, caminó con extrema lentitud. Pensó: «Le doy nuevas oportunidades de volver, que de puro terca no aprovecha». Estuvo un rato en la puerta de calle, indeciso, mirando hacia un lado y otro, menos atento al riesgo de que hubiera muchachones ocultos en la penumbra de los árboles, que a una increíble reaparición de la ausente. Se preguntó si la manera más directa de salir de su estúpida agitación no sería buscar a la muchacha en los cafetines donde guitarreaba el tipo ese, el tal Martín. No debía, sin embargo, excluir una posibilidad desagradable: que su llegada la contrariara, que lo viera como a un desorbitado o como a un desconfiado. Empezaría entonces a perder el amor de Nélida: desgracia desde luego inevitable, porque resultaba absurdo que lo quisiera una muchacha tan linda y tan joven. Con esa llegada intempestiva la desengañaría de la equivocación o el capricho de quererlo. Quizá ahí mismo le diría que se fuera, que ella se quedaba con Martín (desde que sabía el nombre, lo aborrecía). Imaginó la situación: su retirada bochornosa, entre la mofa de los parroquianos, mientras en el fondo del local la pareja se abrazaba; escena de final de película, con el castigo del villano (es decir, el viejo), la lógica reunión de los jóvenes, los enfáticos acordes de la orquesta y el aplauso del público. Por Salguero bordeó la plaza Güemes y comentó en voz alta: «La manía de tomar siempre las mismas calles. Me dijeron que en otro tiempo aquí estaba la laguna de Guadalupe». Entre Arenales y Juncal se preguntó: «¿He olvidado a Nélida?». Hasta ese momento quiso olvidarla, porque sentía que su atención expectante le cerraba a la muchacha el camino de vuelta; ahora se arrepentía del olvido, como de un abandono. «¿No le habrá pasado nada? Aquí se levantaba la penitenciaría». La inconsecuencia de sus pensamientos dejaba ver que estaba un poco desesperado. Tuvo ganas de hablar con Dante, que vivía ahí cerca, por French. «Reconozco», se dijo, «que el pobre Dante no es muy divertido». Desde los últimos sucesos era el afecto, más que la costumbre, lo que unía a cada uno con el grupo. Es verdad que en ocasiones miraba a sus amigos con aprehensión, o poco menos, como si fueran adictos a un vicio, la vejez, del que lo salvaba el amor de la muchacha; pero no sabía si contaba con ella. Lo más prudente, como táctica supersticiosa, era darla por perdida. Habría así alguna esperanza de recuperarla, porque si estaba demasiado seguro recibiría su castigo y no volvería a verla. «Y ahora», se dijo en tono de conformidad irónica, «veré en cambio a Dante». Este vivía en la última casa baja que había quedado en la cuadra, una suerte de sepulcro entre dos edificios altos. No fue a él, sin embargo, a quien primero vio, pues le abrió la puerta «la señora». Así la llamaba Dante, sin que nadie supiera con exactitud si era su criada o su mujer, aunque probablemente cumpliera ambas funciones. Envuelta en telas negras y sueltas, lo escrutaba con ese recelo de animal espantado, que por aquellos tiempos la aparición de todo joven suscitaba en la gente mayor. Vidal comentó: «Por lo visto hay quien no me considera viejo». La piel de la mujer, de tono rojizo, estaba recubierta de pelos negros; también negra era la cabellera, salpicada de mechas grises. En cuanto a las facciones, los años las habían sin duda abultado, de modo que se presentaban, como en otros ancianos, toscas y prominentes. Vidal se preguntó si «esta bruja» habría sido o sería aún (ya que en la intimidad de los hogares ocurren cosas inimaginables) la concubina de su amigo. «Un cuadro tan repulsivo, que lo mejor es desearles una pronta muerte. Es claro que si me toca a mí llegar a esa edad y gozar de tan buen ánimo, por delicadeza no voy a rechazar a ninguna mujer. Todo lo que me pruebe que todavía estoy en la vida, en ese momento se volverá precioso». Como le cerraban la puerta gritó:

—Soy Isidoro Vidal. Dígale al señor Dante que está Isidro.

Haciendo a un lado a la señora, apareció Dante.

—Aquí me tenés —anunció.

Sonreía satisfecho. Vidal lo encontró de tan mal color —una palidez amarillenta y verdosa— que se preguntó si le parecería más viejo por oposición a la juventud de Nélida. Le preguntó:

—¿Cómo estás?

—Perfecto. Por de pronto, hay una buena noticia: Jimi apareció.

—¿Estás seguro?

—Rey me lo dijo por teléfono, hará cosa de media hora.

—¿Y está bien?

—Perfecto. Estoy hecho un pibe. Mejor que nunca.

—Te pregunto si Jimi está bien. ¿Vamos a verlo?

—Rey me dijo que no fuera sin antes pasar por la panadería. Quiere decirme algo tan grave que tiene que hacerlo personalmente. Con las barbaridades que están sucediendo, no me animaba a largarme solo, pero si querés vamos juntos.

—Vamos a lo de Jimi.

—No, che. Rey me pidió con la mayor formalidad que no vaya sin pasar antes por la panadería.

—Lo malo es que no me sobra el tiempo y tengo ganas de ver también a Jimi —dijo Vidal.

—Yo quiero volver en seguida. Con poco oído y poca vista, de noche me agarran como quieren. No creas que tengo ganas de morir. Así que hacés de cuenta que yo vuelvo a casita cuanto antes.