IV
LA PESADILLA

Permanecí un par de horas tumbada. Pensando. Cuando el sol definitivo se alzó, me acerqué a la piscina, recogí del suelo mis sandalias y arrastré mis pies desnudos hasta la casa. Entré por la cocina. Olía a café para ahuyentar las legañas.

Un madrugador Ezequiel en pantalones de hilo de los de dormir jugaba desgarbado con Humo en la cocina. La sala estaba completamente recogida, sin rastro de la opípara cena de la noche anterior. Ezequiel zarandeaba al animal en lo más alto y le hacía pedorretas en la tripa, como si de un niño se tratara. Sin soltar al gato, agarró con ímpetu mi desorganizada cabellera y me besó ruidosamente en la mejilla para despertarme. Me tendió una taza de café, bien cargado y me senté en la mesa. Me serví un zumo de naranja natural y un par de tostadas. Lo que había mejorado este hombre. Estaba claro que Valeria había conseguido atarlo en corto. Deslicé la mantequilla sobre el pan de molde recién tostado, ensimismada, sin prestar atención apenas a Ezequiel, que me anunciaba un día lleno de emociones a bordo del barco de un buen amigo y su pareja. Pasaríamos el día en la cubierta. Destino, Formentera.

En esto apareció Val, en bragas y camiseta interior. Con un aspecto más que saludable. Arrebatadora. Bajaba las escaleras de piedra todavía dormida, infantil, delicada, estirándose y tratando de domar su melena dorada, ondulada por la humedad. Se acercó, y me rescató de mi ensimismamiento nocturno besándome en la boca cuando Ezequiel no miraba. Las dos no pudimos evitar reírnos descaradamente. Junto a la cafetera, la repentina mirada de Ezequiel que no entendía nada; con una palmada juguetona la obligó a sentarse en la mesa para desayunar en familia.

Estaba claro que Valeria seguía igual de payasa que la última vez que nos vimos, con su risa contagiosa y unas ganas de vivir admirables. Se comía el mundo con sus gestos. La observé devorar con urgencia cada uno de los sabores de la mesa. Hubiese deseado ser como ella, poseer su seguridad. Sentirme importante. Sin fisuras. Allí era donde radicaba mi sufrimiento.

Ezequiel la observaba enamorado. La trataba con delicadeza. Nos manchaba de mermelada la nariz entre risas, disfrutando y entretenido en el transcurso de una plácida mañana cualquiera. La conversación fluía en torno a un sinfín de migas que iban cayendo sobre la mesa inmaculada. Cada sorbo derramado en mi garganta era un momento que aprovechaba para saborear la situación como si no formara parte de ella.

Por primera vez sentí ganas de sentir. De enamorarme. La tierna noche en vela me impulsaba a querer encontrar. Pensé que podría ser capaz de abrirme, de condensar mis recuerdos y mi presente en otro ser. Sin importar un futuro; sin planes ni pretensiones. Me empezaba a motivar la idea de tropezar con una persona que me hiciera suspirar, que me impidiera dormir tanto como mis miedos irracionales. Alguien que me pasara el brazo por la espalda, que me tapase a mitad de noche, que me cogiera de la mano para pasear.

Val me preguntó por Óscar. Le dije que habíamos discutido.

Sobre la cubierta del barco parecíamos los últimos supervivientes de una catástrofe natural, unos átomos de vida en medio de la inmensidad. Lolo, al que había conocido el año pasado a través de Ezequiel, era un reconocido fotógrafo de moda. Cuarentón, tatuado y con el pelo y la barba teñidos de un pálido rubio platino. Su espalda era un inmenso corcel negro alzado y desbocado. Con su voz grave y rotunda, nos presentó a David; su última conquista destilaba juventud, parecía sacado de uno de sus editoriales de la revista Vogue. El mar transparente, a bordo de El Leviatán, oscilaba bajo nuestros pies. En lugar visible, una inscripción sorprendente: «En ese día, el Señor castigará con su espada, su espada feroz, grande y de gran alcance, Leviatán la serpiente que se desliza, Leviatán la serpiente enrollada; Él destruirá al monstruo del mar».

