XI
FIEBRE

Cuando miré el reloj, eran las doce y cuarto de la noche y estaba empapada en sudor frío y en muchas calles y minutos sin suerte. No volví a verlo. Dirigí mis pasos hasta la Rue Lagarde. Me dolía la cabeza. Me encontré de repente febril. Tras girar la llave, busqué lo primero mi pijama rosa de cervatillos. Lo reservo siempre para cuando estoy enferma, he discutido o me siento alicaída. Me preparé una sopa de cebolla; una receta de cuchara me reconfortaría. Mientras se hacía, me sequé el pelo, hacia abajo. Humo movía su pequeño hocico, que era un imán para los intensos olores a comida. Estornudé. Qué fastidio ir a ponerme mala justamente entonces. Era como si las defensas me hubiesen abandonado a la vez que aquel intrigante desconocido.

No podía esperar a terminar de cenar. Encendí el iPad mientras dejaba que el caldo hirviendo calmara el frío que me golpeaba por dentro. Introduje la contraseña en dos ocasiones. 2708. Otra vez. 2708. 27 de agosto. No podía olvidar ese día. Ni quería. Necesitaba escribir poseída por una imagen consumida en décimas de segundos. Tenía que hacer que aquel tipo cobrara vida, aunque fuese a través de un maldito libro de ficción. Me palpé las sienes: un dolor sordo, no pulsátil. Sentía una banda apretada alrededor de la cabeza, me molestaba hasta el cuero cabelludo. Comencé a escribir a partir del preciso momento en el que había hecho su aparición en escena un fantasma. Pasé por alto la interrupción del conductor histérico que a punto había estado de pasar las ruedas de su Golf sobre mis piernas. A partir de ahí, lo haría desaparecer lentamente bajo la lluvia, alejándose de la boulangerie. Pero en mis páginas lo encontraría. Vaya que si lo encontraría. Reprimí las ganas de derrumbarme de nuevo, segura de que en la vida real no correría la misma suerte.

Me desmaquillé sin ganas. Me lavé los dientes con la pasta fluorada de menta que me había dejado mi cuidador psicópata. Perdón, el exigente editor. Mi vecino ausente. Ese que velaba por mí y por mi relato. Para serenarme recordé las palabras del señor Huppert. Estaba en manos de una editorial seria. Me acerqué al espejo. No tenía buena cara, las ojeras me llegaban hasta los pies. Me alejé hasta el dormitorio. Me quité los calcetines de futbolista de agradable lana azul marino hasta la rodilla heredados de mi madre y me escabullí entre las sábanas de la cama. Me subí la pesada colcha hasta los ojos y traté de dormir. Pero qué va. Me revolví inquieta, delirando de fiebre o sofocada por los flashbacks que venían a mi mente como latigazos, una y otra vez sin tregua. Gira la cara. Gira la cara. Gira la cara. Hazlo por mí, si no, voy a desfallecer. Volví a retorcerme hacia mi otro costado. Estaba mareada, las arcadas ascendieron hasta mi garganta. Conseguí dormirme. De nuevo esa odiosa y cándida niña riendo inconsciente en lo más alto del acantilado, arrojando juguetes al mar. Hacía mucho calor. El agua hervía al tacto. Intenté impedírselo. Chillé con fuerza, no era real, no era real. De pronto, una variante. Un vahído. El hermoso desconocido de los ojos grises se colocaba detrás de la niña. Gracias a Dios. Ponía sus manos sobre los hombros. Respiré aliviada. Cerré los ojos emocionada. Cuando levanté la vista hacia el cielo, vi como la empujaba hacia el vacío haciéndola desaparecer con sus juguetes. ¡No! ¡No! ¡Nooooooo!

El reloj de la habitación marcaba las cuatro y cuarto de la mañana. Me levanté chorreando. Olía a enfermedad. Busqué el termómetro digital. Cuando era pequeña mi madre me colocaba bajo la axila uno estrecho de mercurio que un día se rompió y liberó una bolita con la que estuve jugando hasta que mi madre me reprendió por ello. «Ahueca el ala», me decía, y yo me dejaba, abandonada y laxa por la temperatura de mi cuerpo. A veces acababa en la bañera, lo odiaba, no entendía que teniendo escalofríos me introdujeran en el agua helada; otras veces, me destapaba e impregnaba trapos con colonia que para mi disgusto me colocaba en las muñecas, los tobillos y la frente. Todo para martirizarme, como cuando mi padre me sujetaba con fuerza para que el supositorio entrara en mi pequeño cuerpo.

