XXVII
EL FINAL DEL PRINCIPIO

Su abrazo me recibió a media tarde. Intenso. Tardé demasiado tiempo en abrir la puerta.

Cuántos recuerdos dichosos…

Intuí sus ganas de estar a solas conmigo, pero tendría que esperar, me había prometido llevarme a la mejor crepería de la ciudad. Iba con zapatos planos y había dejado de llover. Bajamos andando de la mano hasta el pintoresco barrio de tranquilas calles de Butte-aux-Cailles. Los bulliciosos bistrós se acumulaban a ambos lados. Llegamos al número 13: menos mal que no era supersticiosa, hubiera sido la guinda del día. Un poco antes del restaurante más conocido del barrio, Le temps des Cerises, estaba Des Crêpes et des Cailles. No habría entrado nunca en aquella crepería de paredes rojas y ventanas amarillas de no habérmelo recomendado alguien. No olía a disgustos. Ni rechinaban idiomas extranjeros. Nos sentamos en una minúscula mesa, enfrente de la plancha donde se cocinaban las crepes. Todo el mundo allí tenía amables sonrisas. Le eché un vistazo a la carta. La crepería prometía una armonía de colores y sabores, aunque yo sólo entendía, en ese angustioso día de diciembre, el color de la impotencia y el sabor de la soledad. Elegí un bocado simple, de chocolate, en aquel mundo dulce encajonado.

Sus ojos grises me observaban elegir. Lo miré con ternura y lo besé sobre la mesa. Estaba jodidamente enamorada de ese hombre, pero al besarle, sentí ese dolor fantasma que perciben las personas a las que se les ha amputado un miembro. El mío, en el corazón.

La crepe estaba deliciosa. Cerré los ojos en un vano intento por pasar todo por alto; pero me fue imposible. Sonreí. Aunque quería volverme hacia él y hablarle de lo que tanto me angustiaba, me cerré como una ostra y, en su lugar, le hablé de los planes de Aurora y sus amigas de irse a la nieve. Me preguntó si me gustaba la nieve, le dije que sí y rebozó mi labios con la cuchara rebosante de nata de su crepe.

—Cuando regreses, iremos a Chamonix, para que nades entre nieve, al hotel Le Hameau Albert. El valle contó con un visitante literario: Frankenstein. Allí se sitúa un pasaje del libro…

Sus ojos brillaban. Me distraían constantemente.

—Te quiero, Cecilia.

No fui capaz de responder. Con toda seguridad, malinterpretó mi gesto emocionado.

Con el estómago lleno y mi alma vacía, volvimos a casa. Le dije que estaba cansada y dormimos toda la noche. O mejor dicho, durmió plácidamente, como cada madrugada, porque yo la pasé velando a mil demonios.

El teclado no respondía a mis golpes. No podía escribir ni una sola palabra.

El fregadero estaba lleno de los platos del día anterior y de nuestro desayuno. La pastilla bajo mi lengua se disolvía. No me puse los guantes, quería sentir el cambio de temperatura en mis dedos adormecidos.

Así estaba yo entrado el mediodía: desplegando los dedos y plegando ilusiones. Con mi boca sangrante, de besos dados.

Aplaqué mis ganas de desmoronarme.

El agua estaba demasiado fría, la templé.

Salí a la calle. Por las escaleras me crucé con la vecina del tercero, la pintora. ¿Por qué nunca saludaba? La gente de París era extraña. Eso sí que no cambiaba. Apreté los labios y dibujé una mueca de desagrado en mi cara.

El viento no hacía más que perfilar su piel hecha de teclas de piano en mi cabeza. Debía de dejar de engañarme para obtener consuelo. Desinflé mis esperanzas. Una ventisca exagerada me seguía muy de cerca; tal vez fuera una inofensiva brisa invernal. Carraspeé.

Trataba de no sentir, de no reaccionar.

Iba a hacer magdalenas; esponjosas magdalenas. Lo había decidido durante la noche. Entré en unas de esas coquetas tiendas artesanales de paredes de papel pintado que consiguen que la comida entre por los ojos, antes que por el paladar. Siempre me han gustado las paredes de papel pintado. Seguro que la golosa Georgette había puesto sus pies allí alguna vez.

