XVIII
EN LA BOCA DEL LOBO
El martes fue uno de esos días en los que no ocurre nada. Mantuve conversaciones poco importantes con Valeria y mi familia y cené en casa de Aurora, que no mencionó haberme visto acompañada la noche anterior. Tampoco yo saqué el tema. Mi vecina acababa de terminar de leer Lo que moja la lluvia y estaba eufórica y con cientos de incógnitas que yo no tenía fuerzas ni ganas de despejar. La noche llegó de la mano de una sensación de inseguridad indescriptible. Me imaginé a aquel al que sólo me unía un contrato riéndose al verme hacer el ridículo frente a una ventana; ordinaria, vulgar e insensible. Saboreé las mieles de mi amarga soledad tendida entre cojines.
Dejé de regar las orquídeas. Aguardé varias noches un mensaje de móvil que me recordara que debía hacerlo. Deje que se fueran, como él había hecho. Tirarlas al contenedor fue una venganza absurda. Qué culpa tenían ellas… Nunca habían tenido culpa de nada.
Yo era un sauce llorón. Mis lágrimas no servían ni para purgar el alma. Era indigno abandonarme. Se lo había tragado la tierra, y me había dejado mareada y perdida.
Humo era una valiosa compañía. Se las arregló para hacerse una bola a mi lado cada vez que el desaliento me superaba y acababa por tumbarme durante horas.
Los párrafos que escribía en el iPad eran rabietas que pensé en suprimir.
Esos días en París eran luminosos, como en mi isla. Me esforcé en mantener el buen humor, pese a no haber vuelto a tener noticias de mi editor, como un método para no enfermar. Pensé en desaparecer yo también. Coger el primer avión y regresar al techo materno. Sufre más aquel que espera que aquel que nunca espera a nadie. ¿Por qué no daba señales de vida? Lamenté la catástrofe de su partida. Para mí él había sido una revelación, había puesto toda mi fe, como nunca antes, en agradarle.
Imploré que sus ojos grises se dieran la vuelta en cada esquina de París, pero sólo encontré la tosquedad de los franceses, que a ratos pueden resultar ciertamente desagradables y antipáticos.
Hubo un atardecer en el que las nubes se desplomaron en miles de gotas platino.
El jueves me duché después de prepararme un chocolate caliente. Mi cuerpo era un témpano de hielo y ni siquiera la calefacción o el agua caliente consiguieron templarme. Mi ánimo arrastraba la obsesión de no haber superado sus expectativas, o quizá la de haberme comportado como una cría.
Me sequé con la boca triste, la mirada triste. El día en sí era triste. No me apetecía la actividad física, ni leer, ni descubrir más detalles dentro de los límites de lo que debería ser un hogar y que ese día no era más que un búnker que me protegía de la que estaba cayendo fuera. Acabé de secarme el pelo, boca abajo. La cabeza me dolía. Me temí lo peor, mi cuerpo agotado cayendo en espantosas fiebres.
Vibró mi móvil.
Arnaud, Larmes de Crocodile
Baja conmigo.
Sin más, como si hubiésemos ido a ver aquella obra de teatro la noche anterior. Habían pasado diecisiete agónicos días que fui ensamblando uno a uno. Me hubiera gustado reír escandalosamente, pero le odiaba por no haberme dicho que iba a ausentarse. Lo habría entendido. No había nada entre él y yo… de veras que lo habría entendido… y mi espera no habría sido una tortura dolorosa. Miré hacia la ventana. En realidad, no tenía por qué darme ninguna explicación, yo no era nadie… Cogí el paraguas. Me puse unos leotardos hueso, las botas rojas y un vestido gris. Elegí el abrigo de paño gris que tanto me gustaba. No abrigaba mucho, pero su coche tenía una temperatura más que placentera. Me pellizqué las mejillas y me precipité escaleras abajo, sin dejar de sonreír. Al bajar, estaba en el portal, como una aparición.
—Hola, Cecilia.
Me abrió la puerta con cortesía. Salí y abrí el paraguas. La Rue Lagarde se había convertido en una piscina. No vi el coche. Comenzó a andar y yo le seguí, para taparle. De repente, me cogió la muñeca. Le miré pensando que me iba a reñir, a gritar o algo parecido. Separó mis dedos secos y cogió el paraguas que sostenía. Lo tiró en una papelera próxima sin preguntar. Mi cuerpo comenzó a encharcarse, el suyo también. Me dio la mano. No sé por qué lo hizo, no estábamos en el cementerio y conocía bien las calles.
—Me estoy calando —me quejé.
No contestó. Prosiguió pisando con la distinción innata que le caracterizaba las aceras mojadas, conmigo al lado.
—¿Por qué fumas? Siempre he pensado que los que lo hacéis no os queréis lo suficiente…
—Ya no lo hago —sostuve—. ¿Te enfadas porque fumo? —murmuré anonadada.