Me hizo pensar. Me hubiese gustado saber cuándo diantre alguien, Dios o quien fuese, le plantaría cara a mis monstruos de una vez por todas. Yo misma me sentía muy pequeña en semejante disputa de gigantes.

Apoyé mi cabeza sobre los barrotes del barco detenido a escasos minutos de Formentera. La claridad de la mañana hería con su belleza. El sol lograba iluminar las profundidades y se empeñaba tozudo en mostrarme todos sus secretos. Los peces se movían en bloque, como cuando somos críos y nos desplazamos siempre en masa. Oxígeno. Distinguí praderas de posidonia oceánica dejándose acunar, esas plantas marinas que convierten el agua en un auténtico cristal y te llaman, como en los cuentos de finales terribles, para envolverte curiosa hasta el fondo y ahogarte.

Me vinieron a la memoria las hadas de mi infancia: Juanita Dientes Verdes y Marga Power. Espíritus de las aguas que sólo se complacían en devorar a los niños. Es posible que inventados por las madres para mantener a sus hijos alejados de las orillas de los ríos y de las aguas. Brujas verdes de largos cabellos flotantes y dientes afilados que arrastran con sus manos huesudas a las víctimas al fondo de sus tumbas acuáticas.

Recordé las leyendas de sirenas varadas. Mujeres de pechos turgentes y cola de pez que seducían a marineros solitarios para guiarlos de la mano hasta el oscuro océano que habitaban y robarles el último hilo de vida con un beso fatal. Cuerpos perfectos e indefinidos de doncellas marinas en un mundo paralelo, a medio camino entre la verdad y la mentira, entre el agua y la tierra, un paraíso marchito de dolor y erotismo negro. Mudo. Macabro. Hasta ese momento, nadie que hubiese sobrevivido a la experiencia de esa dulce agonía, nadie vivo que hubiese sido capaz de ascender por una cuerda desde el oscuro pozo del fin del mar y descubrirlas. Juzgarlas por sus excesos, también.

¡Qué gran verdad eran las mentiras! Las fantasías adquiridas y alimentadas durante la infancia determinan la manera en la que percibimos cada uno de nosotros la realidad. Lo subjetivo es capaz de marcar toda una vida. Tanto o más que lo objetivo.

Un grito me devolvió a la cubierta de El Leviatán. Una Valeria en cólera trataba de darle patadas a un Ezequiel muerto de la risa. La jugada no tenía desperdicio. Observé agotarse a aquel pulpo con las horas contadas.

—¡Maldito seas! —chilló ya en pie—. ¡Pues no estaba yo tranquilamente dormida hasta que el bobo de mi novio me ha tenido que poner al bicho encima!

—¡Qué asco! ¡Y pobre animal! Metedlo en algún lado que se va a morir. ¡Burros!

—¡Pero cómo te favorecen los verdes! —fue lo único que pude articular intentando aguantar el dolor de tripa viendo a Val con un alga asquerosa en el pelo.

—¡Y el anillo del pie! —se burló David, mientras jugaba entre sus manos con el tubo de bucear.

No podíamos contenernos. La estampa era surrealista. La reina de los mares se disponía a darnos a todos un empellón. Parecía que hubiese estado toda su vida entre mejillones.

—¡Estás en tu salsa, nena! —Ezequiel le había colocado un aro de calamar en el dedo gordo del pie y del cordón del biquini le había atado un mejillón—. ¡Oh, poderosa! ¡Coge el tridente! ¡A tu izquierda! —continuó, arriesgando su vida.

—¡Hay foto! —dijo Lolo provocador—. ¡Mirad! —gritó mientras corría como alma que se lleva el diablo a encerrarse en el baño para que Val no le destrozara la cámara. Desde arriba se podía escuchar los histéricos chillidos de Valeria, que consiguió abrir la puerta con una horquilla y castigar a su atacante con calambres, pellizcos y hasta cojera.

