CAPÍTULO 35
Después de cenar, llamamos a Janice para preguntarle por los bebés. A pesar de que está siendo una luna de miel maravillosa, les echo terriblemente de menos. Y Darrell también, porque de una u otra manera, estamos en comunicación con su madre casi cada hora. No me cabe duda de que somos los padres más pesados del mundo.
Nos relajamos tomando una copa en una terraza de Trafalgar Square. El calor ha disminuido a estas horas de la noche, la temperatura es suave, y una brisa muy agradable nos acaricia los rostros, refrescándonos la piel.
—¿Cuál es el próximo destino? —le pregunto a Darrell.
—Madrid.
—De Madrid al cielo —digo. Darrell enarca una ceja—. Eso es lo que se afirma de esa ciudad —me adelanto a decir—. Creo que lo que significa esa frase es que como en Madrid no se está en ningún sitio.
—Es una ciudad que está muy bien. Yo la visité hace unos tres años y medio, más o menos —apunta Darrell—. Buena comida, buen clima, buen ambiente, buena gente… He pensado en España y en el Reino Unido para empezar a abrirme paso en el mercado europeo…
El teléfono de Darrell suena, interrumpiendo nuestra conversación. Lleva la mano hasta el bolsillo de su chaqueta y lo saca.
—Dígame, Susan —dice al descolgar.
Al oír el nombre de Susan, sin querer, me tenso. ¿Qué coño hace llamándolo en plena luna de miel? ¿Qué es eso tan importante que tiene que decirle? Esa tía va a acabar siendo como una mosca cojonera. Desde que me di cuenta de que está enamorada de Darrell, no soporto que esté cerca de él. Cierto es que en estos momentos está a miles de kilómetros, pero la llamada supone un acercamiento. Quizá solo quiere escuchar su voz.
—Coménteselo a Michael. Él es el que está ahora al frente de la empresa, como ya le indiqué. —Darrell se lo dice como si fuera algo obvio. Lo es—. Sí, estoy al tanto de ello, Susan —continúa—. Pero como le acabo de decir, háblelo con Michael. Si es algo que requiere mi atención, será él quien se ponga en comunicación conmigo.
Frunzo el ceño. ¿Por qué insiste? ¿No le ha quedado claro que es Michael el que se encarga de todo mientras dure la luna de miel? ¡¿No se da cuenta de que es nuestra luna de miel?! Aparte de mosca cojonera, voy a darle el premio a la más pesada, y a la más inoportuna, también.
—Está bien. No es necesario que se disculpe —le dice Darrell, haciendo un esfuerzo por que su tono suene suave. Sí, sí que es necesario, pienso malhumorada en silencio. Es muy necesario porque es una inoportuna—. Gracias, Susan —se despide.
Darrell cuelga la llamada.
—Me juego el cuello a que solo quería escuchar tu voz —asevero, sin poder reprimir el comentario.
Cojo la copa, me la acerco a los labios y doy un trago de Gin Tonic. Agradezco la quemazón de la ginebra en mi garganta. Por momentos me resulta reconfortante.
—Estás preciosa cuando te pones celosa —afirma Darrell, mirándome por encima del borde de su copa.
—No estoy celosa —refuto rápidamente.
Me niego a admitir que estoy celosa de Susan, incluso aunque sea verdad.
—Entonces estás preciosa cuando te pones no-celosa —Darrell sonríe divertido. Yo, en cambio, no le encuentro la gracia por ningún lado.
—Me gustaría ver tu cara si fuera Matt el que me hubiera llamado a mí.
Detengo mis pensamientos de golpe. ¿Eso lo he dicho en alto? ¡Maldita sea, sí, lo he dicho en alto!
Darrell endurece un poco la expresión. Sus ojos me miran con suspicacia.
—Susan es solo mi secretaria —arguye.
—Y Matt es solo mi amigo —atajo—. No creo que uno tenga más preferencia para llamar por teléfono sobre el otro.
—Las llamadas de Susan son por motivos profesionales —argumenta Darrell—. Simplemente es una persona muy eficiente.
—En eso estoy de acuerdo —digo—. Y te aseguro que sería más eficiente aún si le dejaras.
Darrell aferra las patas de la silla en la que estoy sentada, tira de ella con fuerza y me acerca a él, hasta que mi rostro queda a un palmo del suyo. Fija su mirada en la mía, como un gato que acecha a un ratón. Sus ojos azules se ven más oscuros y achinados.
—Si fueras consciente del estado en el que me pones cuando estás celosa, tendrías más cuidado en escoger los lugares en que lo haces —me dice pausadamente, saboreando cada palabra que pronuncia. Trago saliva—. Además, si no recuerdo mal, me debes un polvo. ¿O, no? —me pregunta.
—Sí —respondo.
De repente, Darrell se levanta.