Anduve calle abajo, descubriendo fachadas nuevas y atando cabos, estupefacta. París hiperventilaba y mi corazón latía desbocado. La bolsa de cartón sonaba por el aire. Mis pasos eran rápidos y no llevaban a ningún lugar concreto.

Otras veces, había pasado horas analizando los semblantes de las personas que se cruzaban para captar gestos que escribir luego. No quería mirar a nadie. Me importaban una mierda.

Recibí una llamada de Arnaud. Me dijo que lo sentía de veras pero que no podíamos quedar, que tenía que pasar el día fuera de París, con Huppert, pero que a cambio, el viernes me lo dedicaría por completo.

—Te despertaré. Abandonaré el hotel temprano. Tengo ganas de ti…

Me pidió que dejara un cartón de huevos en la puerta de Aurora por la noche. «Por supuesto», fue mi respuesta.

Así tendría tiempo de organizar y ordenarlo todo: la maleta, la casa y mis pensamientos.

Aquella tarde, me dispuse a escribir el capítulo más tierno del libro. Introduje la contraseña del iPad. Dos veces. Busqué el documento con mi novela. Se aceleró mi pulso. Le di a enviar. Arnaud podría leer ya lo mucho que le quería.

Por la noche, dejé los huevos en la puerta del tercero. Y dentro del cartón, un pequeño regalo, con una nota de agradecimiento. Estaba segura de que le entusiasmaría ese anillo.

El viernes amaneció gris. Había dormido sorprendentemente bien. A las siete y media, había escuchado la puerta. Mi editor era sigiloso, pero mi sueño nunca ha sido demasiado profundo. Humo saltó de la cama y acudió a saludarle. Pude oír su ronroneo a metros de distancia, al ser acariciado.

Sus calcetines se arrastraron hasta mi cama. Me besó en el pelo.

—Duerme… —susurró con voz de haber llorado. O la que utilizaría un niño que se recoge en el ser que más quiere. Cayó en el silencio, no quería desvelarme.

Se acostó a mi lado, vestido, por encima de las sábanas. Me atusó el pelo hasta que creyó que volvía a sumirme en una agradable ensoñación.

Una carga invisible comprimió mis vértebras. Reprimí el llanto. Intenté imaginar cómo sería no disfrutar de sus abrazos. Nada tendría sentido. Y no encontraba argumentos para sonreír si no estaba él presente.

Sin embargo, hay caricias que son como ortigas.

Nos desperezamos con elásticos besos y desayunamos; regué las orquídeas y di de comer al gato. Él peinaba los rubios mechones de su cabello mientras me miraba con ojos de enamorado.

—Quiero que me lleves a Madame Carotte.

Me extasiaba el olor que despedía su cuerpo antes de ducharse. Nos aseamos juntos, con la imagen de los tejados de París como único paisaje. Me embadurné de dudas y de espuma. Era el inicio de una despedida, en la que no había marcha atrás. Nos lavamos el uno al otro, con énfasis. Nos rozamos como si no hubiera un mañana, sacudiéndonos la tristeza. Le dije que no podía vivir sin él. Y él tardó en contestarme. Hago hincapié en repetir que no es que lo creyera: es que éramos inseparables.

—Vuelve, o iré a por ti —dijo finalmente.

Sonreí llorando. Esquivé sus magnéticos ojos. Quería expulsar mi rabia. Volví a palpar la cicatriz de su ceja. Todavía no me había dicho cómo se la había hecho. Temblé. No echaba en falta una explicación.

Evoqué mi niñez, con el sol a cuestas en mi pelo rojo escribiendo con mi buena letra en los cuadernos de líneas y amorrándome a las botellas de horchata.

El chico del jersey no estaba en Madame Carotte. Pregunté por él. Se había tomado unos días de vacaciones. Nos sentamos en la misma mesa en la que hacía unas semanas había visto a Arnaud por primera vez. Todo seguía igual, salvo que él estaba sentado a mi lado y abundaban los motivos navideños que hacía ya tiempo colapsaban la ciudad y, en pequeñas dosis, también la tetería.

Antes de empezar una charla, me había mirado con detalle. Le había pedido que se pusiera la cazadora negra del día que habíamos ido al teatro de L’Atelier. Estaba irresistible. Con sus pitillos vaqueros, sus botas color nuez desgastadas y un jersey grueso del mismo color que el calzado. Leí su mirada antes de pedir algo de comer.