Cuando las aguas se hubieron calmado, la nereida y todos los allí congregados nos sentamos alborotados en torno a una mesa, bajo la sombra de un amplio toldo. Los baños de sal nos habían abierto a todos el apetito. Como era de esperar, el pobre pulpo descansaba sobre un lecho de patatas y pimentón dulce. Estaba todo muy rico, había también vino tinto y zumo de tomate para beber, melón con jamón y tortilla de patata, hecha por David la noche anterior. Fría, como a mí me gustaba.

A la hora de la siesta, todos dormíamos, excepto una servidora y la aspirante a pescadera, que aprovechó la tranquilidad de la digestión para leer y fumarse un cigarrillo. Agucé la vista y visualicé las tapas que sostenía entre sus uñas rojas. Lo que moja la lluvia. No me había dicho nada.

Por la noche, llegamos a casa, reventados. Valeria y yo fritas por el sol; Ezequiel debía de ser de otra pasta, porque el muy maldito había cogido en tiempo récord un envidiable tono dorado.

Nos rifamos el aftersun. Humo se había hecho pis en el salón, supongo que era una manera de mandarnos a todos al cuerno por haberlo dejado solo un día entero. Cogí la fregona del cuarto oscuro, llené el cubo de agua limpia e hice desaparecer como por arte de magia las huellas de soledad del ya no tan pequeño gato negro que me observaba a pocos pasos. Si hubiera tenido dedos, habría tirado de mi falda para advertirme de que seguía allí y que necesitaba de mis caricias.

—Gato malo —le regañé.

Lo cogí entre mis abrasados brazos, hasta que se durmió.

A dos zancadas de mí, el mar abierto se situaba justo debajo del afilado acantilado. Subí la mirada hacia las nubes. Sobre la roca se distinguía la silueta de una niña de cabellos al viento, sin defectos y sin ramos marchitos. Lanzaba juguetes al vacío y carcajadas al aire. El cielo era de colores imposibles. Escarlatas, delicados azules de hielo, una paleta fría que anunciaba la puesta del sol o el fin de los tiempos. Una comba, una Nancy, canicas de diferentes tamaños, un balancín, tizas de colores, un indio, un camión de bomberos, una cometa, unos dados, unas tabas, unos patos de arcilla, una armónica. Todo iba cayendo desde lo más alto en un septiembre que estremecía. Una cabalgata de utensilios de la niñez centelleaba en su brusco descenso hacia las olas.

Yo intentaba gritar e impedírselo, desde una lejanía inmisericorde, incapaz de trazar un camino en línea recta hasta la niña del acantilado para apartarla del peligro de las rocas. Ningún sonido emergía de mis cuerdas vocales, estaba bloqueada, sentía pinchazos en los costados y un calor terrible en todo el cuerpo. De repente, la niña cesó de lanzar sus cosas al furioso mar. La pequeña giró su rostro y me miró desde el infinito. No sabría decir si era alta o baja, fea o guapa, si reía o lloraba. Pero en ese preciso instante el cielo se iluminó de luces titilantes. Comenzaron a llover cristales del cielo, convertidos en piedras preciosas al lado de aquella luz. Inmediatamente, me lancé al mar, intentaba llegar hasta allí, pero por más que nadaba no avanzaba. Comencé a chocarme y a herirme con objetos que me golpeaban sin compasión, me hacían sangre. Había perdido a la niña de vista. Debía encontrarla. Me di cuenta de que lo que me empujaba con violencia eran los juguetes; fui consciente de que me pertenecían. Mis muñecas, mi armario de las barriguitas, mi comba, mis pinturas… Chillé con fuerza. Deseé ahogarme. Estaba sola. Pensé en dejar de mover los brazos y abandonar mi lucha y sumergirme en lo más hondo de las profundas aguas.

Al despertar, sudando y agitada, me vi tendida sobre el sofá del salón, con Humo durmiendo sobre mi vientre. Las luces de la casa estaban apagadas. El piso de arriba, en silencio. Me faltaba el aire. Dejé a Humo a un lado del sillón y traté de calmarme sin éxito. Dudé en si avisar a alguien. De nuevo, la muerte venía a por mí. Me puse en pie como pude. Temblorosas, las piernas apenas me sujetaban.

