CAPÍTULO 66
Cuando subimos de nuevo a la planta donde está Darrell, Michael recibe una llamada en su móvil.
—¿Y no lo puedes resolver tú? —le oigo decir a la persona que está al otro lado. Hay un silencio—. Está bien. Voy para allá. —Michael cuelga el teléfono—. Tengo que ir a la empresa a resolver un asunto —me dice.
—¿Es algo grave? —le pregunto.
Michael menea la cabeza de derecha a izquierda, quitándole hierro.
—No es nada importante —dice—. Pero ya sabes cómo son estás cosas.
—Ve tranquilo —le digo.
—Vendré esta tarde.
—Ok.
—Si necesitas algo o quieres que te traiga alguna cosa, lo que sea, me llamas, ¿vale?
—Vale.
—Te veo luego —se despide, dándome un beso en la mejilla.
—Hasta luego —digo.
Me quedo con la vista fija en Michael hasta que su silueta desaparece por el pasillo del hospital. En esos momentos, es mi teléfono móvil el que suena. Abro el bolso y lo cojo. Es Janice, la madre de Darrell.
—Hola, Janice —la saludo.
—Hola, cariño —me dice ella—. Vamos de camino a Nueva York. Hay lugares en los que no tenemos cobertura. Lo siento, pero no he visto tu llamada hasta ahora. ¿Cómo estás? —me pregunta.
—No muy bien, Janice —respondo desalentada—. Y Darrell tampoco lo está —me adelanto a decir—. Él médico ha hablado hace un par de horas con Michael y conmigo… —Hago una pequeña pausa—. Darrell ha entrado en coma.
Al otro lado de la línea se hace un profundo silencio. Tan profundo como el vacío que habita en el fondo de un pozo.
—Dios mío, Lea —murmura Janice, con una mezcla de incredulidad y estupefacción en la voz.
—Le han entubado para que pueda respirar con normalidad —le explico, tratando de no llorar, aunque lo logro con mucho trabajo.
—¿Le has visto? ¿Has visto cómo está? —me pregunta la madre de Darrell llorando.
—No —niego—. Hasta esta tarde no podemos verlo.
—Esta misma tarde llegaremos nosotros —comenta Janice.
—Aquí os espero —digo—. Excepto para darme una ducha y ver a los bebés, no me he ido del hospital.
—Lea, tienes que descansar —me aconseja Janice en tono maternal.
—No puedo quedarme en casa mientras Darrell está aquí. —Chasqueo la lengua—. Me siento tan mal, Janice —le confieso con la voz rota—. Tan mal… Tengo el corazón destrozado.
—Tranquilízate, cariño —me dice—. Tú tampoco lo has pasado bien con todo lo del secuestro.
—Es tan injusto —me lamento.
—Claro que es injusto, pero tanto para Darrell como para ti —asevera Janice entre sollozos—. Ya habéis pasado por demasiados sinsabores.
—Pues parece que no han sido suficientes —me quejo—. Tengo miedo, Janice. Mucho miedo.
—Yo también, pero no podemos perder la esperanza, Lea. Debemos de aferrarnos a ella como si nuestra vida dependiera de ello.
—Es cierto, debemos de aferrarnos a ella como un clavo ardiendo, porque es lo único que tenemos.
Janice me habla, pero oigo su voz entrecortada debido a las interferencias que se están colando en la llamada.
—No te escucho bien —le digo.
—Yo… ti… tam… poco. Cariño,… vem… os es… tarde —me dice de forma discontinúa.
—Hasta luego —me despido.
Pero a Janice no le da tiempo a despedirse, porque la llamada se corta, dejándome casi con la palabra en la boca.
Guardo el móvil en el bolso y lo cierro. Apoyo la cabeza en el reposabrazos del sofá. Una espiral de tristeza y cansancio se apodera de mí y me sumerge en un duermevela ligero que se plaga de inmediato de pesadillas. Sueño con una nave llena de noche, de oscuridad, un hombre de rasgos rudos y voz ajada, una pistola pegada amenazadoramente a mi sien, mi cuerpo temblando, y un disparo que le atraviesa el abdomen a Darrell, y sangre, mucha sangre rodeándonos por todas partes.
—Señora Baker… Señora Baker…
Noto una mano sacudiéndome ligeramente el hombro. Me despierto sobresaltada con una película de sudor empapando mi frente. Me siento en el sofá y pestañeo varias veces seguidas para enfocar a la persona que me está llamando. Es la enfermera del doctor Brimstone.
