CAPÍTULO 88

 

 

 

 

 

Exhalo el aire que he estado conteniendo en los pulmones. Creo que ha llegado la hora de contarle la verdad.

—Desde niño sufres… sufrías un trastorno emocional. —Darrell me mira con suma atención—. Una enfermedad…

—¿Una enfermedad? —repite extrañado.

—Sí, alexitimia —digo—. Una enfermedad que te impedía sentir amor, cariño o afecto. Ni siquiera eras capaz de sentir odio. —Mientras Darrell procesa la información que le estoy dando, continúo—. No eras capaz de empatizar con la gente porque no sabías identificar ni expresar las emociones, ni las tuyas ni las de los que te rodeaban.

—Entiendo —murmura Darrell.

Rueda los ojos de un lado a otro, visiblemente desconcertado.

—De ahí los contratos —apunto.

—Es tan descabellado… —comenta.

—Puede que tu proposición fuera descabella, Darrell, pero no nos engañabas —le explico—. Nos decías claramente lo que podíamos esperar de ti y lo que no. —Darrell abre la boca para decir algo, pero me adelanto—. No nos ponías una pistola en el pecho para que aceptáramos. Nosotras podías elegir, podíamos decir que sí o podíamos decir que no. Como tú mismo decías, nos ofrecías un acuerdo sincero, pese a lo que pueda parecer.

—Sigue siendo descabellado —insiste—. Multimillonario alquila habitación a mujeres para satisfacer sus necesidades sexuales —se mofa.

—Darrell, por favor, no es…

—No sé qué pensar —me corta—. Necesito… —Se pasa la mano por la frente. Está indeciso, confuso y a ratos frustrado—. Necesito…

Se gira y enfila los pasos hacia la puerta. La abre y sale del despacho.

—Darrell…

Lo llamo, pero no me hace caso. El eco de sus pasos contra el suelo se pierde por el pasillo hasta que finalmente se apaga. Le dejo ir porque sé que necesita estar solo.

Me quedo sola en el despacho, sumergida en un silencio tan denso que por momentos amenaza con volverme loca. Esto va de mal en peor. Darrell tiene que enfrentarse ahora a su propio yo, al fantasma de lo que fue y no estoy completamente segura de que vaya a superarlo.

¡Maldita sea! ¿Por qué ha tenido que encontrar la carpeta de los contratos?

—La carpeta… —musito en un hilo de voz, dirigiendo mi mirada hacia la mesa.

Durante unos segundos observo sus solapas de piel verde oscuro como si fuera una bomba de relojería a punto de estallar. Finalmente me acerco a la mesa y la cojo.

Incitada por una curiosidad desbordante, la abro, aunque ni siquiera sé si estoy preparada para ver lo que contiene. Me siento en el pequeño sofá de cuero negro que hay al lado de la mesa y pongo la carpeta encima de mis rodillas.

El primer contrato con el que me doy de bruces es con el mío. Lo releo por encima recordando lo que sentí la primera vez que lo tuve en las manos. Lo dejo a un lado. Siento que el corazón me late apresuradamente cuando veo los contratos que hay debajo del mío. El de Kate, Joanna, Samantha, Hannah, Caroline, Lori, Erika y otros tantos que no me atrevo a contar. Todos iguales, todos con las mismas condiciones, todos con nuestra firma y la de Darrell al final.

De repente una punzada de celos me asalta. Imaginarme a Darrell recorriendo sus cuerpos con sus manos expertas, haciéndoles el amor como me lo hace a mí, se me hace insoportable.

Me pregunto cómo serán sus rostros… Como sería cada una de ellas… Arrastrada por un impulso vuelvo a leer los nombres por si conozco a alguna; no sé, quizá de la empresa, entre las amistades…

—¡Detente, Lea! —me ordeno a media voz.

