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EL DESCONOCIDO

Salí tan aturdida, por saber que ese editor, Arnaud, era mi vecino, que huí a la calle para que el aire fresco de la avanzada tarde me sacara de mi silenciosa angustia. Paseé despistada por las calles de alrededor, cada vez más rápido, como si con cada paso fuese a acercarme a la razón por la que alguien que no te conoce se desvive tanto por ti. Era algo aterrador.

La gente no parecía notar mi presencia, salvo por algún transeúnte que bajaba la cabeza más de lo habitual, para observar mi canalillo. El sol abrasador y el bochorno dejaron paso a unos nubarrones con matices ciruela. El día era como un enfermo del corazón que por la mañana, alegre, da brincos y al caer la noche tiene un pie en la tumba. No había andado ni siquiera diez minutos, cuando empezó a llover endemoniadamente como si se tratase del fin del mundo. Abrí mi enorme bolso y, como era de esperar, no llevaba el paraguas plegable. Pensé en volver a casa corriendo, pero ya era tarde, las gotas habían arruinado las ropas ligeras que me había puesto aquel septiembre engañoso. Mis vaqueros comenzaron a teñirse de oscuros topos. Empezaba a hacer un poco de frío y me metí en la primera cafetería que vi. Eché un rápido vistazo a mi alrededor, desde fuera no había imaginado un sitio tan cálido. La pared de cristal que separaba las pequeñas mesas de la calle estaba cubierta por faldones de tela fruncida de mitad para abajo. Me senté en una mesita, la más alejada, bajo un gran reloj sin fondo. La lluvia era realmente intensa y resultaba inquietante ver a la gente correr de un lado a otro, como si les estuviesen lanzando granadas desde el cielo.

Estaba en Madame Carotte, un salón de té con decoración provenzal y obrador propio en el que los sentidos se empapaban de los calores y olores artesanales de los bizcochos, galletas y tartas tradicionales. Detrás de la barra había coquetos y femeninos estantes con una selección de panes y cosas saladas como sándwiches, quiches y ensaladas.

El camarero, un chico joven y expresivo, de los que disfrutan sirviendo calorías y hospitalidad, conmovido por mi piel de gallina, me dejó un jersey de lana muy acogedor. Me dijo que ya se lo devolvería. No me permitió rechazarlo. Me sentí abrumada, pero también incapaz de negarme.

Cogí la carta con mis dedos de uñas amarillas. Me encontré con un amplio surtido de chocolates a la taza, batidos de frutas naturales, vinos y licores. Eché un vistazo a sus especialidades, las magdalenas de arándanos, el kouglof y las grignotines. Me decanté por una sencilla bomba de chocolate caliente y un cruasán con mermelada. Estaba exhausta de darle tantas vueltas a los acontecimientos de los últimos días. Sentía que nada de lo que me pasaba dependía de mí.

Hice varias llamadas. A mis padres y a mi hermana, pero no a Valeria. Ella se habría dado cuenta de que algo pasaba y yo no quería darle explicaciones, sobre todo porque no las tenía.

Media hora después, dejé mi iPhone junto a una bandejita con tarritos de mermeladas de todos los sabores, con una cucharilla curva y simpática, como todo en aquel sitio, suspendida en cada uno de ellos. Las nubes no daban tregua. Viendo la lluvia caer, era imposible saber con certeza cuándo iba a poder volver a casa, aunque fuese en canoa.

Apuré el chocolate que todavía manchaba un par de dedos de la taza y miré al frente. Fue una casualidad.

Las agujas del reloj de pared se detuvieron en la húmeda mirada gris que se clavó sin miedo a través de los cristales de Madame Carotte; un hombre caminaba lentamente entre la gente corriendo bajo un manto de lluvia. Me sorprendí a mí misma en un arrebato incontrolable. Caóticamente aturdida y enajenada. Lamenté no poder congelar el paso vago del rubio desconocido que parecía mirar sin ver, imaginar sin saber, sentir sin tocar. Una mágica escena condensada en segundos, casi fotogramas. Sentí un escalofrío por la columna vertebral. El individuo de rasgos angulosos y cejas claras y pronunciadas caminaba despacio, seductor, ensimismado, con el rostro levemente cubierto por una ligera barba de dos días. Era guapísimo. Sentí mi respiración irregular, como cuando estoy ansiosa y el mundo se me cae encima. Una opresión en el pecho. Vestía un abrigo elegante de lana color mostaza. Un jersey gris holgado mostraba un cuello atlético y una clavícula marcada. ¡Dios mío! Mis pulsaciones se dispararon.