—Nos vamos —dice, y parece más una orden.
—Darrell, ni siquiera nos han traído la cuenta —objeto.
Darrell saca la cartera del bolsillo, extrae de ella un billete de cincuenta libras, lo dobla y lo deja encima de la mesa.
—Con esto es suficiente —apunta.
¿Suficiente? Ha dejado propina para una semana.
Coge mi bolso de mano de la silla que hay al lado y me lo da tan rápido que parece que le quema en los dedos. Me agarra por el brazo y me conduce por la terraza sorteando las mesas y los grupos de gente, con una urgencia como si en algún lugar alguien hubiera gritado «¡fuego!».
No me molesto en preguntar adónde vamos, porque sé que nos dirigimos al hotel.
—Quiero mi polvo, señora Baker —dice Darrell en tono autoritario nada más de entrar en la habitación—. Me lo debe…
La frase muere en mi boca cuando me coge por la cintura, me acerca a él de un envite y me besa. Al principio de forma suave, saboreando mis labios, acariciando sensualmente mi lengua con la suya. Después lo hace con un ansia desesperada, casi irracional, provocando que me derrita por dentro.
—Me pones a cien solo con tocarte, Lea —me susurra mientras me desabrocha la camisa. Sus palabras son como un revulsivo para mi deseo—. Tienes tanto poder sobre mí. Tanto —dice.
Impaciente por soltar la infinita hilera de botones, que parece no acabar nunca, termina dando un fuerte tirón y rasgando la prenda. Varios botones salen disparados al suelo.
Abro la boca para decir algo, para suspirar, para gemir, para gritar. A saber… Pero la cierro de golpe cuando Darrell hunde su cara entre mis pechos y comienza a morderlos. Mi respiración se convierte en un jadeo. Un jadeo que llena el espacio de la habitación por completo.
¡Santo Dios!, ¿cómo puede ser tan apasionado? Apenas me deja tiempo para tomar aire.
Como puedo, introduzco las manos entre su cuerpo y el mío y le quito la americana negra que lleva puesta. La camisa me cuesta algo más, pero al final lo consigo. Menos mal que esta noche no se ha puesto corbata.
Cuando su torso está desnudo frente a mí, me separo de su boca, inclino la cabeza y le beso el pecho. ¡Yo también quiero disfrutar de su magnífico cuerpo! Me meto uno de los pezones en la boca y lo lamo lentamente con la lengua, haciendo círculos alrededor de él.
—Ahhh… —gime Darrell.
Sin decir nada, voy repartiendo besos y pequeños mordiscos hasta el ombligo. Sus músculos se tensan bajo mis manos. Me pongo de rodillas delante de él. Mientras le aflojo el cinturón de cuero, levanto la vista y lo miro con ojos lujuriosos. Darrell entreabre los labios; la expresión de su rostro es expectante e incendiaria, antesala de lo que voy a hacerle. Su respiración se vuelve más profunda y sonora.
Le desabrocho el pantalón y se lo bajo junto al bóxer hasta la mitad de los muslos, dejando al descubierto su apremiante erección. Joder, su miembro es tan glorioso como intimidante.
En silencio, lo introduzco despacio en mi boca, dejando que la llene totalmente. Noto la piel tibia de su pene rozándome los labios, la lengua y el paladar.
—¡Santa Madre de Dios, Lea! —masculla Darrell, con la voz arrasada por el deseo.
Agarro sus nalgas y bombeo hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás, llevada por el instinto y por las ganas que tengo de complacerlo. El sonido creciente de los gemidos de Darrell me indica que le está gustando. ¡Ya lo creo que le está gustando! Así que continúo, hasta que, después de un rato de rítmico cimbreo, Darrell sale de mi boca y se corre sobre mis pechos desnudos mientras su cuerpo se estremece una y otra vez.
Abro los ojos con expresión atónita. ¡Madre mía!, la escena es tan sórdida como excitante. Ver cómo eyacula sobre mí me ha puesto a mil.
—¿Está conforme con el pago, señor Baker? —le pregunto traviesa cuando termina.
—Muy conforme, señora Baker —responde Darrell, visiblemente satisfecho.
Se inclina sobre mí y me devora la boca, absorbiendo el sabor que ha dejado en mis labios su miembro.
—Ah —grito, cuando me coge en brazos por sorpresa.
—Ha sido tan generosa —dice—, que creo que es justo que le devuelva parte de lo que me ha dado.
Me lleva hasta la cama, me tumba boca arriba y me levanta las piernas hasta que las rodillas tocan mis pechos. Estoy hecha una bola. Suelto una risilla cuando pasa su lengua por los pliegues humedecidos y sensibles de mi clítoris.
Solo me queda suspirar y dejarme hacer.
Creo que la noche no ha hecho más que empezar…