Enmudecí al recordar consternada cuándo había sido el último. Bajé la cabeza y al hacerlo un velo de lluvia me obligó a cerrar los ojos. Me costó volver a levantarla.
En diez minutos estaba ya tiritando. Su mano me cogía con firmeza, hasta con rabia, diría yo. Dejó de hablarme.
—¿Qué te he hecho? ¿Por qué no me hablas?
—No estoy enfadado contigo, Cecilia —afirmó por fin con una sobriedad sobrecogedora.
—Nadie lo diría…
Las calles estaban prácticamente desiertas. Sólo alguna flemática mujer francesa caminaba ida bajo su paraguas, asustando con sonrisas desdibujadas.
—Lo estoy conmigo mismo.
Quise soltar la mano, pero no me dejó.
—¿Dónde has estado? —le pregunté contemplando el suelo. Me volví luego hacia él, que no me miraba.
Las gotas atronaron en el silencio. Nos dirigíamos hacia el noroeste de París, según mi brújula imaginaria.
Varios pasos de cebra después, aparecimos en la puerta de entrada de los jardines de Luxemburgo. Su mano no dejaba que me circulara la sangre correctamente, aunque seguía caliente. Mi pelo escurría el dolor de aquellas semanas. Yo era toda abnegación, devoción; en ninguna otra circunstancia estaría sufriendo tamaño esfuerzo. Estaba impresionada por lo que era capaz de hacer por él. Su voz era un cebo. Quería oírla. Rodeamos un estanque profundo, rectangular y escondido entre árboles.
—No eres fiel a tu manera de pensar y sentir —sentenció con susurro de un encanto incalculable al llegar, a través de un suelo de hojas y barro, a la solitaria y hermosa fuente María de Médicis, la Fuente de los Amantes. Aquello fue un golpe bajo.
Ladeé la cabeza hacia la gruta. Galatea y Acis, enamorados en mármol blanco, se retorcían uno sobre el otro. Más arriba, se elevaba la figura mitológica gigante del cíclope Polifemo, en bronce, que los acechaba celoso desde lo alto, inclinado hacia delante con una rodilla en tierra, en una postura amenazante. Su pelo enmarañado y su barba le conferían un aspecto salvaje al fondo del estanque.
Cuando me dijo aquello, tuve la impresión de que Arnaud había visto a la Cecilia que nunca quise ser. Abatida, dejé caer los brazos. No acostumbraba a pasear con lluvia. Y menos con frío. El dardo envenenado que suponían sus palabras me hizo llorar, pero aquellas lágrimas se confundieron con gotas de lluvia.
—Tengo la absurda sensación de que debo justificarme. Tú ni siquiera contestas a ninguna de mis preguntas. Eres ciertamente oscuro. ¡A veces me das miedo!
Aquello le dolió y le enfureció a partes iguales. Su hermoso rostro, casi borroso, se apagó.
—Nunca —dijo levantándome la voz—, nunca, desde que te leí —continuó tomando más aire— las he necesitado.
—¿Dónde te has metido estas semanas? ¡Vamos! No te estoy pidiendo las coordenadas… —le pregunté levantando la voz, sin esconder mi gimoteo y arrastrada por un impulso incontrolable.
—He estado en la casa que tienen mis padres a las afueras.
Busqué con pasión entender el motivo.
—No quería hacerte daño —dictaminó con frialdad.
No mostró ningún signo de emoción al afirmar categóricamente aquello.
—¿Por qué habrías de hacerme daño? ¡Dime!
No contestó.
—¡Dímelo! ¡Dímelo! —le grité en un acceso de locura.
Me agarró del brazo y me sacó del parque, llorando desconsoladamente. Levantó el brazo, paró un taxi y me dio un billete de cincuenta euros.
—3, Rue Lagarde, s’íl vous plaît.
No tenía fuerzas para gritarle que no quería volver sin él. No otra vez. El taxista me miró mal, con razón. Al sentarme me diluí, como si decenas de barriles de agua se hubiesen derramado sobre el asiento trasero. El coche se alejó, miré por la ventanilla y lo vi embistiendo de nuevo los charcos del parque, con las manos en los bolsillos y la cabeza baja. Hice denodados esfuerzos para reprimir el vómito.
Las defensas de todo mi cuerpo quedaron en el fondo de aquel estanque. Llegué a casa y ni allí conseguí entrar en calor. Llené el comedero del gato y me tiré en el diván.
Algo más de una hora después llamaron a mi puerta. Arrastré los pies para ver quién era a esas horas. No me encontraba bien. De hecho me encontraba fatal. Era la primera vez en mi vida que abría la puerta sin mirar antes por la mirilla. Probablemente, de haberlo hecho, no habría rotado el pomo.
