XXIV
JUEGO DE PRENDAS
Chez Nathalie, en el número 45 de la Rue Vandrezanne, era un sitio adorable, no como esos restaurantes barrocos o sofisticados a los que acude la gente esnob, sino con mucho encanto, muy pequeñito y custodiado por unos coquetos maceteros. El ambiente era relajado y amable; nos sentaron en una mesa con lindas velas. Pensé que el sitio no podía ser mejor.
—No esperaba que me trajeras a un lugar así.
—¿Así cómo?
—Chiquitín, escondido, íntimo… ¡No sé!
Sonrió y yo sentí que me derretía más que la cera de aquellas velas, entre vasos de colores y una colección de botellas de vino ordenadas al fondo del restaurante.
—C’est petit, mais c’est excellent.
Una pareja de unos setenta años degustaba entre risas un segundo plato. Nos quitamos los abrigos. Sentí su mirada recorrer mi cuerpo y me di la vuelta a tiempo para que no viera en mi rostro un amago de sonrisa.
Los ancianos cuchichearon algo en voz baja y ella me miró con dulzura. Me pareció tan tierno el trato que se dispensaban, que les envidié de inmediato. Vestían como si fuera domingo y era un lunes cualquiera. Si bien para mí era un lunes muy especial. Los ojos de Arnaud brillaban callados y yo no me atrevía ni siquiera a hablar.
Una mujer de mirada cálida y andares pausados nos ofreció la carta y se alejó.
—Elige tú.
—¿Yo? —repliqué—. Eres tú quien viene aquí a menudo.
—Por eso, será más divertido, yo estoy viciado, pido casi siempre lo mismo…
—A que lo adivino…
—Prueba.
—Si acierto, ¿qué me das? No es fácil, no eres un hombre predecible…
—Lo que tú quieras.
—¿Lo que yo quiera? Eso abarca muchas cosas…
—Confío en que serás prudente.
Arrugué la nariz.
—No me conoces bien…
Él rió, retándome.
—Pero si no aciertas…
Le escuche, no me había puesto a pensar en el destino del perdedor.
—Seré yo el que te pida algo.
—¡Pero eso no vale! Por probabilidades, vas a salir tú ganando…
—Te ofrezco dos oportunidades, ¿trato hecho?
Me paré a pensar, no demasiado por lo visto.
—Me parece bien.
Estudié la carta. Le observé por si sus gestos me daban alguna pista; pero nada, era impenetrable.
—Mi-cuit de thon à la réduction d’épices embeurrée de pousses d’épinard…
—¿Y la segunda opción?
—Te pega el jabalí —dije.
E inmediatamente después, puse morritos para parecer muy francesa al pronunciarlo.
—Civet de sanglier, topinambours et salsifis.
—¿Y por qué me pega?
—Por eso de que eras montañero… He supuesto que esa afición a las piedras y los bosques se notaría también en el plato.
Lo miré mirarme.
—¿Pero he acertado?
—Te lo diré al terminar. Si somos lo que comemos, quiero saber qué soy para ti.
Reí a carcajadas.
Me habría perdido en una cabalgata de besos a lo largo de su cuello. Hubieran sido necesarias las aspas de una hélice para sofocar el ardor que me provocaban las horas y los minutos que pasaba con él, en una espiral de delirios. Mi vida, hasta conocerle, me parecía áspera y gris, me había dedicado a coleccionar otoños, pero en aquel momento ni siquiera mis pies tocaban el suelo de Chez Nathalie.
Afuera, un tropel de nubes se alzaba poniendo a la tarde el encanto de aquellas películas donde la bruma destiñe cada esquina. A lo lejos, a través del cristal, se entreveía una hilera de farolas que dejaban el rostro de Arnaud en un constante parpadeo de luces y sombras.
Lo miré embelesada mientras pedía la cena. Primero el vino, luego los platos: atún y jabalí. Sonreí. Se me heló la sonrisa cuando escuché a la encargada preguntarle si no deseaba salmón confitado, como siempre. Tragué saliva. Él negó con la cabeza. Pidió también algunos entrantes para compartir.
Apreté la boca. Mil cañones me apuntaron.
—Así que he perdido y me toca pagar prenda…
Me guiñó un ojo.
No tenía idea de lo que iba a pedirme más adelante. Pero un trato era un trato. Un par de lagartijas acariciaron mi espalda y el resto de la velada hablé con voz desmayada y me mantuve agazapada, intentando adivinar qué iba a ocurrir después.
Me hubiese gustado grabar esa noche y revivirla tantas veces como hubiese querido con el mando de casa, desde el sofá, como una película. Me sorprendía lo culto que era; adoraba leer… Y sus palabras me tocaban hondo, muy hondo, inclinada en aquella oscuridad rota por las velas.
