XV
MAGDALENAS
Aquella noche no llovía. La noche era calva. Hacía calor, porque los radiadores estaban a tope, pese a ser la una y media de la madrugada. Le puse agua fresca a Humo. Volví a sentarme frente al televisor. Deseé que la mirada imperativa del editor estuviese observándome, pero al girar mis pupilas disimuladamente hacía el vidrio, sólo se reflejó mi juvenil imagen en camiseta y un vacío de necesidad. De nuevo, ese torniquete a la altura de la garganta, que no me dejaba tragar. Sentada en la hueca monotonía del diván, sentí el impulso de levantarme: atravesé el largo pasillo y abordé la puerta de entrada, donde la intriga me pellizcó. Deslicé la mirilla. La nada me devolvió la sombra por respuesta. Un abrupto y descontrolado hormigueo recorrió mi abdomen. Coloqué las dos manos sobre el marco. Mi locura buscó durante largos minutos cualquier movimiento, destrozando mis pestañas. Pero al final, regresé al sofá, apesadumbrada, con su nombre estallando en mi cabeza. Duré poco tumbada. Gracias a Dios que me sabía de memoria la receta de las magdalenas para días de ánimos desinflados. Me dirigí a la cocina y calenté el horno a ciento ochenta grados. En un bol volqué un par de huevos, añadí cien gramos de azúcar y los aplasté con aquellas varillas eléctricas que todavía no había utilizado. Vertí un cuarto de vaso de aceite virgen mientras me afanaba en mezclar la masa. En otro recipiente mezclé medio sobre de levadura con cien gramos de harina e incorporé la amalgama a la masa de huevos. A falta de manga pastelera, escogí una cuchara de uno de los cajones de tiradores de elefantes color bronce. Dispuse los moldes, doce en total, sobre el papel vegetal que descansaba sobre la bandeja del horno y regresé al diván. Aguardé, con el sonido de la tele rompiendo el silencio, a que pasaran los quince minutos pertinentes…
Pasaron los minutos. El sonido del móvil me despertó bruscamente. Me toqué la cabeza. ¿Qué hora era?
Corrí a apagar el horno en medio de una nube de olores quemados, mientras contestaba la llamada entre toses, sin fijarme en el número de la pantalla.
—¿Sí?
No escuché nada al otro lado.
—¿Quién es? ¿Mamá? —insistí.
Nadie contestó. Colgué rápidamente mientras sofocaba el calor del ático abriendo las ventanas y sacando los dulces calcinados, con una gruesa manopla de algodón. Joder. Joder. ¡Joder! ¿Cómo era posible que me hubiese dormido? Tiré los restos incinerados a la basura.
Llamé a mis padres. Mi madre cogió el móvil sobresaltada.
—Cariño, ¿qué pasa? ¿Estás bien? ¿Qué hora es?
—Nada, mamá… ¿No me habéis llamado vosotros? Pensaba que pasaba algo…
—No. Nosotros, no… Vuélvete a dormir, Cecilia, se habrán equivocado. ¿Te has tomado la pastilla? —me preguntó con voz de madre—. Intenta relajarte, es muy tarde y tienes que descansar. Y si no, lee algo tumbada en la cama y se te cerraran los ojos —añadió en voz baja.
—Tranquila, mamá, estoy perfecta, no te preocupes, que descanséis, no os desvelo…
—¿Pero necesitas hablar o algo? Mira que te he parido…
—Que no, mamá, que no, de verdad… Un beso…
—Cualquier cosa, llámame, dejo también el móvil encendido por si acaso, pero llámame a casa la próxima vez.
—No es necesario. Descansad. Buenas noches…
La casa pronto alcanzó la temperatura estimulante y fresca de la calle. Me limpié el sudor frío de la frente, apagué la televisión y me dirigí encogida con los brazos cruzados hacia una de las ventanas. Mi figura despierta y destemplada se perfiló justo en medio. París dormía y yo velaba serena por ella. Aunque estaba claro que alguien velaba a su vez por mí. En aquellas ventanas, ni rastro de sus ojos. Pero supe a ciencia cierta que esa llamada provenía de esa vivienda envuelta en oscuridad.
Tarde o temprano todos tenemos que enfrentarnos a nuestros pecados. Volví a encender el horno, sin la secuela del Orfidal. Nada confusa. Un manto de nieve y coherencia había cuajado el calor que invadía la vivienda. El descenso de temperatura se consolidó en mi cabeza, que ya lo tenía todo claro. Me precipité a escoger con cariño cada uno de los ingredientes antes seleccionados. Incluso con devoción, diría yo. Pasé un cuarto de hora sentada en el suelo y observando cómo engordaba la masa de las magdalenas. Las extraje doradas, deliciosas, azucaradas. Las dejé enfriar y las sepulté en una bolsa de plástico transparente. Menos una. Encendí el iPad. 2708. 2708. Escribí oleadas de palabras hasta pasado el alba, con el familiar sabor del postre en mi boca y el sexo mojado. ¿Sería capaz de hacer entrega de todo aquello al concluir la obra?
