II
QUINCE AÑOS DESPUÉS

Absorta en la rústica tarea de pasar lista a las gallinas, no reparé en el timbre. Era Charlotte, mi vecina, que como cada mañana me traía pan recién hecho; a cambio yo le obsequiaba con unos cuantos huevos frescos de mis inquilinas aladas.

Hacía ya dos años, el verano que cumplí veintiséis, que había decidido trasladarme a vivir a Santa Agnès de Corona, un tranquilo pueblecito de Ibiza donde me convertí en la casera de una preciosa casa payesa propiedad de Valeria, una buena amiga. Aunque había acabado la carrera aceptablemente, y podía haber encontrado algún trabajo, lo que quería era tiempo y espacio para escribir. Dos semanas antes del traslado, había recibido la llamada de Noe. Hacía meses que no sabía nada de ella, pero no me sorprendió. Noe es y será una de esas amigas que aunque pase el tiempo sin tener noticias de ella, siempre sabes que va a estar allí.

Me habló de lo apasionante que le resultaba su trabajo; parecía satisfecha con el sentido que había cobrado su vida y sus labores como abogada, profesión en la que volcaba su fortaleza y su personalidad. Me alegré de escucharla, por fin, después de tanto tiempo. Pero en su timbre de voz noté que no se atrevía a decirme algo que le rondaba. No acababa de estar segura de si debía transmitirme esa información, o por el contrario, pasarla por alto y dejar que las cosas quedaran como estaban.

—Cecilia…

Se quedó callada después de pronunciar mi nombre. Me asusté.

—¿Qué pasa, Noe?, me estás preocupando. ¿Estás bien?

—No sé si cometo un error…

—Noelia, te lo ruego, me tiemblan las piernas… ¡Escupe ya lo que tengas que decir!

Dudó. Me recuerdo tragando saliva.

—Hace algo más de un año tuvo un accidente de avioneta —susurró por fin.

No contesté.

—¿Quién?

—Cecilia. Sabes de quien te hablo…

Tragué saliva.

—No va a recuperarse. Está en coma.

No esperaba algo así.

Se me durmieron las manos y los brazos.

Casi sin aliento, me dejé caer en la silla y rebusqué en los cajones de la memoria, derramando sobre el suelo la gran taza de té que me acababa de preparar.

—¿Me oyes, Cecilia? Te has librado de él. —No podía emitir sonido alguno—. El destino es caprichoso, cariño…

Fue lo último que escuché antes de echarme a llorar. Mentiría si no reconociera que fue en ese momento cuando decidí volver a reconciliarme con el mar. Con Noe, al otro lado del teléfono, escuchando mis sollozos reprimidos durante años.

—¡Cecilia! ¡Soy yo!

Del susto, un huevo fue a parar al suelo.

—¡Cecilia! —volvió a chillar una voz femenina con su español teñido de pinceladas francesas.

Y es que, pese a llevar en Ibiza más de treinta años, su acento seguía revelando sus orígenes galos.

—¡Voy! —me apresuré a contestar.

Abrí la puerta y la invité a pasar. Traía consigo una botella de vino blanco, salmón que ella misma había marinado con mimo, un poco de queso y un exquisito pan de nueces.

—Charlotte, ¿qué celebramos? —le pregunté intrigada mientras le estampaba dos besos.

Sonrío.

—¿Me vas a dejar entrar o no?

Se adelantó orgullosa y sonriente mientras meneaba su generoso pandero. La seguí intrigada. Charlotte era una adorable mujer de cincuenta y nueve años, jovial, que nunca había tenido hijos y que vivía en pecado con Leo, un empresario catalán, propietario de una pequeña editorial, al que había conocido durante unas vacaciones familiares en la isla pitiusa. Era una pareja muy bien avenida. Él era un hombre tranquilo, que vivía a caballo entre Barcelona e Ibiza, que convivía con Charlotte, quien envejecía bellamente, culta, deliciosamente brava, valiente y felizmente atrapada entre sus pinturas y la magia de la isla.

Me fui a la casa a buscar un par de copas. Por el rabillo del ojo vi como Charlotte se dirigía hasta mi rincón favorito del jardín, junto a la piscina, y sobre el mantelito de cuadros vichy rojos y blancos de la mesa, colocaba el temprano almuerzo. Después, rebuscó en su cesta de mimbre. Oculto y envuelto cariñosamente en un pañuelo de lino, extrajo un libro.