No puedo tener celos de esto. No ahora. Es pasado. Lo importante es que después de mi contrato no hubo ninguno más, que después de mí, Darrell no volvió a ser el mismo. Él no lo he hizo el amor a ninguna de estas mujeres, porque no amó a ninguna, solo a mí. Aunque ahora no se acuerde.

Chasqueo la lengua.

¡Joder!, bastantes cosas tengo de las que preocuparme ya para también tener que hacerlo de mis celos. Pero es tan duro ver todos estos contratos, todos estos nombres, todas estas firmas aceptando su proposición… Pensar que todas estas mujeres han estado con Darrell me resulta perturbador.

Ya es suficiente.

Cierro la carpeta de golpe y la dejo de nuevo encima de la mesa. No quiero ver más, no quiero pensar más, o los celos terminarán consumiéndome como nunca antes. Me levanto del sofá y salgo del despacho. Como un ser autómata, me dirijo a la habitación de James y Kylie. Entro en silencio y me acerco a la cuna. Siguen dormidos. ¿Por qué todo tiene que ser tan difícil?, me pregunto mientras observo sus preciosas caritas infantiles. ¿Por qué las cosas no dejan de complicarse? ¿Hasta cuándo va a durar esto?

Alargo la mano y acaricio el pelito moreno de Kylie. Suspira dormida y sonríe al contacto. James se mueve a su lado. Deslizo el brazo hacia la izquierda y paso los dedos por su rolliza mejilla.

Mis pequeños…

Resoplo quedamente.

James y Kylie son los que me están dando fuerzas en estos momentos tan difíciles, y yo tengo que estar con ellos y darles todo el amor del mundo, ahora que Darrell no les presta tanta atención como antes. Le echan tanto de menos…

Mis pequeños… ¿Cuánto más nos tocará pasar?

Me quedo contemplándolos durante un rato indeterminado.

Aprovechando que están dormidos, me doy un baño. Últimamente los días son demasiado estresantes. Salgo de la habitación y enfilo los pasos hacia el dormitorio. Dejo que la bañera se llene mientras esparzo un par de puñados de sales de baño con fragancia a azahar por el agua y enciendo unas cuantas velas aromáticas.

Cuando está listo, me recojo la melena en mi característico moño informal en lo alto de la cabeza, me desnudo y me deslizo poco a poco en la bañera, abandonándome a la sensación relajante que me produce el agua caliente. Me siento en el fondo, al tiempo que noto cómo poco a poco los músculos se me destensan. Echo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos.

—No me extraña que te hiciera firmar un contrato para tenerte disponible veinticuatro horas solo para mí.

La voz grave y masculina de Darrell llega hasta mis oídos. Abro los ojos de golpe, sobresaltada. Está apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados a la altura del pecho, envuelto en las sombras ámbar que desprende el resplandor de la velas, mirándome de esa forma capaz de desarmar a cualquiera. Intuyo que ha salido a correr, porque lleva puesta una sudadera y un pantalón de deporte de Nike.

—Me alegra que hayas vuelto —digo.

—Me gusta mirarte —afirma con los ojos fijos en mí, ignorando mi comentario, del mismo modo que yo he ignorado el suyo. Mis mejillas se tiñen de rojo—. Y no sé por qué, pero también me gusta sonrojarte —dice, sin mover un músculo.

Sonrío de medio lado sin despegar los labios.

—Hay cosas que no cambian —comento, poniendo voz a mis pensamientos. Darrell enarca las cejas—. Eso es lo que me decías antes —digo, antes de que me lo pregunte—. Siempre te ha gustado sonrojarme.

—Me sorprende que aún estando casados tenga el poder de hacerlo.

Bajo la vista para no mirarlo. Esta es una de esas conversaciones que tenían lugar al poco tiempo de conocernos, en la que Darrell estudiaba el efecto que tenía sobre mí.

—Bueno, a pesar del tiempo que llevamos juntos, contigo nunca acabé de romper por completo la barrera de la timidez —le explico.

