CAPÍTULO 61

 

 

 

 

 

Introduzco el maletín con los quince millones de dólares en el coche y consulto el reloj: faltan cinco minutos para las ocho de la tarde. Me coloco el cuello de la americana y miro a Michael, que me está esperando metido en su coche, aparcado detrás del mío. Esta vez no ha venido con su habitual BMW rojo, sino con el Audi A8 negro, menos cantoso y más discreto.

Asiento ligeramente con la cabeza y Michael imita mi gesto a través de la luna del coche. Estamos listos. Me meto en mi Jaguar, arranco el motor y me incorporo a la circulación desde la entrada de Citigroup, el banco, lanzándome a la carrera entre los coches.

Rápidamente me incorporo a Bronx River Parkway desde Westchester Aveniue y avanzo unos kilómetros bordeando la orilla del río Bronx, hasta coger la salida a la derecha que lleva a Morris Park. Miro de nuevo el reloj: son las ocho y veinte. Hundo el pie en el acelerador hasta que el Jaguar alcanza los doscientos veinte kilómetros por hora. Alzo la vista y observo a Michael por el retrovisor. Él también ha aumentado la velocidad. Viene a unos metros detrás de mí, sin ningún otro vehículo entre medias. Su Audi A8 negro se recorta contra el cielo medio oscurecido por un manto de nubes que advierten lluvia, mientras quemamos llantas en la carretera.

Me salto un semáforo en rojo y adelanto a un par de coches haciendo un temerario zigzag entre los carriles. Los conductores nos regalan unos cuantos bocinazos cuando se ven forzados a frenar casi en seco, pero tanto Michael como yo los ignoramos.

Una decena de calles perpendiculares más adelante, doy con la que me indicó Stanislas. Wallace Aveniue es una pequeña vía de clase baja. Las casas, todas independientes, son de un color gris pálido, constan de dos plantas y porche. Algunas tienen una montaña de trastos en la puerta.

Reduzco la velocidad de golpe y recorro el asfalto desconchado hasta llegar al final de la calle, donde alcanzo a ver una nave no muy grande al lado una alambrera cubierta de grafitis y carteles de papel anunciando todo tipo de cosas que delimitan una alameda de árboles bajos. Aparco en frente, mientras que Michael lo hace unos metros más atrás, al lado de los vehículos de los propietarios de las casas, atento como un vigía.

Salgo del coche, lo rodeo, abro la puerta del copiloto y cojo el maletín, mirando hacia un lado y hacia otro. Cruzo la calle y mientras avanzo hacia la nave, noto que estoy nervioso, inquieto, impaciente, ansioso... Necesito ver a Lea, necesito saber que está bien. Necesito que toda esta jodida pesadilla que he vivido estos últimos días se acabe de una vez.

Entro sin titubear después de una última mirada que intercambio con Michael. Se nota a la legua que el lugar lleva abandonado todos los años del mundo. Hay un siglo de polvo sobre la pila de muebles viejos que hay amontonados en uno de los rincones.

Camino hasta el fondo, escuchando solo el eco de mis pasos tras de mí. Impaciente, miro a un lado y a otro. No hay rastro de Stanislas ni de ninguno de sus hombres. Me detengo en mitad de la nave.

—Que puntualidad.

La voz rasposa y burlona de Stanislas suena a mi espalda. Me giro de inmediato y me encuentro con su rostro de rasgos rudos y vulgares recortados contra la luz plomiza que se filtra por la puerta. El corazón me salta dentro del pecho cuando veo que está encañonando la sien de Lea con una pistola.

—Pequeña… —digo, centrando mi atención en ella—. ¿Estás bien? —le pregunto.

Lea asiente con la cabeza. Ha adelgazado unos kilos, está pálida, tiene el rostro demacrado, unas profundas ojeras y los ojos rojos, seguro que de llorar, pero aún todo, en sus labios se aprecia un amago de sonrisa, una sonrisa que me dice que siente alivio, aunque también leo que está asustada. Mucho.

—Todo va a salir bien, pequeña —la tranquilizo con una sonrisa.

—¿Has traído el dinero? —interviene Stanislas.

—Sí —afirmo—. Está todo aquí. —Señalo el maletín—. Puedes comprobarlo —sugiero.

—Déjalo sobre esa mesa —me indica Stanislas, apuntando con la barbilla una mesa de metal oxidado que hay situada a su derecha.

Tomo aire, echo a andar sin dejar un segundo de mirar a Lea y el cañón de la pistola que le está apuntando a la sien y apoyo el maletín encima de la superficie llena de polvo y de herrumbre.

—Vuelve donde estabas —me ordena Stanislas.

Desando mis pasos lentamente y regreso a la posición en la que me encontraba.

Stanislas empuja a Lea y la obliga a caminar hacia adelante junto a él. El corazón se me acelera vertiginosamente. La pistola apuntando la cabeza de Lea me tiene destrozados los nervios.

—Ábrelo —le dice Stanislas cuando alcanzan la mesa.

Lea, con dedos temblorosos, quita los dos cierres que tiene el maletín en los extremos y levanta la tapa. Nuestros ojos se encuentran mientras Stanislas comprueba los fajos de billetes. Pese a la tensión del momento, le sonrío con la mirada. En unos minutos, todo habrá acabado. En unos minutos, podré abrazarla. 