Me acerqué. No pude contener las lágrimas.

Me cogió con ambas manos la cara y mirándome a los ojos me dijo que recordase lo que me había dicho. Que ese libro y las palabras que había vertido en él, me harían libre para siempre.

Leí ahogando un grito silencioso. Apreté con mis temblorosos dedos las tapas duras del volumen.

Lo que moja la lluvia.

¡Por fin tenía mi novela en las manos! El resultado de tanto trabajo condensado en trescientas páginas. Era lo que más me había costado hacer en la vida y también lo más ineludible. Hacía unos meses le había enviado el original a una pequeña editorial, una de mis favoritas. ¡Y habían aceptado publicarla! En la portada, una ilustración hipnótica. Charlotte se había encargado de darle sentido y color a la historia que escondían sus páginas con una creación suya. Lo olí. No podía creerlo.

Ella había sido clave. Desde que aterricé en Santa Agnès, en largas conversaciones, me había ayudado enormemente a situar la historia en su ciudad natal, en un París de acuarela, y a comprender mejor la vida francesa a través de sus cuentos y recuerdos de infancia.

Yo había estado en París años antes, en el viaje de fin de curso, con mis compañeros de la licenciatura en Periodismo. Fue una ocasión memorable, ocho días de auténtico frenesí. La Revolución francesa.

La ciudad me regaló la necesidad del cambio. No sólo por la belleza de sus recovecos, sino porque, inexplicablemente, por algún otro motivo, en aquel lugar se instaló en mí la sensación de reconciliarme por fin conmigo misma, con la vida en general. Aquello me hizo pensar por primera vez en la posibilidad de escribir. Como si el agua turbia de sus aceras borrara de un plumazo mi pasado más oscuro.

La víspera de nuestra partida, tras un día de lo más artístico, en espléndida armonía entre lo antiguo y lo moderno, los que sobrevivimos a la borrachera de la noche previa, visitamos el Louvre y callejeamos después, calándonos bajo la bruma de un París de nieblas que se clava en lo más hondo. Nada hacía presagiar lo que iba a dar de sí la noche.

Cuando las tiendas bajaron las persianas, nos dirigimos corriendo hasta el río. Acabamos hacinados en un restaurante español a orillas del Sena, resguardados de una lluvia rebelde. El tiempo, detenido. Habíamos pasado la tarde deambulando por Le Marais, en la margen derecha del Sena, y como la lluvia nos había dado un poco de tregua, nos habíamos deshecho de los paraguas. Gran error. Poco después, las gotas montaban en cólera y amenazaban con azotarnos con la fuerza de un disolvente. Sin embargo, no hacía frío. Mis calcetines estaban encharcados, como si los hubiese metido bajo la ducha del hotel.

Por supuesto, las había en peores condiciones que yo: la que estaba en un estado más lamentable era Valeria, la novia de Ezequiel, uno de los más guapos de mi promoción pero tan celoso que se había llevado a su chica al viaje. Suponíamos todos que para evitar que se liara con otro durante su ausencia. La observé sentada frente a la mesa, ordenando su rubia y mojada melena ondulada por encima del hombro, mientras se encendía un cigarrillo. Llevaba los labios pintados de un fulminante rojo y se mecía sobre unos tacones de infarto que no dudó en quitarse nada más llegar. Sonaba música flamenca de fondo. A nuestra izquierda, una pata de jamón expuesta en una vidriera no paraba de dar vueltas, como si de una bailarina dentro de una caja musical se tratase. Pedimos vino para acompañar el arroz negro que se estaba cocinando. Sacamos los cubiertos de un cajón escondido en un lateral de la mesa. De entrante, una esferificación de aceituna verde y unos vasitos de ajoblanco. Nuestro último día en París.