Un par de ensaladas de alegres colores, pan de semillas y queso de todo tipo ocuparon la superficie de la rústica mesa de madera. Pedimos unos zumos naturales de papaya, manzana y zanahoria.

Conforme nos bebíamos y comíamos el tiempo, yo iba haciendo examen de conciencia. Había ido acumulando en la bella caja malva recuerdos de todo tipo: desde unas entradas de teatro, una varita mágica confeccionada con una navaja y una rama, hasta aquel pañuelo negro del castillo.

Mi vida había sido una incesante búsqueda del amor y con Arnaud, mis aburridos días habían llegado a su fin. Fabulaba con los planes que tendría preparados para mí al día siguiente. No dejaba de asombrarme.

Inicié un camino tortuoso desde sus ojos hasta sus labios. Suspiré entre escalofríos. Probé su ensalada. Estaba deliciosa, la verdad. Al relamerme, musitó unas palabras subidas de tono. Y enseguida me excitó; así había pasado las últimas semanas.

Observé tras las ventanas el cielo ceniciento. Recordé un París inundado de vestidos de algodón y mangas cortas. Era menos intenso que el de las bajas temperaturas. Me sentía gastada, sombría, neurótica y perdidamente enamorada. Hice piruetas por tratar de reír con sus ocurrencias.

Estaba sentada con las piernas separadas, la falda hasta las rodillas y los codos sobre la mesa. Arnaud me sentía lejana, quizá por eso resbaló su mano por mi muslo y me rozó durante una décima de segundo.

Nos trajeron un café. Conseguí, al coger la taza, mantener una ilusión de equilibrio.

—Te noto ausente…

—Me ha dado sueño la comida…

—No te preocupes, esta noche te meteré mano, aunque estés dormida.

No pude evitar un estremecimiento que hizo que parte del café se derramara.

El atardecer avanzó con un ritmo extraño, en una comunión helada por el blanco mercadillo navideño de los Campos Elíseos. La Torre Eiffel se doblegaba cercana, en un paseo de escarcha engalanado con castaños.

Cuando el cielo se estaba apagando, regresamos a pie, bordeando el Sena. Hacía años que no recorría tantos kilómetros a pie y estaba realmente cansada.

De camino a casa, estuvimos contando anécdotas no muy lejanas. Le hablé de mi isla y sus esquinas. Del viejo que me había regalado las zapatillas rojas. De las gallinas de Santa Agnès. Del huerto donde robaba zarzamoras mano a mano con Charlotte… ¡De tantas cosas!

Cuando llegamos a la Rue Lagarde, a pesar de que me dolía no haber sido capaz de hablarle de lo único que me importaba, a pesar de que estaba segura de lo que iba a hacer, sólo tenía ganas de tocarle. Le pedí que no hiciera ruido al subir las escaleras, por si Aurora vigilaba. Alcanzamos la última planta en completo silencio.

Abrió la puerta de su piso. Encendió la luz.

—¡Espera! Se me olvidaba…

Saqué las llaves de mi bolso y corrí a la cocina de mi casa. Me hice con las deliciosas magdalenas que había hecho la noche anterior y que reposaban en la encimera. Las miré. Eran como las de esas películas americanas. Cogí una y la olí.

Cerré los ojos. Y el cajón de tiradores de elefantes bronce que contenía mi medicación, las gotas de somníferos, las únicas capaces de anular mis pesadillas.

Por un instante, pensé que tal vez habíamos comido demasiado. Que quizá fuese mejor olvidarme de ellas.

Levanté la bandeja y la llevé hasta su salón.

No me dio tiempo a descalzarme. Arnaud me tiró en el sofá y comenzó a desnudarme. Lo vi precipitarse sobre una de las magdalenas.

Aparté el dulce de sus labios. Tiró de mis zapatos y los lanzó a la otra punta del salón.

—Me pasaría la noche besándote solamente —dijo.

Rompí a llorar. Triste, como cuando tiras el árbol de Navidad al basurero.

—No lo sabes, pero lo que me enamoró de ti fue tu olor corporal…

Me mordí la lengua. ¿Era el principio de una confesión?

Sus manos zigzagueaban sobre mi camisa.