A las once de la mañana cesé de teclear el mudo piano de teclas mayúsculas. Una maratón de frases escupidas sobre una pantalla había lesionado mis dedos, que me rogaban un descanso.
Cada día te levantas y haces lo urgente, pero no lo importante. Aquella tibia mañana no quería que no pasara nada. Olía a sensaciones. Me escapé al baño. Acaricié mi pelo con el agua de la ducha. Me limpié el cuerpo con la parsimonia de quien desliza una navaja de afeitar por su vena carótida: lentamente y con sumo cuidado. Le di fiesta el domingo a la voz de mi conciencia que me advertía de que en la calle no sólo hay hombres buenos. Me escapé de ese mundo tenebroso donde todos son villanos que viven en un suburbio de crueldad y que jamás se reciclan. Un problema menos que atender en las horas venideras.
Me rendí a un desayuno ligero y apetitoso, agotada por la escritura y colada hasta las trancas por aquel chico que caminaba por mis pensamientos. Me vestí a propósito de lo que iba a ocurrir. Abandoné mi piso con las magdalenas perfumando la escalera, compitiendo en olores con las tartas de frambuesa. Rocé con la yema de mi dedo índice el timbre. No me atrevía a imprimir fuerza para hacerlo sonar. Respiré hondo. Volví a colocar mi dedo sobre el interruptor. No funcionaba. Pensé en una retirada a tiempo. Pensé en volver a casa envuelta en dulces y amargura. Me resistí heroica. Fijé mi vista en la aldaba, la cogí y la hice oscilar hasta escuchar el sonido íntimo, grave y seco formulando una absurda petición de audiencia.
Silencio.
Me arrepentí de haber traspasado los límites del estrecho pasillo que existía entre las dos puertas, en tierra de nadie. Me retiré con aplomo del otro lado de su puerta y giré sobre mí misma, sintiendo el peso de un edificio de cinco pisos sobre mí. Un calor súbito incendió mis pómulos cuando la puerta cedió tras los cerrojos.
Arnaud apareció en camiseta y pantalón corto tras la abertura de dos palmos que dejaba entrever al fondo la luz pobre, de persianas bajadas, de la vivienda. Levanté la mirada y fui a parar de bruces contra un hormigón de contrasentidos: el de aquellos excitantes ojos que todo lo observaban.
—Hola —me dijo con una sonrisa dormida, apoyando su rostro sobre el ancho de la puerta.
—Me preguntaba… —susurré tímidamente. Su rostro todavía dormido me miraba alzando unos ojos recién abiertos.
¿Habría pasado toda la noche en vela?
—Me preguntaba si te apetecería desayunar magdalenas…
Adelantó su mano y cogió la bolsa.
—Pasa —me dijo incisivo y francés.
—Yo… Ya he desayunado. Gracias.
Clavó sus ojos fijamente en mí. No esperaba una palabra por respuesta, sólo que cediera a sus deseos de penetrar en aquel territorio prohibido.
Hay momentos en los que deseas ser ciega, porque no te atreves a hacer frente a una situación que se te escapa de las manos o que es diferente a todo lo que has conocido anteriormente. Aquél fue uno de esos instantes. Seguí a aquel hombre en trance a través del recibidor hasta el salón, con los ojos casi cerrados y las manos inertes, envuelta en una torbellino de sensaciones. No tenía rival. Agaché la cabeza como un siervo, a escasos pasos de la fina tela negra de su elegante camiseta. Me sentí incómoda en su territorio. Tragué saliva. Desoí a la razón, que me repetía que estaba comportándome como una niña caprichosa. Tendría que haberle dejado plantado porque la indefensión que me generaba era suficiente para derrumbarme como un castillo de naipes si algo de lo que me decía no me agradaba. Había sido un disparate aceptar su invitación. Aunque tampoco tenía elección. ¡Se trataba de mi editor!
Ninguno de los dos mencionó el viaje, ni las ausencias que no se habían producido.
Me acomodé en uno de los sillones de cuero con los ánimos revueltos. Era demasiado bajo y demasiado profundo. Mi vestido retrocedió, al igual que la valentía que me había empujado hacia el interior del apartamento. Coloqué mis antebrazos por delante, tratando de taparme. Recuerdo muy bien aquella estancia llena de libros y que olía a cerrado.
Abrió en silencio las ventanas, dejando que un tímido sol acariciara la sala y la llenara de volutas de nube. Al otro lado, observé cabizbaja las ventanas de mi casa. Se alejó sin decir nada.