Treinta y nueve grados. Sola en París. Viernes. Hacía años que no volvía la fiebre. Estaba tiritando. Fuera volvía a llover. Cogí un estuche de viaje y tragué dramáticamente, con un seco movimiento, un Neobrufen. Estornudé. No pensaba rociarme en alcohol ni pasar por el trance de la fría ducha. Volví a la cama.

El timbre me despertó. Sonaba muy parisino. Un intenso dolor de cabeza me recordó mi situación. No podía ni siquiera levantarme. Otro timbrazo. «Lo siento», pensé, hoy no es el día. Me sentía incapacitada para casi cualquier cosa, menos para seguir alimentando la imagen de la noche anterior.

Quería más droga, pero tenía que comer algo. Vibró el teléfono. Era mi madre, para eso tienen como un radar. Impresiona.

—¿Mamá? —contesté mientras me ponía la amorosa bata y las calzas de futbolista.

—Hija, qué voz, ¿te acabas de levantar?

—Sí, aunque ahora mismo apenas me sostengo, estoy hecha polvo, con fiebre —contesté sin fuerzas.

—No me digas, ¿pero ya vas lo suficientemente abrigada? Te llevaste poquísima ropa. Mira que te lo advertí. Y no vayas descalza, entra todo por los pies. Ay, si es que no sabéis cuidaros…

Verás, ayer estuve deambulando sola, de noche, con un jersey que no era mío, sin paraguas por las calles de París, buscando a un hombre guapísimo al que vi pasar y me gustó, así, por casualidad, hasta que casi me atropella un coche y decidí volver a casa. ¿Ropa? Un editor maniaco me ha preparado un armario entero para mí sola, mamá, no te preocupes, voy servida. También se ha ocupado de comprarme provocativas bragas y lascivos corsés.

—Sí, pero imagino que después de vivir en una isla… necesitaré un periodo de aclimatamiento. Llueve sin conocimiento. Menos mal que no tenía que salir de casa, ni nada.

—Mira que si te ves muy apurada, dejo aquí a tu padre, me cojo un avión y me plantó allí contigo para cuidarte.

En el fondo sé que le encantaría venir a París, aunque la excusa fuese su hija convaleciente.

—Mamá, no te preocupes, de verdad, ¿para qué te habré dicho nada?

—Hija, es que me preocupas. En fin, ¿te está gustando aquello?

—Jo, es precioso, de postal. Estoy entusiasmada…

—Anda, desayuna un poco, y vuelve a la cama. Ya sabes que quien come, escapa. Te llamaré al mediodía a ver qué tal andas. Y si no, ya sabes, te lo digo en serio…

—Vale, mamá —dije arrastrando las palabras.

—Un beso, cielo.

Cogí un cartón de leche, que pesaba más que nunca, calenté un poco en una olla chiquitina y llené un bol con muesli. Dejé caer la leche encima. Se ablandó. Sin hambre, me limité a alimentarme para salir a flote. Me dolía la mandíbula, incluso llegué a contar el número de veces que masticaba para dar mi consentimiento al bolo antes de mandarlo a paseo hasta la faringe. Estornudé. Casi se me salen la avena, las pasas, las almendras por la nariz. Qué frío hacía. Cogí una servilleta y me soné. Estaba acabando con el papel higiénico y el de cocina. ¿Por qué Ada no se habría sonado nunca? Me hice con una de esas benditas pastillas blancas y me fui pitando a la cama. Me dormí enseguida.

Me despertó el teléfono vibrando al mediodía. «Mamá». Le colgué, lo entendería, supuse. Apagué el móvil, no tenía ganas de hablar con nadie. Estaba atontada. No llovía, pero el gris amenazaba ahí arriba. Me tomé la fiebre, treinta y siete y medio, me había bajado. Tenía hambre. Era hora de deglutir otro poquito más. Era un infierno estar mala. Una miaja de arroz blanco sin gracia, jamón york y una manzana asada calmaron mi estómago. Las persianas de toda la casa estaban bajadas, la luz me molestaba, como a la bruja buena y migrañosa de pelo color calabaza, mi vecina Aurora. Tenía todo aquello un poco de crónica vampírica: me sentía vulnerable a la luz, romántica, con deseos de chuparle el altivo cuello al macho alfa de ojos grises del que era esclava… Aunque en ese momento, en una lucha cuerpo a cuerpo, hubiese salido perdiendo. Me lo imaginé inmóvil, joven entre mis dientes mientras el mundo se hacía viejo. Con sus labios húmedos bajo los míos, pletóricos de sangre amarga, bebiendo la muerte de un ser inaccesible para poder quedarme con él para siempre. Su destino, sellado.

