CAPÍTULO 48

 

 

 

 

 

Entro en el despacho que hemos acondicionado en el segundo piso de la nueva casa. Aún tengo algunas cosas que ordenar. Libros, archivos, carpetas… Aprovechando que he regresado pronto del trabajo para ayudar a Lea con los pequeños y que en estos momentos duermen plácidamente, me pongo a la tarea.

Entre unos archivadores que me dispongo a colocar en las estanterías, aparece una carpeta de cuero de color verde oscuro. La reconocería al instante entre un millón. Es la carpeta donde guardaba los contratos con las mujeres a las que les alquilaba la habitación.

La cojo, me dirijo hacia el escritorio y me siento. Paso la mano por la tapa, sintiendo la suavidad del cuero bajo las yemas de los dedos. La abro. El primer contrato que me encuentro es el de Lea. Lo releo por encima hasta que me topo con su firma. Fijo mis ojos en ella. Advierto enseguida que los trazos son inseguros y temblorosos. Entonces viene hasta mi cabeza aquel momento. Revivo el miedo y las dudas que asomaban a sus ojos, la vergüenza que sentía solo por mirarme, las preguntas mudas que no se atrevía siquiera a pronunciar…

Estaba tan asustada, y fue tan valiente pese al miedo. La más valiente de todas.

Debajo de su contrato hay otros tantos, con sus correspondientes rúbricas. Está el de Samantha, Joanna, Kate, Hannah, Lori, Caroline… y así hasta un número indeterminado que no me paro a contar. Me pregunto cuántos contratos más habría firmado si no hubiera encontrado a Lea.

¿Cuántos?

Inhalo hondo y resoplo, acariciándome la nuca. De pronto me siento incómodo.

De nuevo, busco entre todos el de Lea, lo cojo y salgo del despacho. Atravieso el pasillo y enfilo el estudio, donde sé que Lea está preparando un trabajo para la universidad, cuyo curso comenzó finalmente hace una semana.

Al llegar, la puerta está entreabierta. James y Kylie duermen en la habitación de enfrente y, pese a que tenemos el vigilabebés y a Gloria pendiente, a Lea le gusta dejarla así cuando está en el estudio.

Llamo con un ligero toque de nudillos.

—¿Estás muy ocupada? —pregunto, asomando la cabeza por la puerta.

—No, pasa —dice con una sonrisa.

Está vestida de manera informal, con unos leggins negros, una camiseta larga y ancha blanca, y tiene ese moño descuidado tan característico suyo en lo alto de la cabeza. Esté vestida como esté vestida, me resulta de lo más sexy, incluso con el moño.

Me adentro en el estudio.

—Mira lo que he encontrado —digo, alargando el brazo y tendiéndole el contrato.

Lea se da la vuelta con la silla giratoria, lo coge y lo echa un vistazo en silencio.

—Nuestro contrato… —murmura, prestándole toda su atención.

—¿Cómo te hace sentir ahora? —quiero saber, cuando termina de leerlo.

Lea se muerde el interior del carrillo.

—Extraña…  —afirma.

—A mí, incómodo —me adelanto a decir.

—¿Incómodo?

La voz de Lea refleja extrañeza.

—Sí, incómodo.

—¿Por qué? —me pregunta.

Deja el contrato sobre su escritorio y vuelve a prestarme atención.

—Por todo —atajo. Acerco la otra silla giratoria que hay en el estudio y me siento frente a Lea—. Por las cláusulas, por mi atrevimiento, por lo que supuso para ti y por el momento en el que te hice la proposición.

Lea se inclina hacia mí y arquea un poco las cejas.

—No me apuntaste con una pistola para firmar —arguye—. Ni a mí ni a ninguna.

—No me importan las demás, me importas tú —asevero, dándole contundencia a mis palabras.

—Darrell…

Lea trata de detenerme, pero yo sigo con mi particular discurso.

—Era uno de los peores momentos de tu vida…

—Darrell, no quiero que te sientas mal por eso —me dice Lea, acariciándome la mejilla con el dorso de la mano—. Está en el pasado, a años luz de lo que tenemos y sentimos ahora.

—Sí, está a años luz, pero me siento como si te hubiera dado un golpe bajo —apunto, apesadumbrado.

—Olvídate de ello —me pide.

—No puedo —murmuro—. Siento que me aproveché de la situación por la que estabas pasando, que me aproveché de ti.

—Aunque fue algo descabellado, fue algo que elegí yo —afirma Lea.

—¿Tenías otra elección? ¿Te dejé otra elección? —le pregunto.

Lea me sostiene la mirada y se encoge de hombros.

—En aquel momento te hubiera contestado que no, que no tuve otra elección; estaba con la soga al cuello —dice—. Necesitaba lo que tú me ofrecías tanto como respirar, y es cierto que durante mucho tiempo maldije haber aceptado tu proposición.

Su respuesta me produce una profunda desazón y tristeza, mucha tristeza, por haberla llevado hasta esa tesitura, por haberla puesto contra las cuerdas.

—Pero ahora no pienso en eso. Me da igual —añade antes de que yo tome de nuevo la palabra—. Solo sé que gracias a ella te conocí, te traté, que pude saber de tu enfermedad, entender qué te pasaba…

Sonríe con indulgencia, enseñando tímidamente los dientes, y su gesto me produce un enorme alivio, pesé a que no cambie las cosas. Apoyo mi frente en la suya y lanzó un suspiro. Lea tiene un corazón tan grande.

—Y gracias a todo eso, a que yo también te conocí y te traté; aprendí a quererte y me enamoré de ti —digo.

Lea amplía la sonrisa en su boca.

—Y yo de ti —dice, pegada a mis labios.

Noto su aliento cálido sobre los míos. Acorto la nimia distancia que nos separa y la beso suavemente. Es siempre tan reconfortante.

—Y ahora tenemos una familia, un hogar y unos maravillosos hijos que… —comienza a decir.

El sonido del llanto casi unísono de James y Kylie nos llega desde el otro lado del pasillo. Lea y yo sonreímos a la vez.

—¿Crees que se ponen de acuerdo para llorar al mismo tiempo? —le pregunto con ironía.

—Completamente —contesta Lea entre risas.

Echó hacia atrás la cabeza y me separo de ella.

—Vamos a ver qué quieren nuestros pequeños… —digo.

Lea consulta su reloj de muñeca.

—Seguro que quieren cenar —afirma al tiempo que se levanta de la silla—. ¿A cuál te pides para dar el biberón? —me pregunta.

—Hoy me encargo de James —respondo mientras me incorporo.

—Bien, yo me encargo de Kylie.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La decisión del señor Baker
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