Crucé el salón excitada y avisté el cajón de la cocina. Lo abrí y busqué ansiosa las pastillas que me había recetado la doctora. El lorazepam tardaría poco en hacer efecto. Conseguí calentar agua para hacerme una tila. Tres veces, las conté, se me cayó el mismo terrón de azúcar al suelo. Me aparté los pelos de la frente, empapados de ese sudor frío tan odiosamente familiar. En el exterior, todo en calma. Me levanté de la mesa abrazándome a mí misma, diez centímetros más chiquitita, como encogida.

Me coloqué frente al majestuoso espejo con marco dorado de la entrada, intentando reconducir y orientar a la chica de ojos vidriosos que se situaba en su interior, secuestrada detrás del cristal. Una bonita joven de largos cabellos rojos clavaba su mirada suplicante en mi blanco rostro; el arrebol del sol había desaparecido. La imagen del espejo me devolvía una sonrisa con la que engañar a mi cerebro; una falsa felicidad que sólo tiraba de la boca. Las mejillas no se elevaban, ni los ojos se entrecerraban en amables patas de gallo. La atmósfera tensa me consumía y hacía añicos a la chica atrapada en aquella cárcel transparente.

Salí al jardín. Inspiré la noche para ventilar mis pulmones y no asfixiarme. Charlotte me había dicho que cuando tuviera un ataque de pánico, la avisara. Me imaginé acudiendo presa de la angustia en pijama a su casa, como otras noches, para que ahuyentara a mis monstruos con sus pinceles. Pero a la isla le tenía que doler su ausencia. En su jardín, un paréntesis de consuelo instantáneo, Charlotte tejía con palabras dulces una balsa de agua pura donde precipitarme. En una ocasión, dispuso dos caballetes con sendos lienzos blancos, iluminados por una lámpara de aceite. Me instó a pintar. A partir de ese momento, cada noche de terror se fue convirtiendo en una sábana de trazos imperfectos, de colores cada vez menos dolorosos; fue allí donde comenzaron a cobrar vida sus relatos de París. El punto de partida para empezar a escribir mi libro, gestado en una hipnótica noche de un París lluvioso junto a Chloe-Valeria. Para tal fin, utilicé una preciosa máquina de escribir, una reliquia de mi vecina con las teclas borradas por los años. Bajo la tutela de lunas de infarto y una cálida Charlotte, que todo me lo daba, sin pedir nada cambio.

Los segunderos del reloj de mi pecho iban cada vez más lentos. Mi pulso se estabilizaba y decidí adentrarme en el jardín vecino, a pesar de que sabía que mi amiga no estaba. Cogí las llaves de la casa contigua y una linterna y me dirigí en bata a través del camino de piedras hasta su verja. Giré la llave y me sumergí en su tierra húmeda. Los aspersores habían dejado de funcionar hacía poco rato escaso.

Numerosas pajareras antiguas vacías decoraban el jardín. Algunas más altas y estrechas, otras bajas, palaciegas. Paseé somnolienta cerca de los árboles con mariposas de telas colgadas de las ramas como trapecistas; de sus alas caían gotas de agua y aparentaban derretirse al calor de mi linterna.

Bajo una pérgola gigante, rodeada de setos y sostenida sobre baldosas de barro, unos sillones de mimbre con alegres cojines y elegantes mantas tejidas a mano sobre las que descansar de los pesares del mundo. En el centro, una mesa pequeña sostenía diversos motivos decorativos. Bandejas cansadas de ser útiles con bellas formas de plata vieja. Unos ovillos de madera. Velas blancas derrotadas por el fuego. Pequeñas acuarelas desordenadas. Siglos contenidos en el universo de Santa Agnès. Me senté en uno de los sillones y cerré los ojos. Pensé en el chico de los bollos de leche, en las horas de sol en El Leviatán, en Valeria, en el gato a punto de morir atropellado, en la niña del acantilado, en Ada, mi personaje, en mi libro.

El sueño artificial estaba a punto de vencerme, cuando de repente escuché un ruido. Contuve la respiración. Unos pasos se acercaban. Dejé prácticamente de respirar y me puse en pie.

—¿Quién anda ahí?