Me costó ponerme en pie. La columna vertebral no me sostenía. ¿Me debilitaba más la fiebre o pensar en la bella criatura? ¿Estaría delirando? Sí que me había dado fuerte. Puse la tele, la volví a apagar. Entendía más bien poco y no me apetecía ver las trágicas noticias de TF1. Cogí un viejo libro de francés de esos que prometen enseñarte el idioma en diez días y que mi padre me había legado como si de un tesoro se tratase. Me tiré encima del colchón tratando de aprenderme alguna que otra frase. Quién sabe. Si volvía a encontrarme con el dueño de esos ojos, quería ser capaz de comunicarme con él, en todos los sentidos. ¿Tendría novia? Oh, no, aparté ese pensamiento de mi cabeza. No había considerado esa posibilidad. ¿Y si fuese gay? ¿O un canalla? Intenté acallar cualquier lúgubre reflexión de mi mente. Me fui a la página de La santé = La salud.

Je me suis levée avec mal à la tête et j’ai de la fièvre (Jë më süí levé avec mal a la tet e je dë la fiévr)= Me he levantado con dolor de cabeza y tengo fiebre

Est-ce que je vais me remettre bientôt? (Es kë jë ve më remétr biantó?)= ¿Me pondré pronto buena… para poder salir a buscar a ese chico?

Je sens des aigreurs d’estomac (Jë san de zegrör destomá)= Siento ardor de estómago… al pensar en ese individuo rubio iluminando las aceras, dentro de un elegante abrigo de lana mostaza…

Basta, Cecilia. ¡Basta! Intenta descansar. Dormí hasta la noche. Encendí el móvil. Tenía cuatro llamadas de mi madre, una de Valeria y otra de un número raro. Le envié a mi madre un mensaje tranquilizador, para que no se preocupara; a Valeria, la llamaría al día siguiente. El otro número… quizás fuese de la editorial, algo importante. Me aclaré la voz. Volví a marcar.

—¿Cecilia?

—Sí, ¿quién es?

—Espero no haberla molestado. Soy Arnaud, de la editorial Larmes de Crocodile.

Guau. El editor exigente por fin daba señales de vida, el viernes por la noche. Tenía una voz envolvente, aunque un poco distante.

—Sí, perdone, he tenido apagado el móvil prácticamente todo el día, estoy algo resfriada —contesté tratando de quitarle importancia a mi lamentable estado.

—Sentí mucho perderme la reunión. Tenía curiosidad por conocer quién era la autora que había escrito semejante historia. Me han hablado muy bien de usted.

Desde luego que yo también lo sentía. Probablemente me habría ayudado a comprender mucho mejor qué hacía viviendo otra vida, tan próxima a mis deseos y anhelos. Era todo demasiado íntimo, demasiado personal. No podía creer que el hombre que me obligaba a aceptar vivir una ficción con su deliciosa voz, ahora al otro lado del teléfono, fuera un completo desconocido ¿Le habían hablado muy bien de mí? Aplaudí para mis adentros, recordando mi encuentro con Guillaume.

—En realidad, debería darle las gracias por todo lo que ha hecho por mí, no sé ni por dónde empezar. La carta, su predisposición… —Hice una pausa—. Lo de la casa me ha sobrepasado… —enmudecí.

Se había pasado. Mucho.

—Simplemente me gusta alimentar la fantasía de mis lectores, y si para ello tengo que sumergir al autor en su mundo, lo hago. No le dé más vueltas. Lo importante es que se sienta a gusto.

Oh, vaya, me sentí un poco decepcionada con la respuesta. Le quitaba dramatismo y pasión a la realidad. ¿Mis lectores? ¿Estaría en ese preciso instante sentado en su sofá, a pocos metros de mí, en pijama? Me lo imaginé quitándose las gafas de ver después de un duro día de trabajo… Porque seguro que era de esos tipos educados, elegantes y con un tono de superioridad que hacen que los demás les teman. Agradecí de veras tener las persianas de toda la casa bajadas. Estornudé.

—Lo siento.

—Se lo ruego, no se disculpe; de haberlo sabido, le habría comprado algún remedio. En realidad, siendo vecinos, puerta con puerta, me va a resultar muy raro que me trate de usted. Si le parece, haremos una excepción. ¿Le parece, Mademoiselle Abril? —sugirió con su voz interesante (zarandeando sus gafas de ver en la mano).

—Sí, por supuesto —dije. Tampoco me daba otra alternativa.