—¿Si? —siseo.
—Ya puede ver a su esposo —me dice con una sonrisa afable—. Venga conmigo, por favor.
El corazón me da un brinco. ¡Por fin puedo ver a Darrell!
—Por supuesto —asiento.
Mientras me conduce a la habitación donde está Darrell, me paso la mano por la frente para enjugarme el sudor y consulto mi reloj de muñeca: son las cuatro y media de la tarde. Creo que he dormido unas cuatro horas. Las primeras cuatro horas en días.
La enfermera del doctor Brimstone abre una puerta blanca emplazada al fondo de una especie de salita y me cede el paso.
Mis ojos van antes que mis pies. En cuanto veo a Darrell postrado en la cama, con el tubo de la respiración artificial introducido en la boca y lleno de cables por todos lados, siento como si un puño me estrujara el corazón.
—Dios mío… —digo en un hilo de voz apenas audible.
Avanzo pausadamente al tiempo que la enfermera me adelanta y se acerca a los monitores que hay en el cabecero de la cama. Les echa un vistazo y cuando comprueba que todo está correcto, gira el rostro hacia mí. A estas alturas, mis ojos están arrasados en lágrimas.
—Sé que es muy duro —me dice en tono comprensivo—. Pero tiene que ser fuerte. Háblele, cuéntele que usted está bien y que pronto él también estará bien… —Asiento en silencio, mordiéndome el interior del carrillo—. Os dejo solos un ratito —concluye la enfermera a modo de guiño.
—Gracias —digo a media voz.
La enfermera sale de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
—Mi amor… —le susurro a Darrell con la voz ahogada por la emoción.
Me inclino, le doy un beso en la frente y le abrazo con mucho cuidado para no dar un golpe al tubo de la boca. Cuando me incorporo, paso la mano por su mejilla. No puedo dejar de tocarle la cara. Necesito que reconozca mis caricias, mi calor, que sepa que estoy aquí, que le quiero más que nunca.
Me siento en la silla que hay al lado de la cama y durante un rato permanezco en silencio, observándole, con un nudo en la garganta que amenaza con estrangularme. La piel ha perdido el color, está macilento y su rostro posee la inexpresión y la quietud de una estatua de mármol. Sin poder controlarme, rompo a llorar desconsoladamente. Las lágrimas surcan mi rostro de forma precipitada.
—No estoy… —comienzo a decir con la voz entrecortada—. No estoy preparada para quedarme sin ti, Darrell. No lo estoy. Ya me quedé sin mi madre, sin mi padre… No puedo quedarme también sin ti. No puedo. Tienes que luchar —afirmo—. Tienes que luchar, ¿me oyes? Tienes que luchar como siempre has hecho, como siempre hemos hecho. Por ti, por mí, por los niños.
Me acerco a él. Suavemente, rozo su mejilla con la punta de mi nariz.
—Yo voy a estar aquí —susurro—. Siempre voy a estar aquí para ti.
La puerta de la habitación se abre despacio y la enfermera del doctor Brimstone asoma la cabeza por un lado.
—Se ha acabado el tiempo —anuncia.
—¿Tan pronto? —me quejo.
—Mañana podrás estar otro ratito con él —responde con una sonrisa.
Suspiro profundamente antes de volver la cabeza.
—Vale —cedo al final, resignada.
Me levanto de la silla y deposito un beso cargado de ternura en la frente de Darrell.
—Hasta mañana, mi amor —me despido.
Cojo el bolso, camino lentamente hacia la puerta y, derrotada, salgo de la habitación. Al llegar a la sala de espera donde he estado hace unos minutos, me encuentro con Janice, Randy, el padrastro de Darrell, y sus hermanos, Andrew y Jenna. Me alegra tanto verlos y que por fin estén aquí. Su presencia es un consuelo.
Janice abre los brazos y yo me echo a ellos como si fuera un ángel caído del cielo.
—Acabo de verle —digo entre sollozos—. Te destroza el corazón.
—Ya, cariño, ya… —me calma Janice, que llora conmigo.
—¿Por qué ha tenido que pasar esto? ¿Por qué? —pregunto.
—Tenemos que ser positivos —dice Jenna, pasándome la mano por el hombro.
Me giro hacia ella y nos unimos en un abrazo.
—Sí, tenemos que ser positivos —repito.
—¿Podemos verle? —me pregunta Andrew.
—Yo creo que sí —respondo, saludándolo con un par de besos—. Hablaremos con el médico para que os deje entrar.