Recuerdo pasar de una atmósfera de risas al llanto. Nuestro grupo, enfrascado en contar anécdotas del curso y críticas despiadadamente graciosas, continuaba entre carcajadas dejando a la luz dientes cada vez más negros, diana de las fotos que conservarían aquellos instantes locos. Presentía que algo iba a suceder; el camarero no le quitaba ojo a Valeria. Ezequiel, a mi lado, se estaba poniendo malo cada vez que el garçon rellenaba las copas de vino y de soslayo clavaba la mirada en el vestido mojado de nuestra compañera. Ella, divina, por joder supongo, ya harta de la mirada inquisidora de Ezequiel, sacaba pecho.

Cuando se alejó el camarero, Ezequiel intervino.

—Ya está bien, ¿no? Llevas toda la noche calentando al personal.

Nos miramos todos, estupefactos. Teníamos ganas de que estallara otra tormenta. No queríamos perdernos ni una. Y estábamos, la gran mayoría, lo suficientemente cocidos como para unirnos al vencedor con una ovación. La noche prometía.

—No me montes el numerito, ¿ahora qué coño te pasa? —se apresuró a contestar Valeria, toda romanticismo.

—Valeria. Tápate. O ponte la servilleta. Con ese vestido se transparenta todo, el camarero no para de mirarte… ¡No me jodas! Si se te ve hasta el código de barras…

De repente, todos los ojos dirigidos al vestido de Valeria, con la que la lluvia se había ensañado.

Ezequiel se tocó el pelo con ambas manos.

—Déjame en paz, estás haciendo el ridículo —le contestó Valeria, poniendo a prueba su paciencia—. Llevo sujetador… Esto es absurdo… ¿Qué hago dándote explicaciones? Hago lo que me da la gana y como sigas con el numerito, me lo quito.

Valeria masculló un insulto en voz baja, pero no me enteré porque justo en ese momento estornudé inoportunamente.

—¡Que se lo quite! ¡Que se lo quite! —gritó la afición al unísono.

Ezequiel los mandó callar, realmente cabreado.

En el fondo, creo que Valeria estaba más que satisfecha al comprobar que los demás nos estábamos dando cuenta de lo inseguro que podía llegar a ser Ezequiel, a pesar de sus esfuerzos por convertirse en el gallo de corral. Lo más fuerte era que se palpaba la química entre ellos. Pero Valeria se había sublevado y lo estaba sacando de sus casillas. Adrede. Las mujeres, que de esto sabemos un rato, nos damos cuenta enseguida de los pequeños detalles. Y es que Valeria tenía enfilada a Berta, dos asientos a mi derecha, que estaba disfrutando en silencio de la escena.

Berta se había comportado de manera descaradamente seductora con Ezequiel durante todo el curso. Éste, con una venda en los ojos de tres centímetros de espesor, no había puesto ni una sola vez freno a sus intencionados acercamientos, tachándola, equivocadamente, de amiguísima compañera de pupitre. Era obvio que la otra se moría por un beso o, poesías aparte, por un revolcón.

De nuevo, el camarero. Todos con la vista hacia el muchacho al que le habían asignado nuestra mesa de veinticuatro comensales. Un poquito más de vino para el grupo, también para Valeria, ésta ya con la vista clavada aposta en el chico de rasgos singularmente pajilleros. Risas contenidas.

—Ya veo, te has propuesto amargarme el viaje, iba todo demasiado bien —arremetió Ezequiel indignado.

—Dímelo tú, que me has traído para tenerme controlada —contraatacó ella.

Una de dos, o seguían hundiéndose en el fango de sus miserias, que era lo que deseábamos ansiosos, o la situación reventaba por algún sitio.

—¿Te has vuelto loca? Si fuiste tú la que hace unos meses me dijo que te encantaría conocer París después de ver Amèlie

—¡Ja!

—Pero claro, te dedicas a hacer el golfo y éste es el resultado…

Valeria apretó la mandíbula. Pensé que le iban a estallar las muelas. Hasta las trancas de vinito dulce, se situó cerca de Ezequiel, intentando mantener estoicamente la vertical, cosa que le costaba incluso sin tacones, y le propinó una sonora bofetada.

Ezequiel le iba a soltar un improperio, pero Valeria se adelantó al piropo y se echó a llorar desconsoladamente mientras abandonaba el comedor.

—Señorita, ¡se deja los zapatos! —le avisó el camarero pajillero.

Valeria observó al dispuesto joven por unos instantes, con descaro, antes de abandonar descalza el restaurante con su bolso. Luego le dirigió una mirada ahogada a Ezequiel y le sacó un dedo.