Stanislas alza la vista hacia mí por encima del borde del maletín. Su cara refleja una expresión de satisfacción que por momentos me resulta detestable. Ojalá fuera él quien estuviera encañonado con una pistola.

—Muy bien, guaperas —se burla con ese detestable acento, al tiempo que cierra el maletín—. Eres un chico obediente.

Sus labios esbozan una sonrisa lobuna capaz de helar la sangre a cualquiera. Contengo el aire en los pulmones mientras coge el maletín del asa y arrastra a Lea unos metros lejos de la mesa.

—Aquí tienes a tu amada —dice Stanislas irónicamente.

Empuja con fuerza a Lea hacia adelante, que trastabilla a lo largo de unos metros, pero consigue mantener el equilibrio y no caer.

Después, todo sucede rápidamente. Le veo levantar el brazo y apuntar por detrás a la cabeza de Lea con la intención de dispararle.

¿Qué demonios…?, mascullo para mis adentros.

Sin pararme a pensar en nada y llevado por un impulso, me lanzo corriendo hacia Lea, para tratar de salvarla. En menos de lo que dura un parpadeo, Stanislas dispara. Intento avanzar, pero me es imposible. Mis pasos se frenan en seco. De repente, un fuerte dolor me recorre el abdomen. Es tan intenso que hace que me doble sobre mí mismo.

—¡Nooo…! —grita Lea, corriendo hacia mí con el rostro desencajado.

Un líquido viscoso y caliente comienza a empapar mis manos. En el momento en que me doy cuenta de que es sangre, las piernas me fallan y me desplomo de espaldas sobre el suelo.  No tengo fuerzas. Un segundo después siento un revuelo a mi alrededor y el sonido de fondo de sirenas de policía.

—¡Darrell! —jadea Lea horrorizada cuando llega hasta mí—. Mi amor… —susurra con los ojos llenos de lágrimas. Me levanta cuidadosamente la cabeza y la pone en su regazo—. Aguanta, mi amor, aguanta —me pide.

Alarga la mano derecha y la pone encima del orificio de la bala para taponar la herida e intentar que no me desangre, cosa que es imposible.

—Pequeña… —siseo sin energía. Hago un esfuerzo y le sonrío—. ¿Estás bien? —le pregunto.

—Sí, muy bien, ahora que estoy contigo —me responde.

Se inclina y deposita un cariñoso beso en mi frente. Entonces me fijo en que tiene un corte en el labio inferior. Seguro que del bofetón que Stanislas le dio el día que llamó por teléfono.

—Ese hombre… ¿te ha hecho algo?, ¿Te…?

—No, no —me corta Lea suavemente—. No me ha hecho nada. Estoy bien, mi amor.  Estoy bien.

—El labio… —murmuro.

—Esto no es nada —dice, restándole importancia.

Siento un enorme alivio al saber que ese hijo de puta no le ha tocado. No me lo hubiera perdonado nunca.

—Te amo, Darrell —me dice Lea.

Una lágrima cálida cae sobre mi rostro. Intento levantar la mano para acariciar su mejilla, pero no puedo. No tengo fuerzas. Me quedo a mitad de camino. Lea la coge, se la lleva a los labios y la besa con suavidad.

—Yo también te amo, mi pequeña loquita —me conformo con murmurar con esfuerzo. Mientras hablo, siento como un sudor helado me resbala por la espalda—. Nunca olvides que te quiero —digo. Tiemblo sin poder controlarme—. Tengo frío.

Lea se quita la cazadora de cuero y me arropa con ella.

—¿Mejor? —me pregunta.

Aunque trata de sonar templada y optimista, noto que está preocupada.

—Sí —afirmo, asintiendo ligeramente.

Es mentira. Cada vez tengo más frío y el dolor que se extiende por mi cuerpo roza la línea de lo intolerable. Además, sé que la perdida de sangre está siendo importante. Pero no quiero preocupar más a Lea. Bastante mal lo ha tenido que pasar durante los días que ha estado secuestrada.

—La ambulancia está de camino —oigo que gritan a lo lejos.

¿Es Michael? No lo distingo bien. Hay mucho ruido de fondo, o eso me parece. Gritos, órdenes, golpes, disparos, sirenas… ¿Qué está pasando?

—Aguanta un poco más, ¿vale? —me anima Lea, acariciándome la frente sudorosa con la mano que tiene libre. Muevo la cabeza en un ademán afirmativo. Apenas tengo fuerzas para hablar—. Todo va a salir bien… —dice. Cierro los ojos, abandonado por las fuerzas—. Darrell, Darrell… Dime algo, por favor. Darrell… —grita histérica.

De pronto dejo de escuchar la voz de Lea y soy consciente de que estoy perdiendo el conocimiento. Un silencio denso cae sobre mí como una losa y la oscuridad me engulle como una marea negra de la que no puedo escapar. Ya no hay ruido, ni el sonido de la voz de Lea, ni dolor. Ya no hay nada.

 

 

La decisión del señor Baker
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