Dejé cincuenta euros encima de la mesa, no llevaba cambio. Miré tras la barra, pero no vi al camarero para despedirme y devolverle el jersey. Abrí la puerta del establecimiento. Me sorprendí a mí misma saliendo con lo puesto, jadeando. La lluvia comenzó a empaparme de gotas que ni sentía. El corazón me latía a toda velocidad y una corriente extraña recorría toda mi espalda. Ladeé la cabeza hacia la izquierda, la dirección que había tomado el misterioso dueño de los ojos grises, pero sólo vi niebla. ¿Lo había perdido? ¿No volvería a saber de él jamás? Me abatía la mera posibilidad de no encontrarle. Se me erizó el vello. ¿Dónde estaba? ¿Hacia dónde se dirigía?

Me flojeaban las piernas. Miré a ambos lados de la calle. El pelo pesaba, el tiempo pesaba, las nubes pesaban. Avancé por la calle empinada, que era un tobogán de agua. Mis pies flotaban dentro de mis botines, hacia cualquier dirección. Oí la risita tonta de una pareja a mis espaldas. En la calle, nadie más. Caminé alborotada. Olvidé el motivo de mi viaje a París, al exigente editor, la responsabilidad de escribir otro libro. Dejé atrás todo. Buscaba su sombra bajo las farolas de París cercanas a mi casa. Mi espina dorsal sufría latigazos de frío. Intenté recuperar la poca serenidad que me quedaba. El impacto había sido brutal. Nunca había sentido una fascinación así por un hombre. Me desgarraban sus ojos grises, me dolía no encontrarlo. Me sentí totalmente ridícula. Vacié mis pensamientos sobre el riachuelo que se deslizaba por el pavimento. Costaba orientarse entre la cortina de niebla que se empeñaba en no dejarme ver más allá de diez metros. Me era imposible volver a casa sin dar con su paradero. Me negaba a despedirme de aquel enigmático desconocido. Maldito seas. Maldito seas. Y aunque le encontrase, ¿qué le iba a decir? ¿«Hola, encantada, me acabo de volver loca al verte a través de los cristales, bésame»?

El sonido de los neumáticos de los coches se hacía más evidente al girar sobre la carretera mojada; las casas se encendían de huéspedes resguardados de la lluvia; los pájaros habían desaparecido y las pisadas retumbaban. Patinaba entre comercios cerrados, restaurantes y cafeterías abiertos que seguían esperando a que cesaran los caldos que disolvían las aceras. Mi animadversión hacia la lluvia volvió a hacer acto de presencia. De nuevo era la guarnición de una desgracia, en este caso, la de no encontrar al chico que parecía no existir. Me sentí frustrada, era imposible que se hubiese desvanecido en la nada. Hubiese hecho cualquier cosa por él y no le conocía de nada.

Qué paradoja. Las historias de súbitos flechazos, de amantes que caían fulminados nada más verse, siempre me habían parecido artificiales y falsas. Trucos de escritores o guionistas para crear el sucedáneo de una emoción. Y ahí estaba yo, que siempre me había creído inmune a mi pesar al amor, totalmente sacudida por una mirada que no había durado más de tres segundos. Esos ojos habían encendido una mecha en mi interior. Me sentía a punto de explotar.

Una niña cantando de la mano de su madre gozaba saltando sobre los charcos que iban apareciendo a su paso. Me recordó a mí misma, hacía muchos años en el recreo del colegio.

Que llueva, que llueva,

la Virgen de la Cueva,

los pajaritos cantan,

las nubes se levantan.

¡Que sí, que no!,

¡que caiga un chaparrón!