Nadie contestó.

Cogí el extremo de un candelabro del suelo con una mano y la linterna con la otra. Y amenacé a la oscuridad con el arma. Debía de estar de película o tremendamente ridícula, porque tras unos segundos eternos, me llegó una voz lejana y familiar…

—Y el mayordomo mató al bibliotecario con el candelabro en el jardín.

Escuché reírse a un Ezequiel en calzoncillos y bata jugando al Cluedo.

Me quedé sin habla y me tiré al sillón.

—¿Pero se puede saber que haces aquí a estas horas de la noche? ¿Estabas haciendo espiritismo o remendándole los cojines a la vecina?

Se acercó hasta la pérgola semiiluminada. Cuando hube recuperado la voz, le mandé a la mierda en diez, tal vez veinte o treinta ocasiones.

—¿No te das cuenta de que por poco no me da un infarto? —le reprendí—. Eres un gilipollas, Ezequiel, si lo llego a saber, te tiro el candelabro a la cabeza.

—El susto me lo has dado tú a mí, psicokiller. Que me he levantado a hacer pis y te he visto salir, pensaba que ocurría algo; como Val es sonámbula, se me ha ocurrido que al ser tan amigas se te habría pegado lo mejor de ella.

Le puse cara de enojo.

—Ven, anda, dame un abrazo, que yo sólo he venido a salvarte —bromeó.

Me acerqué, le di un pisotón y le abracé, feliz de que fuera él el que hubiese cruzado el jardín y no un tarado ibicenco con un hacha o una pistola.

Ezequiel conservaba ese guapo subido de la carrera. Teniéndolo allí tan cerca en calzoncillos, pensé en lo surrealista de la situación.

—Empecé ayer a leer tu libro, se lo robé a Val del bolso —murmuró—. Engancha —prosiguió—. Le dedicas tu libro a una tal Chloe… ¿Quién es Chloe? —preguntó curioso.

Me encogí de hombros.

—Así que no quieres decirme quién es esa chica misteriosa… —me provocó.

Evité contestar.

—¿No?

Me sujetó por la cintura y emprendió una guerra de cosquillas y cojines hasta que no pude más. Me caí de bruces contra las baldosas. Ezequiel insistía en su idea de hacerme confesar. Continuaba y continuaba. Si antes casi me había matado de un susto, ahora estaba metiéndome una paliza de cosquillas difícil de soportar. Hasta se me caían las lágrimas. Se tiró encima de mí, con mi cuerpo aprisionado entre sus dos piernas, me tapó la boca con sus manos y empecé a pegarle mordiscos para que me soltara.

—¿Sigues sin querer decírmelo? —me preguntaba jugando a sonsacarme información como si yo fuera un mafioso al que se le mete la cabeza dentro del agua o se le corta un dedo para que cante.

Los dos reíamos sin aliento.

Ezequiel no apartaba la mano de mi boca. No podía soportarlo. Le mordí, le escupí en la palma para obligarle a llevar a cabo una retirada a tiempo. Y nada. Ya no deseaba librar combates de ninguna clase. Pataleé sin éxito. Sufrí un cortocircuito. Así, sin más. Lo abofeteé. Ezequiel me soltó perplejo, se retiró el pelo de la cara con su mano derecha preguntándose que había pasado.

—¿Por qué no me soltabas? ¿Por qué? ¡¿Por qué?!

Ezequiel me observaba confuso, deshaciéndose en mil perdones. En el fondo yo sabía que no quería hacerme daño, únicamente jugar. No entiendo qué me había ocurrido, pero estaba fuera de mí.

—Perdona, Ceci, yo no…

—¿No sabes medir hasta dónde llegar? ¿O qué te pasa?

—Pensaba que…

Fui a hacerle daño.

—Chloe es Val. ¿Te enteras? ¡Es Val!

Me arrepentí de esas palabras antes de terminar de pronunciarlas. Lo miré a los ojos y me marché corriendo hasta Can Calèndula, sin mirar atrás. Dejando a un Ezequiel contrariado y apesadumbrado por lo sucedido, tendido en uno de los sillones de Charlotte.