Un Arnaud, como recién salido del mar, trataba de decirme algo.
—No importa, Arnaud, no me siento con fuerzas de hablar.
Adelantó su mano y me la puso en la frente. La retiré con una mueca de desprecio.
—Arnaud, márchate, por favor, necesito descansar.
—Dame las llaves.
Me toque la cabeza. Iba a caerme en cualquier momento.
—Dámelas he dicho.
Obedecí como un autómata para que se callara. Me cogió de la mano y con la otra abrió la puerta de su casa. Un racimo de escalofríos recorrió toda mi espalda. Me sentó en el salón de su ático, en el que ya no había un rayo luminoso de polvo, magdalenas o tazas rojas. Todo era irreal. Necesitaba dormir. Los músculos no me sostenían. Le vi quitarme las botas rojas. Los talones de mis leotardos era lo único de mi indumentaria que estaba seco. Me levantó el vestido para quitármelos. Al principio me resistí, pero no tenía fuerza suficiente para impedírselo. Podía hacer conmigo lo que quisiera. Comencé a llorar de nuevo, al recordar viejas heridas. Me observó con tristeza. Me los quitó pese a todo. Los desenrolló lentamente, después de levantar mi pelvis con sus manos para que cedieran. Se quedó fijamente mirando el empeine de uno de mis pies. Quizá fuera uno de esos fetichistas… Me ardía el cuerpo. La fiebre no me dejaba razonar ni responder a lo que estaba sucediendo. La cabeza me pesaba y cerré los ojos. Noté cómo me desabrochaba el vestido gris abotonado de arriba abajo. No hay duda de que era hábil, mi piel quedaba al descubierto demasiado deprisa. Sacó las mangas por mis brazos. Yo era un muñeco de trapo, ya ni siquiera me molestaba en mirarle. Me enderezó y me desabrochó el sujetador, que mojado por la lluvia no escondía secretos. Sacó los tirantes y noté que ya nada me cubría el pecho. Mi cabeza no me pertenecía.
Por último, encajó sus dedos índice y anular en los laterales de las húmedas bragas blancas y las deslizó por mis largas piernas hasta que las pudo sacar.
Escuché cómo se encerraba en el baño. Quizá fuese a ponerse un condón y a aprovechar que estaba semiinconsciente.
—¿Voy a morir? —pregunté llorando entre delirios.
Lo recuerdo cogiéndome en brazos, en camiseta y con el pelo mojado. Lo recuerdo vagamente metiéndome en la bañera helada, con sumo cuidado. Lo recuerdo poniéndome una toalla en la nuca. Lo recuerdo sentándose al lado para que no me ahogara, con una mirada limpia y pura, hecha agua. Me quedé así un buen rato.
El suelo de la bañera era de arena.
«Mamá, te juro que yo no he hecho nada, te lo juro, ha sido él. No he hecho nada, sólo quería ir a las ferias. Mamá, por favor, tienes que creerme. Me encuentro muy mal… Mamá, llovía y nos escondimos… Me gustaba mucho, muchísimo… Pero yo a él no… Vámonos a casa esta misma noche».
No sé si lo imaginé o Arnaud se tapó la cara para que no le viera llorar. Debí decir todo eso en alto, con el corazón ensangrentado.
¿Dónde estaba?
¿Mamá me había metido en la bañera una vez más? Papá debía de estar cerca. No quería que me pusiera más esos supositorios…
El agua gélida en mi piel parecía aceite hirviendo. Quemaba. Miles de alfileres me apuntalaban.
Quitó el tapón de la bañera y me envolvió de nuevo entre sus brazos, dentro de una toalla grande y suave. Se sentó en la taza del váter y me arropó encima de sus rodillas, con la toalla aprisionando mi cuerpo y mis brazos. Alargó la mano y cogió un secador de pelo. Se molestó en agitar mi cabello hasta que se evaporó todo rastro de humedad. Ni siquiera me quemó la orejas como hacía mi madre. Estaba agotada. Me metió en su cama. Me puso el termómetro. Me trajo una pastilla y un vaso de leche caliente. Ni siquiera me sentía capaz de tragar y mucho menos de sostener la taza. La cogió él con sus manos. Y me fue ofreciendo poco a poco el calor de aquel líquido blanco con sabor dulce. Creo que era miel. Recuperó el termómetro.
—¿Por qué haces todo esto? —dije secándome las lágrimas con el dorso de la mano.
—Porque tienes que seguir escribiendo —dijo muy bajo—. Shhhhh…
Lo miré, dócil, deseando obtener su difícil y exigente aprobación. Sólo cuando hice lo que se esperaba de mí y me hube terminado la leche, me palmeó la rodilla, asintiendo complacido. Me arropó y apagó la luz de la habitación.