—De tu sudor…

Las lágrimas y sus besos surcaban mi rostro.

Lo miré. La infancia, aquella etapa en la que elevas cometas al viento, era el momento en el que se forman los gustos. A medida que creces, van cobrando fuerza y se hacen más sólidos. Tal vez por eso, cuando algo o alguien te impacta entonces, a lo largo del rompecabezas de la vida te esfuerzas en buscar algo parecido. O idéntico.

Respiré su incienso.

La luna ocre se situaba por encima de París. Comenzaba a llover. La piel de su cara era suave, pese a que no se había afeitado por la mañana.

Se avecinaba el arrepentimiento y me levanté con la excusa de ir al baño. Tiró de mi brazo para que no me marchara.

Très bien, mademoiselle Abril… Très bien… Pero no tarde…

¿Por qué cada vez que estaba él cerca pensaba en lo feliz que era?

Comencé a angustiarme.

Abrí la taza del inodoro y me arrodillé sobre las frías baldosas. Vomité. Me daba vueltas la cabeza. Me lavé los dientes con el cepillo que Arnaud me había comprado en mi aventura febril. Y salí como si nada. Bebí agua en la cocina.

Giré la vista al armario que había bajo el fregadero.

Tiraría las magdalenas al cubo.

Salí en dirección al salón.

—Están sensacionales.

Un nudo se instaló en mi tráquea.

Petrificada, le quité la segunda de las manos. Pero sabía que ya era tarde.

Me cogió en brazos y me lanzó sobre el colchón de su cama. Me entregué como nunca a sus brazos, rezándole a un dios en el que nunca había creído, para que nada ocurriera. Me atropelló a besos y yo no paraba de repetirle que no dejara de hablarme.

—¿Por qué lloras? —me preguntó.

—Porque te amo con locura y no quiero perderte.

—Pequeña… yo siempre te he querido —dijo con una voz pura que se extinguía a medida que pasaban los minutos.

Sabía que por muchos años que pasaran nunca volvería a estar con otro hombre que no fuera él. La revelación había llegado demasiado tarde y el perdón no había llegado nunca. Por primera vez vi en su rostro los rasgos de mi primer amor, de mi verdugo. El pasado se precipitó en el presente.

—Sigue diciéndome que me quieres, porque yo te quiero mucho.

Me sorbí los mocos.

—Sigue diciéndome que me quieres —lloré impotente—. Lo siento. Lo siento. Te espera una vida maravillosa sobre tu piano.

Imaginé a Arnaud viejo, arrugado en un taburete, a media luz, tocando su piano. Para cada arruga, había una razón. Pude ver los surcos de sus labios secos, marcados con el empeño de una cicatriz. Sus manos de articulaciones rígidas se movían todavía ágiles y las manchas cubrían su brillante piel. El tiempo se reflejaba en mi garganta: mi voz ya no era la misma, pero seguía agradeciéndole a la vida haberme regalado lo que más ansiaba. Un amor que perduraría más allá de la muerte.

El maldito cronómetro de su pulso se estancaba por momentos.

Miedo.

Temblé como nunca antes.

—He hecho algo malo, Arnaud. Por favor, dime algo.

Se quedó dormido sobre mi pecho.

Fue durísimo contener su aliento entre las sábanas.

—Por favor, abre los ojos, vida mía.

Su rostro era el de un ángel que hubiera hecho cualquier cosa por esa niña pelirroja que había conocido siendo un crío.

—Me la debes. ¡Despierta!

Una losa fría cayó sobre mí. Su pecho se clavaba en la cavidad de mi abdomen, todavía caliente.

Los párpados de sus ojos grises no se movían.

No hallaría hueco en el mar, ni en la tierra si él no estaba.

Quería dejar de respirar, como él.

Olí su pelo, por última vez.

Pasé toda la noche sujetando su vida, que se marchaba en torno a mi cuerpo. Cada vez más frío. Más distante. Resbalándose de mis manos, como una mariposa.

Nunca me lo perdonaría. No podía detenerme a gozar de mi victoria.

Pero el pasado siempre vuelve.

Había sido un duro golpe encontrar mi trenza de niña en el cajón de ese cuarto que prometía más bien poco.

Envuelta en seda malva.

Intacta.

Hasta siempre, Adrián.