El padre Tejada les dijo una vez a mis padres: «Es nuestro deber como educadores no llenar a los niños de conocimientos como si fueran sólo cajas vacías, sino incentivarlos para que ellos deseen aprender y decidan su futuro». Nos permitía salpicarnos de charcos, dibujar arcoíris en los libros de texto, clavar pisadas de barro sobre las baldosas de la clase, y jugar al ahorcado con las tizas de talco cuadradas y blancas en la gran pizarra verde oscura. Nos permitía ser niños. Ya habría tiempo de pellizcarse y despertar del sueño.

La niña cantaba moviendo el pequeño brazo que le unía a la madre, como si fuera una comba. Escuché su vocecita elevarse:

Il pleut, il pleut, bergère

Presse tes blancs moutons,

Allons sous ma chaumière,

Bergère, vite allons.

J’entends sur le feuillage

L’eau qui tombre à grand bruit,

Voici venir l’orage,

Voilà l’éclair qui luit.

Sus figuras desaparecieron de mi campo de visión. Un puñado de transeúntes se agarraban al palo frío de su paraguas al pasar a mi lado, me hubiera gustado atreverme a asaltarlos y pedirles ayuda, como cuando desaparece un cachorro o te indican una dirección que buscas desesperadamente. ¿Dónde se había metido?

Sentí ganas de llorar. Comencé a escribir mentalmente.

Imaginé al individuo clavando sus pupilas en mi barbilla baja, en mi boca semiabierta y embelesada viéndole pasar. Fantaseé con sus pasos dirigidos hacia el interior de la cálida boulangerie, tomando asiento. Se desabrochó el abrigo, abandonándolo sobre la mesa con restos de comida, enfrente de la mía. Le intuí contemplándome disimuladamente por encima de la carta de tés. En mis pensamientos dejaba caer el pelo sobre el hombro, desamparado. Él trató de domar su pelo de corte nazi, como el de Ralph Fiennes en La lista de Schindler, con los laterales rapados y rubísimo flequillo largo y lacio hacia un lado. Sus ojos grises me quemaban, incluso cuando no miraba. No soportaba que me observara. Era guapísimo. Le escuché hablar con su voz profunda mientras el joven camarero desmantelaba la mesa y la limpiaba con una bayeta. Escogió un café bien cargado. Inspiraba el aire a través de su nariz perfecta e interesante. Barrió con su mirada el recinto en busca de una servilleta. Levantó la mano y el camarero se acercó de nuevo enseguida, dejándole un servilletero. Cogió una. Se secó los labios gruesos, definidos. Su carnosidad ofendía. Tragué saliva. Unté mi cucharilla de chocolate y humedecí mi lengua de cacao caliente, vergonzosa. Hasta incómoda. Sus ojos obligaban a dejarse ganar. Intenté calmarme. Bajé la vista para no ahogarme en aquel gris terrible. Inesperadamente, sus gestos se volvieron distantes y fríos. Mierda. ¿Se había ofendido al detenerme en su turgente boca? Angustia. Su barbilla partida señalaba al suelo. De pronto, evoqué el fragmento del metro de la película Shame, ese en el que Brandon intimidaba sin pestañear a una de sus víctimas. Sentí la fuerza de su banda sonora en las entrañas, la misma intensidad perturbadora. Noté que me ahogaba deseando que ese desconocido se convirtiera en un depredador y me eligiera como su presa. No era yo, no razonaba, hipersensible ante unos ojos grises arrolladores. Me miró fijamente, atravesándome. Traté de reprimir la ridícula sonrisa que amenazaba con dividir mi semblante en dos cuando él decidió volver a cruzar miradas. ¿Por qué jugaba conmigo? Me vigilaba desde su sitio y luego parecía molestarse cuando yo lo hacía. Intenté apartar la inoportuna imagen de sus labios manchados de café, de su lengua deslizándose para retirar la mancha. El corazón me latía violentamente. Observé mi taza vacía, pensé en las comisuras de sus labios.

De repente, una pitada me sacó de la escena de mis sueños y me devolvió, aturdida, a las húmedas calles de París. Había dejado de llover y un hombre me increpaba desde su coche. Habían estado a punto de atropellarme y sólo podía pensar en que tras los cristales de la boulangerie mi mundo se había quedado sin palabras, sin miradas. Vacío.