Me trajo una taza esmaltada de rojo de café cargado. No me había preguntado. La colocó en la mesa baja enfrente de nosotros, sin derramar ni una sola gota; al lado puso las magdalenas y otra taza para él y se sentó junto a mí. Bajé la vista hacia el café para que no me sorprendiera. Sus rodillas quedaban prácticamente a la misma altura que las mías. Fruncí el ceño. Aquel salón era el mejor sitio para perderse…
—Supuse que te gustaría así. Espero no haberme equivocado —dijo con tono dulce sin quitarme los ojos de encima.
Se refería al café. Todas mis terminaciones nerviosas se pusieron en alerta. Empecé a sentir mis piernas rígidas de tanto empujar con mis manos el vestido hacia abajo. Esquivé su mirada.
—¿Te estás adaptando a París? Hay mucha gente que siente lástima por los franceses, dicen que son insípidos.
«Tú no eres insípido», pensé atada a ese asiento del que no podía escapar, con mis huesudos codos hundiéndose a ambos lados de mi cadera. Me encontraba al borde del abismo, con miles de palabras a punto de desbordarse de mis labios y teniendo que concentrarme para no tocarle. Necesitaba conseguir una remontada épica, porque yo era la que se encontraba en una esquina, agazapada y temblorosa. Le miré intentando aparentar sosiego.
—¿Qué esperas de mi próxima novela? —pregunté de pronto para evitar que pensara que era una escritora inexperta, expuesta ante un ser superior que podía herirme cuando le viniera en gana.
—Nada abstracto. Te quiero a ti.
Algo en mí se quebró. Como un estanque lleno de hielo resquebrajado por la cuchilla de un patín.
—Quiero que rompas tus límites —sostuvo implacable—. Como cualquier escritor. Firmaste un contrato, cúmplelo.
Sus palabras sonaron duras. Su contundencia me había paralizado. Volví a bajar mi vestido, que no paraba de encoger con la frialdad de su voz.
—Pero cúmplelo a base de estímulos… Y si fuera necesario, de sobresaltos —matizó poco después con la voz llena de polvo.
Guardó silencio. Se sujetó la barbilla con los dedos.
—Estate atenta a todo cuanto te rodea. Recupera emociones… Es oportuno que las transformes… —dijo. A continuación, sorbió café—. Si te he hecho venir hasta aquí es porque no me cabe la menor duda de que puedes encender el éxtasis en nuestros lectores con la inocente nostalgia que te envuelve… Tu primera novela es un chorro de confidencias… Y hay gente que ha perdido la capacidad de sentir. Devuélvesela.
Tuve cuidado de no caerme del sillón. Me sujeté con fuerza. La lengua es un órgano pequeño, pero en aquel momento la suya clamaba grandes cosas. Había un halo de cierta poesía triste en su mirada, como si de repente me conociera. La expresión de sus ojos me devolvía al jardinero de manos resbaladizas y llenas de tierra. La tensión sexual era extrema. Y no negué sus afirmaciones; era como si me dijera: «No te escondas, sé quien eres». Apreté mi vestido con los puños, con una pequeña sonrisa manchada de remotos helados de cereza.
Éramos buenos en aparentar que no había sucedido nada entre nosotros en días… Me enderecé.
—Tu éxito será mi éxito.
Me erguí aún más, fingiendo que era el éxito lo que al fin y al cabo me interesaba aquella mañana de domingo. Empapé mis labios de café. Lo percibí fuerte, de veras me gustaba así. Me ofreció una magdalena, mientras se llevaba un trozo de otra a la boca.
—Está deliciosa…
Era como si Arnaud hubiese surgido de un agujero en el suelo. Me sentí arrancada de mi vida normal hacia un viaje inesperado. Mi corazón repicaba. En el salón olía a intimidad de varios días. La tela de mi vestido resbaló, pero aquella vez no me dio tiempo a evitarlo.
—Sí, lo están…
Inclinó su cuerpo hacia mí. Apartó su cabello de la frente. Estaba lo suficientemente cerca como para poder tocar, con sólo alargar mis brazos, la cicatriz de su ceja derecha, esa que le dotaba de un cierto atractivo adolescente.
La escena me torturaba.
—Espero verte a partir de ahora con más frecuencia. Hay lugares a los que siempre merece la pena volver.
Una cáscara de huevo se rasgó en mi garganta… Giré la vista y sonreí tímidamente.
—No funciono por emoción, sino por convicción, Cecilia. Te quiero de vuelta aquí mañana, te enseñaré alguno de mis sitios favoritos de París. Necesitas conocerlos.
Regresé a mi casa con resaca. No tenía claro quién se había entrometido en la vida de quién. No sería fácil quitarme de la cabeza su piel…