—¿Por qué? —curiosea.

—Siempre me has… impuesto mucho —digo. Alzo los ojos despacio y lo miro tímidamente a través de mi abanico de pestañas, para calibrar su reacción—. ¿Te extraña? —le pregunto.

—No. —Se encoge de hombros—. No lo sé… No sé cómo era antes, excepto por lo que tú, Michael y mi madre me habéis contado. No sé lo que sentía… Pero sí sé lo que siento ahora.

Se incorpora y, despacio, avanza unos pasos hacia mí. De pronto no puedo moverme, el cuerpo me tiembla demasiado cuando advierto que Darrell me mira como si estuviera hambriento de mí.

Sigue caminando hasta alcanzar la bañera, enclavada en el suelo como si fuera una pequeña piscina, y se sienta en el borde. Lleva la mirada hasta mi moño deshecho, alza las manos y me quita la goma. Mi melena bronce cae por mis hombros como una cascada.

—Me gustas más así —dice.

Esto tampoco cambia. Siempre le he gustado más con el pelo suelto. Se inclina y hunde su nariz entre los mechones.

—Hueles tan bien… —susurra mientras me huele—. Y tu pelo es tan sedoso...

—Darrell, yo…

Pongo la mano sobre su pecho para intentar detenerlo.

—Shhh… —me corta con suavidad—. Me encantas, Lea —musita en tono sensual, al tiempo que me roza el lóbulo de la oreja con la punta de la nariz—. Déjame satisfacer esta necesidad que tengo de tu piel, de ti…

Sus palabras me envuelven como un hechizo, o como una maldición. No lo tengo claro. Darrell busca mi boca apasionadamente y pega sus labios a los míos.

Ya estoy perdida, digo para mis adentros.

Y antes de que me dé cuenta, me tiene cogida en brazos y me lleva con él a la habitación. Me tumba en la cama cuidadosamente y se echa sobre mí, besándome sin parar. Siento el cosquilleo de su ropa sobre mi piel mojada. Cuando su boca desciende hasta mi cuello con impaciencia, me digo a mí misma que tengo que detenerlo. No quiero volver a sentirme como su puta. No quiero. Me aterra la sensación de vacío que se instala en mi pecho cuando después de follar no hay un abrazo, ni un beso, ni una palabra tierna. No hay amor en Darrell, solo deseo.

No, no puedo dejar que me haga sentir así.

Introduzco las manos entre nuestros cuerpos y lo empujo ligeramente.

—Darrell, no, por favor… —mascullo, ladeando la cabeza para esquivar su boca. Darrell deja de besarme en seco, levanta el rostro y me mira con un gesto interrogativo—. Por favor… —digo de nuevo, haciendo gala de todo el aplomo del que soy capaz en tales circunstancias.

¡Ufff, sus ojos me queman!

Darrell se aparta de mí de inmediato y se echa a un lado.

—Lo siento… —me disculpo, mordiéndome el interior del carrillo. Tiro de la colcha y me cubro los pechos con ella—. No… No puedo.

Darrell permanece en silencio.

¡Por Dios, no me mires así!

Durante unos instantes creo que voy a caer en la tentación que supone para mí sus manos, sus besos, su pasión…

¡No, Lea, no!, me grito reiteradamente. Tienes que cortar esto de una vez.

—No logro reconocerte por más que lo intento —me justifico—. No eres el Darrell con el que me casé. Eres…

—El Darrell del contrato, ¿verdad? —termina la frase por mí.

Asiento con la cabeza, apesadumbrada. Darrell aprieta los labios pasándose la mano por el pelo. Sus preciosos ojos azules muestran una expresión inescrutable.

—Le diré a Gloria que me prepare otra habitación —asevera.

No digo nada.

Cuando Darrell cierra la puerta tras de sí y me quedo sola en el dormitorio, hundo la cara en la almohada y me echo a llorar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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