Lo imaginé de niño como Bastian, escondido en algún lugar y saltando en las páginas de su Historia Interminable, con un humilde bocado que había que guardar, porque aún quedaba mucha batalla. Y yo me sentía la Emperatriz Infantil, atrapada en su Torre de Marfil, en un pasado lejano.
A ratos su mirada era tan poderosa que me perdía en la calle, con la vista partiendo en un vagón de tren. Movía sus manos con seguridad, al hablarme de un París extraordinario, que merecía la pena incluir en mi novela.
Poco a poco me fui haciendo más visible y atrevida, hasta el punto de confesarle cómo se desarrolló mi viaje de estudiante. El vino corría por nuestras venas. Me escuchaba expectante, con una sonrisa brutalmente atractiva. Le hablé de Chloe y de aquel hotel que había desaparecido.
Mi historia se hizo añicos sobre el mantel poco después, porque me di cuenta de que nada era comparable a lo que estaba sucediendo en ese instante. Coloqué mi pelo tras la oreja.
—¿Sabes por qué estás aquí?
—Porque tienes que amortizar el gasto, supongo.
Rió. Cogió mis manos, que se habían vuelto frías de repente.
—Te he traído porque la primera vez que aterricé en este restaurante fue el día en el que terminé de leer tu novela. Yo daba carpetazo a mis vacaciones en el mismo lugar de siempre; aunque los últimos años me había sido imposible acudir a mi cita con el mar… Cuando entré en la antigua papelería en la que solía comprar, la portada de tu novela se quedó grabada en mis pensamientos, así que no pude hacer otra cosa que comprarla. El tipo que regentaba la tienda dijo que acababa de llegar.
Bebió un sorbo de vino. Yo hice lo mismo, con mucho cuidado para disimular mis emociones.
—Me gustó su dedicatoria. Me gustó lo que vi… Me volvió loco la cara de esa muchacha de ojos dorados, pelirroja, que escribía con tanta delicadeza y sinceridad, que hizo que sintiera que la conocía… mejor que nadie. Y al comenzar a leer Lo que moja la lluvia, sentado ante ese mar, solo y extranjero, vi con absoluta nitidez que la persona que escribía ese libro tenía grandes capacidades y que se merecía que le ocurrieran sólo cosas buenas.
—Touchée…
—Cecilia.
—¿Qué?
—Me enamoré de ti en el mismo instante que te leí. Si no hubiese dado con tu nombre en la cubierta, jamás habría vuelto a tocar el piano, ni hubiera vuelto a besar a otra chica, ni hubiese recuperado la sonrisa.
Morí. Acto seguido, huí de los ojos de mi interlocutor bajando la mirada hasta sus manos, que cogían las mías.
—Entonces no soy tan buena profesional como creía… —dije haciendo una pausa—. Sólo me has traído hasta aquí porque te doy pena… —Sostuve su mirada con una lágrima bordeando mi ojo.
—Sé que no lo dices en serio —dijo observándome.
—No, claro que no… —reconocí.
—No quiero que te enfades…
—No digas tonterías, es mucho más de lo que esperaba esta noche.
La pareja de ancianos posó la mirada en nuestra mesa.
—Lo digo por lo que te voy a decir.
Palidecí.
—Las palabras te pueden acercar a alguien…, aunque sea a miles de kilómetros.
La brisa de sus palabras impactó en mi cara.
—Por eso, antes de regresar a París, sentí curiosidad por saber quién se escondía tras esa máscara de melancolía. Me sentí en la obligación de hacer feliz a aquella autora con tantos sueños, pero que daba la impresión de haber vivido muy pocos.
¿Así era como él me veía? Quise dar la sensación de que mis ojos no se alteraban, pero consiguió sin esfuerzo que el plato se humedeciera.
—Estudié con detenimiento la única noticia que encontré sobre ti en Internet. Allí decía que vivías en Ibiza, en Santa Agnès. Cogí el primer avión a la isla con un gato, lo más parecido al de esa chica, Ada, bajo el brazo…
Un corro de libélulas se hacinó mi estómago.
—Alquilé un coche y recorrí Santa Agnès en busca de la casa de Charlotte, esa mujer a la que dedicas tu libro. Hubiese querido hablar con ella, presentarme y haberle preguntado dónde vivías para pedirte allí mismo que escribieras otro libro para mi editorial… Pero me quedé mudo cuando te vi abandonar aquella casa en moto. Llevabas el libro en tu regazo, no tuve ninguna duda de que eras tú.
»Sé que es una locura lo que estoy contando, pero se te veía tan feliz con aquella novela que no quise romper ese momento, y dejé el gato en la puerta, hasta que me aseguré de que lo cogías al mediodía y me marché, después de verte desaparecer tras la puerta blanca.
Lo miré incrédula, con ojos interrogantes. Navegué a través del tiempo hasta ese lluvioso día de verano. Volví a oler todos esos árboles a ambos lados de la carretera…
—No me mires así, Cecilia.