Silencio.

Como nadie hacía ni decía nada, me levanté de la mesa, cogí el móvil y me apresuré para intentar cazarla para convencerla de que volviera y se arreglara con su novio. Pero mis palabras resultaron en vano. Lloraba, gritaba con rabia y maldecía a Ezequiel como si después de aquello no hubiera un mañana. Íbamos ambas dando tumbos, cogorzas perdidas, «comme une bulle de savon perdue dans l’air de la ville».

Vaya maridaje: lluvia, lágrimas y el río a nuestro paso. En aquel entorno acuático de confusión mental, decidimos que lo mejor sería dar una vuelta. Eran las once de la noche y la ciudad estaba perturbadoramente bella. Y a cada paso sin zapatos, el llanto de Valeria se iba disolviendo por las aceras relucientes. Nos refugiamos bajo un portal, le ofrecí un pitillo, se lo encendí y observé en el reflejo de la pitillera cómo con la lluvia el khol de mis ojos se había deslizado a través de mis mejillas, Valeria sonrió y con las yemas de sus dedos intento borrar de mi cara la sombra de carbón; ella estaba aún en peores condiciones que yo, así que decidí hacer lo mismo. No entiendo cómo pudo suceder, pero allí, mareadas bajo un manto de contratiempo, frías y húmedas, Valeria agarró mi pelo suelto, acercó sin opción su cuerpo al mío y comenzó a besarme con la furia de quien quiere saltarse las normas una tras otra, adentrarse en lo prohibido, sentirse, esta vez con razón, cruel, dejándome el sello de sus rojos labios hinchados en la comisura de mi boca.

Estaba aterrada. Su lengua etílica se deslizaba sobre la mía. Asomó el miedo ante lo desconocido, ante lo que ocurriría en los minutos inmediatos al lascivo beso que estábamos protagonizando en la calle, sin percatarnos de si alguien ajeno a nuestras vidas pasaba a nuestro lado.

Enfrente de nosotras, un estrecho hotel parisino, viejo y rancio, se anunciaba con luces que parpadeaban como si de un puticlub se tratase. Como dos colegialas en medio de una travesura mayor, nos adentramos en él. En la minúscula recepción, un adorable viejecito con cara de haberlo visto todo, nos dio una gran llave, contemplándonos con un semblante vivido de esos a los que no puedes engañar.

Subimos las escaleras de caracol agarrándonos a la barandilla para no caer. Nos sosteníamos a duras penas y reíamos de puntillas en la cuerda floja entre lo moral y lo inmoral, entre lo inocente y lo pecaminoso. Alcanzamos la tercera planta. Un cartelito con el número 306 colgaba de una delgada puerta. Una habitación enmoquetada, con una cama cubierta de estampados florales del siglo pasado en su interior, nos dio la bienvenida. Abrimos una gran ventana con vistas a la enigmática ciudad. Las cortinas se mecían agitadas como nuestra respiración.

Iba a decir algo, pero Valeria me tapó con su mano las palabras y me susurró al oído:

—Será nuestro secreto, como en un juego. Esto no habrá ocurrido nunca. Yo seré Chloe —murmuró.

No hubo tiempo de réplicas. Nos desnudamos la una a la otra. Bajo la atenta mirada de la luna que se transparentaba a través de la tela, como el cuerpo de Valeria, ya Chloe, a través del vestido empapado. Nos abandonamos inexpertas a las caricias y las cosquillas de quienes se esconden y no deben ser halladas.

Después de aquello, Valeria y yo nos convertimos más que en amigas, en cómplices, unidas por una noche que, en ausencia de testigos, nunca existió. Jamás volvimos a repetir la experiencia. Ezequiel no supo de Chloe, ni de sábanas compartidas y con el transcurso de los meses cada vez le consentía más a Valeria. Mucho más seguro de su amor. Y del de ella, que se fue labrando una carrera de violonchelista de éxito. Mi compañero, dueño de una revista para adolescentes, la acompañaba con su iPad a cuestas.

Cuando Valeria insistió para que le cuidara la casa de Ibiza durante sus constantes viajes, vi el cielo abierto, la posibilidad para mantenerme mientras escribía.