—De hecho, Cecilia, esta misma mañana me he acercado a tu puerta para presentarme, pero no estabas.

—Perdona, no supuse que fueras tú, estaba en la cama. La verdad es que estoy peor de lo que te he dicho al principio. Con fiebre. Poco visible.

—Por favor, si necesitas lo que sea, sólo tienes que silbar, no te apures, te lo pasaré por la ventana, si así lo deseas.

Sonreí.

—Eres muy amable.

—Espero haber acertado con las tallas…

¿De verdad me estaba preguntando eso? Quizá en Francia fuese lo normal, pero no pude evitar ruborizarme. Me sentí fuera de juego.

—Sí, sí, lo has hecho —murmuré.

Me removí incómoda.

Rió por primera vez.

—No temas, le encargué a una buena amiga que lo hiciera por mí. Tiene un showroom y le apasiona la moda y gastar en ropa. Te la presentaré un día de éstos, se defiende bastante bien en español, nivel amateur, pero se le entiende y es adorable escucharla inventarse palabras.

Respiré de nuevo. Vaya, toda una noticia. Al fin y al cabo, había mandado a alguien para que se encargara de comprarme las bragas. Dios, menos mal.

—Me han sido de gran utilidad.

¿De gran utilidad? ¿El qué? ¿Las bragas? ¿Pero estaba tonta o qué me pasaba? ¿No llevaba conmigo ropa interior en la maleta? (Bueno, la verdad es que sólo tres pobres mudas). ¿Le estaba dando a entender que se me habían olvidado y que le agradecía que alguien se hubiese acordado de dejarlas allí? No quería decir eso…

Me concentré en el resto de ropa. Achaqué la fijación a mi estado febril.

—Ha sido un placer. Trata de cuidarte, estoy deseando comenzar a leer tu sugerente mente en ese libro…

Me incorporé de un salto. ¿Leer mi mente? Mejor que no lo hiciera, le espantaría saber lo que se había estado cociendo en ella en las últimas veinticuatro horas. Sin duda, era un piropo excitante… ¿O tal vez estaba apremiándome para que comenzara mi tarea?… Lamenté estar hecha un asco, me sentí hasta culpable. «Cecilia, cálmate, ayer escribiste». No lo recordaba. Aquel chico, reservado, de gafas y ojos pequeños y apagados, sólo estaba tratando de ser agradable. ¿Qué diablos sabía él de lo que se gestaba entre aquellas cuatro paredes? ¡A no ser que hubiese colocado una cámara!… Ohhhh… A veces mi imaginación me jugaba malas pasadas.

Intenté centrarme en la conversación telefónica. No quería decepcionarle, deseaba devolverle el favor de mi vida, mostrándole de nuevo mi talento.

—Así lo haré —me limité a decir.

—Procura conciliar el sueño. Buenas noches, Cecilia. Hasta pronto. Y bienvenida…

La despedida sonó tan paternal… No sabía si iba a ser capaz de volverme a dormir, no había hecho otra cosa en todo el día.

—Buenas noches, Arnaud.

Me puse a escribir. Pero el timbre de la vivienda sonó de nuevo. Mi respiración se paralizó. Supliqué que no fuera el editor. ¿Debía abrir la puerta? En pijama de franela y apestando a medicamentos, despeinada y sudada. Anduve muy despacio y sin hacer ruido por el pasillo hasta alcanzar el marco de la puerta. Tragué saliva. Conseguí desplazar la mirilla sin hacer ruido. No había luz. Tuve un poco de miedo. Seguí mirando. De pronto, la luz. ¡Aurora!

Abrí la puerta y, pese a mi aspecto, la invité a pasar rápido; no quería que la primera impresión, si el editor se asomaba por la mirilla de su puerta, fuera la de una desaliñada autora en pijama infantil.

—¿Qué te ocurre, cariño? No tienes buena cara…

Eso era más que evidente. La miré, ella sí la tenía.

—Estás radiante.

Estaba espléndida vestida de calle; parecía una actriz exagerada y colorida, llamaba la atención. Sus cabellos anaranjados, recogidos con un elegante pasador, brillaban bajo la luz del recibidor.

—Doy pena, Aurora. He estrenado París a lo grande…

—Ya veo… No te preocupes, cielo —me dijo con su voz cálida y melodiosa cogiéndome la mano—. Mira, aquí te he traído un poquito de cena, te reconfortará…

Eché un vistazo a la apetitosa cena que descubrió con un gesto teatral. ¡Tortilla de patata!

—Me sobraban huevos —sonrió—. Está recién hecha, pensé que te apetecería.