—No, no es eso… Es que no entiendo qué pasa con esta agitación que no me deja ni siquiera hablarte de forma normal cuando estás frente a mí.
—Je suis desolé —dijo con un timbre en su voz malintencionado y sexy.
—Pensar que estabas allí y no te vi… —atiné a decir.
Intenté mostrarle una de mis mejores sonrisas, pero me puse triste, como cuando percibes el sonido de puertas que se columpian en la nada de hogares vacíos.
Liberó mis finos dedos temblorosos.
—No habrías sobrevivido a mí —dijo con voz profunda, poniendo en orden sus cabellos y tratando de animarme—. Estabas absolutamente deliciosa, inaccesible, enredada en tu soledad…
Me sonrojé.
—Vaya… —dije tratando de recomponerme—. Voy a comer un poco, la cabeza me da vueltas, demasiado vino…
Buceé en un silencio salado.
Y era cierto, me notaba extraña, afónica. Y aunque estaba enojada conmigo misma por no haberme girado aquel día desde la vespa, también me sentía halagada.
¡¿Quién o qué había fusilado mi razón?!
Dejé la copa, ya era suficiente.
—¿No me vas a leer la cartilla? —me dijo.
Sonreí.
—Es posible, es posible… Cuando pueda hablar sin esta media sonrisa.
—Come, ma petite Cecilia, come. O voy a tener que coger el tenedor y dártelo yo…
—Oh, venga…
—Haz lo que te digo.
—No te creo…
Cogió el tenedor y mi rostro adquirió un intenso color dulce, como el de una gominola de fresa.
Titubeé, pero me obligó a abrir la boca, sosteniendo mi barbilla y separando mis labios con las yemas de su pulgar.
Volví mis ojos a la otra mesa; los ancianos, que ya se iban, nos dedicaron una amplia sonrisa al decir adiós.
—Formamos un buen equipo —dictaminó en un susurro.
—Te lo diré cuando hayas pedido la prenda, no me fío de ti… —dije con los carrillos llenos, muerta de vergüenza y contagiada sin remedio de su buen humor.
Tragué el delicioso bocado.
Transcurrió una hora hasta que salimos del restaurante. Nos dirigimos a su coche. Lo puso en marcha y poco hizo falta para saber que no nos dirigíamos a la Rue Lagarde.
—No es buena idea que me lleves a tomar un trago, te aseguro que te arrepentirás de tener que sacarme en brazos.
En un largo semáforo, sacó un pañuelo negro de la guantera.
—Cierra los ojos.
Puso la tela gruesa sobre mis párpados y me sobrevino la oscuridad en forma de venda. Las luces de neón de los semáforos ya no cambiaban el tamaño de mis pupilas.
—Arnaud, ¿dónde me llevas?
—Quiero un tête à tête contigo, lejos de aquí.
No pude ver la expresión de sus ojos, caímos en un abismo de silencio. Y aquello me provocó una sacudida extraña. Me estremecí en mi asiento.
¿Por qué su voz me ahogaba con el nudo del verdugo? ¿Por qué en vez de evitarla, deseaba escucharla infinitas veces?
Oía el ruido frío de la calle, los coches pasar. Salimos a la carretera, porque de pronto el coche alcanzó la velocidad de una bala.
Se movió y me pareció que iba a poner un poco de música. Estaba en lo cierto, los ochenta se materializaron en el coche, a ritmo de rock.
Mi rostro ardía bajo la venda. Volví al día en el que encontré a Humo. Suspiré.
Hubo un momento en el que puso mi mano en la palanca de marchas, entrelazada con la suya. Ese joystick, con los ojos cerrados, era una provocación y él lo sabía. Movía mi mano con la palma de la suya en una actitud instigadora.
Mi editor me desarmaba, y yo no tenía idea de a dónde me llevaba, y a decir verdad, poco me importaba, mientras fuera con él.
Sonó mi móvil. Dudé si contestar. Noté su mano sacándolo del bolsillo de mi abrigo. Lo apagó.
—¿Quién era?
—Shhhhh…
Seguíamos una línea recta.
—Cuánto tiempo sin escuchar esta canción…
—Transvision Vamp, «I want your love».
—Me recuerda…
—¿A qué?
—A nada…
Sentí el calor del verano y mi primera borrachera en los muslos. La resaca del pasado se presentó sin haberla invitado yo antes.
Canté muy bajo, como si me lo hubiese prohibido.
I don’t want your money honey
I want your love
I don’t want your car baby
I want your aahhh!
Envuelta en esa canción excitante y como una pasajera ciega, escuchaba su respiración tranquila, incluso por debajo de la música, a ratos interrumpida por los intermitentes.
—¿Suscribes la canción? —me preguntó antes de que acabara.
Me sonrojé. Menos mal que mi rostro quedaba velado por la oscuridad. Fui yo entonces la que le hice callar.
—Shhhh —chisté, del mismo modo que él a mí, cuando quería que no hablase.
Obedeció.