En mi libro no aparecía esa historia, pero sí que estaba permeado por todas las sensaciones que me había dejado. En las semanas que siguieron, no hacía más que recibir llamadas de mis amigos contándome cuánto les había impactado el libro y preguntándome de dónde había sacado esa mezcla de poesía y locura. Si ellos supieran.

Una mañana, recibí la llamada de mi entusiasmado editor: mi novela no sólo había recibido unas críticas arrebatadas, sino que, además se había encaramado a los primeros puestos de las listas de más vendidos.

En cuanto colgué el teléfono, sentí la necesidad de coger la moto y gritar muy alto. Correr sin huir. Estaba contenta de verdad, no como esos payasos tristes que se ríen con llanto y lloran con carcajadas. Atravesé caminos de pinos, higueras, almendros, algarrobos, olivos, palmeras y naranjos. Sin mirar atrás. Dando un portazo a mi angustia. Mi cólera. Las hojas olían a libertad. No las de los árboles, sino las del libro que siempre llevaba conmigo y que en ese momento apretaba contra mi regazo. El aire del campo me emborrachaba de nuevas ilusiones, me abría un nuevo mundo a mis pies, teñía la sombra de mi pasado de todos los colores, como los del centelleante parque de atracciones de mi corta infancia.

Mis veloces pensamientos y yo llegamos hasta Cala Xarraca, a menos de cuatro kilómetros de Portinaxt, al norte de Ibiza. Abandoné la vespa rosa sin ningún cuidado. Avancé por la tostada arena, mientras prácticamente me arrancaba el vestido de cremallera sin fin. No había nadie, el chiringuito dormitaba a medio gas bajo un cielo alborotado, emulando al perro de la terraza que me observaba entre bostezos. Había olvidado el biquini, pero eso ya poco importaba. Mientras la lluvia empezaba a caer, nadé con fuerza hasta alejarme de la orilla. Y cuando mis pies hacía metros que no tocaban suelo y me resultaba imposible respirar cada dos brazadas, comencé a llorar de histérica alegría. Todavía sosteniendo entre mis manos los restos del libro, que yacían sin orden en el mar convulso.

De vuelta a casa, con un hambre de lobo y empapada de agua de verano, de esa que tan poco me gusta, a punto estaba de entrar en Can Calèndula, cuando tuve que derrapar para evitar embestir con mis dos ruedas a un erizo o algo que se movía. Faltó poco para estrellarme contra el muro de la finca. Caí sobre mi costado derecho. Por fortuna, sólo me hice un rasguño. Todo para esquivar a esa cosa mullida. Conforme me acercaba, percibí ese sonido tan característico. El de un maullido.

Me agaché. Cogí con sumo cuidado al animalito de color negro, nariz chata e inmensos ojos ámbar que cabía en la palma de mi mano. Me resultó raro. Aquel tipo de gatos, de raza, como el de la protagonista de mi libro, no se perdían por los caminos. Era como si alguien lo hubiera dejado allí a propósito. Aunque lo más probable —intenté olvidar cualquier tonta coincidencia— era que se le hubiese escapado a algún vecino de la zona, porque no parecía estar hambriento. O al menos no más que yo.

Entré en la finca a través de la puerta de forja blanca y cerré a mis espaldas. Volví a pensar en cómo, a través de las páginas, Ada también se había encontrado un gatito de las mismas características. Aparté esa idea de la mente.

—Venga, Cecilia, no seas estúpida —murmuré para mis adentros.

El animalito temblaba de frío, así que me dispuse a prepararle una improvisada cama en mi dormitorio, invadido por una inmensa cama con dosel.

Sequé al nuevo inquilino con una toalla. Lo froté enérgicamente para hacerle entrar en calor. Parecía dócil. Del armario de madera saqué una manta de lana y la doblé con cuidado. Lavé mi jabonera de porcelana y la llené de leche de arroz, una solución con la que remendar el problema de la comida, al menos hasta conseguir algo digno que ofrecerle a ese pequeño estómago. Lo coloqué sobre la cama y se durmió. Cerré la puerta para evitar que cayera por las escaleras y decidí regalarme una ducha para eliminar la sal de mi cuerpo. Me sentía como si el gatito y yo viviéramos juntos desde siempre.