Me entregó también un termo con vichyssoise caliente.

—No hacía falta, Aurora, te lo agradezco de veras… Mi madre, si estuviera aquí, te daría las gracias una y otra vez —esbocé una sonrisa—. ¡Ay, Aurora! Te besaría si no fuese a pegarte todos los virus que me han invadido…

—Cómetelo rápido y vete a dormir. Si te encuentras mal, baja, te prepararé la cama del cuarto de invitados. Prométeme que lo harás.

La mire conmovida. Era un amor de mujer.

—Te lo prometo.

«Hoy todo el mundo me manda a la cama», pensé. Pero yo sólo soñaba con irme a la cama para pensar en el chico de los ardientes ojos grises, dormirme y así escucharle respirar. Existir. ¿Pasó realmente tras los cristales? ¿Me lo había imaginado?

Aurora me besó en la frente. Cerré la puerta corriendo. Miré por la mirilla, su pelo calabaza abandonaba la quinta planta. Se fue, agarrándose a la barandilla, pero ágil. De repente, la luz tras la mirilla del editor. ¿Estaba espiándome? Los dos rompíamos huevos, los dos éramos un poco cotillas… Me reí. El editor estaba deseando verme en carne y hueso…

Comí un poquito antes de volver a sentarme frente a la pantalla. La tortilla estaba buenísima, y con cebolla, como a mí me gustaba. Humo recuperó un trozo que se había estampado contra el suelo. Treinta y siete grados de temperatura corporal. Describí en mi novela a la encantadora y teatral dama con dedos desgastados, llenos de grandes sortijas. La convertiría en mi amiga. Describí al editor exigente, reservado, de pequeños ojos y gafas, sentado en su sofá granate hablando conmigo con su voz profunda e interesante. Me describí a mí, en mi pijama de franela rosa de cervatillos, asediada por ojos grises y delirante entre mordiscos de sangre y eternidad.

Me drogué de nuevo, con la tripa llena y un gran vaso de leche con miel esperándome en el suelo del dormitorio. Me lo tomé despacio. Con la cucharilla apuré la miel que reposaba en el fondo. Les hice caso a todos y me acosté.

El sábado por la mañana, Humo ronroneaba y dormía sobre mi almohada. ¿Habría estado toda la noche cuidando de mí? Pasé un rato observándolo, era muy bueno. Fue tanta casualidad encontrármelo… Se desperezó con sus patitas delanteras y se acercó maullando a mí, todavía en la cama, dolorida. Lo agarré y lo apreté fuertemente contra mi cuerpo.

—Ven aquí, pequeñajo, que te voy a comer… —Le besé uno de sus peludos mofletes negros.

Estaba caliente, medio dormido. Me sentí feliz de compartir mis pequeñas cosas con aquel animal tan agradecido y vulnerable.

—¿A que contigo no me pasará nada malo?, ¿eh? ¿A que no? A ti tampoco, pequeño sinvergüenza. A ti tampoco…

Abrí la ventana del cuarto, para ahuyentar virus. Entraba un aire más propio del Pirineo. Oxigenado y frío. Cerré los ojos y el individuo de la boulangerie me abrazó por detrás.

Salí al salón, miré el trío de ventanas, habría que subir las persianas en algún momento. Me atusé un poco el pelo antes de hacerlo. Por si las moscas. Tiré de la persiana y un hilo de luz penetró en la vivienda. Me detuve a mitad. Las suyas, enfrente, estaban arriba; había madrugado más que yo, pero tenía cortinas tupidas y no se veía nada. Subí la persiana hasta arriba del todo. Iba dura.

Hice pis. Lo que me faltaba, me acababa de venir la regla. Abrí el grifo de la ducha y me obligué a asearme. Me sequé a conciencia. Encontré un tampón arrugado en mi bolso. Una novedad, el editor no había previsto que menstruara. Contesté el teléfono. Las madres, cómo son. Desayuné rápido, me abrigué y salí a la calle.

El frío me taladraba incluso el gorro de lana. Volví a pisar las calles por las que había paseado hacía dos días. Secas, ruidosas. Saqué de mi bolso el móvil, llamé a Valeria, pero tenía el teléfono apagado. Me la imaginé en Rusia, pelada de frío, con su inseparable violonchelo y con Ezequiel. Volví a guardarlo. Intenté quitarme de la cabeza la obsesión por el desconocido. Pero las calles de París eran sus pasos. Sus incendiarios ojos grises. Aspiré una bocanada de aire fresco para desintoxicarme de su recuerdo.