VIII
UNA CITA CON EL EDITOR
El despertador redondo y negro, me taladró el tímpano hasta que acerté a pararlo. Mi historia era pura poesía, pero faltaba pragmatismo: esos relojes eran terribles para el corazón. No me dio un infarto de puro milagro. En adelante, pondría la alarma del móvil. La pantalla se iluminó con un mensaje. Pasarían a recogerme a las diez y media. Perfecto.
Me dio por hacerme un par de huevos escalfados, y preparé un café bien cargado mientras me bebía un zumo de pomelo endulzado con miel de romero. Eché de menos a mis gallinas, los huevos no tenían nada que ver.
Después de probarme mil y una combinaciones, elegí un vestido vintage verde esmeralda por la rodilla, unos espectaculares botines Louboutin acordonados y morados y una pamela negra para presentarme a los que habían conseguido devolverme a mis sueños más perturbadores. Así ataviada, parecía más francesa que las francesas. Era como jugar a ser otra. Resultaba como sacada de un anuncio de perfume. Cambié mi bolso por uno negro que colgaba en uno de los dos fabulosos percheros curvilíneos del espacioso cuarto, el único sin ventanas. Estaba atacada. Tenía ganas de ponerle cara al artífice de todo aquello.
Nada más bajar a la calle, me tropecé. Agradecí no estar rodando ningún anuncio. Iba a ser difícil manejarse con los altísimos tacones que me hacían parecer una giganta. El mismo chófer del primer día vino a buscarme. Me inspeccionó de arriba a abajo. Pude imaginar lo que en ese momento se le estaba pasando por la mente. De nuevo en el interior del monovolumen, tampoco me ofreció conversación alguna. Me abandonó a mi suerte en Ladurée, el salón de té más ostentoso de París, en plena avenida de los Campos Elíseos. Metros de terciopelo y decoración Napoleón III prometían una orgía de dulzor. Deliciosas piezas de repostería inundaban la casa de golosinas que se alzaba muy cerca de la editorial. En cuanto clavé una de mis suelas rojas en su interior azucarado, me puse todavía más nerviosa si cabe.
Un hombre de unos cuarenta años, pelo cobrizo y grandes ojos, me hacía gestos desde el interior. Me acerqué tímida y me ofreció su mano.
Subimos al piso superior. Varias salas separadas por rojas cortinas colgadas de barras doradas se asomaban tras la pendiente. Las salas estaban decoradas con huecos de chimeneas y cálidos armarios llenos de preciosas cajas de galletas de cartón, y en ellas se disponían mesas de gélido mármol.
—Buenos días, Cecilia. Enchanté!
El amable desconocido que se situaba frente a mí, vistiendo impoluto traje sin corbata y haciendo gala de unos extraordinarios modales, me indicaba con su mano que por favor me sentara. Hablaba español. Respiré aliviada. Me veía teniendo que hacer malabarismos para entenderle.
—Enchantée —contesté sintiéndome un poco ridícula por haber puesto un bobo acento a la única palabra que en ese preciso instante recordaba (y porque él la había mencionado antes) de mis clases en el instituto. Me ruboricé.
—Bon —dijo retirándose un mechón de pelo de la frente y apoyando sus brazos sobre la mesa a la vez que entrelazaba sus dedos—. Señorita Abril, le estamos inmensamente agradecidos por haber aceptado nuestra propuesta —dijo mirándome fija y pausadamente, como si estuviera tratando un tema realmente importante. Su español era bastante bueno.
—¡Al contrario! —me adelanté a responder con torpeza y voz temblorosa bajo una pamela que no sabía si debía o no quitarme…
Antes de que continuara, un estirado camarero se acercó hasta nuestra mesa y dirigiéndose a Monsieur Huppert, nos preguntó qué deseábamos.
—Pruebe les macarons, señorita Abril, son «excelentes» —me sugirió exagerando con su lengua la letra equis.
—Por supuesto —asentí.
—Des macarons, pour mademoiselle et pour moi, du croissant fourré.
—Que désirez-vous comme boisson?
—Thé au lait —acerté a decir
—Le même chose qu’elle. Et champagne rosé, s’il vous plaît.
El camarero se alejó.
—Antes de nada —me apresuré a decir—, gracias, de veras, por la excepcional acogida.
—¿Tuvo usted un buen viaje, Cecilia?
—Perfecto. Sin incidentes. No hubo retrasos… Y al llegar… Al ver la casa… ¡Es maravillosa! —No encontré otro adjetivo para calificar el desmesurado gesto con el que me habían recibido.
Por la expresión de su rostro, pareció que le hablaba de algo sin importancia. Es posible que no estuviera al tanto.
—De todo ello se ha encargado Arnaud, uno de los editores más exigentes de la editorial. Sin embargo, nos sorprendió cuando nos obligó a leer, a todos los que comprendíamos el español, el libro que traía consigo. Lo que moja la lluvia. El suyo. De hecho, él se ha ocupado personalmente del contrato, que espero sea de su agrado.
—Desde luego… —reconocí sintiendo que no me merecía tantos elogios.
Me pregunté por qué motivo ese tal Arnaud no había venido al encuentro.
El camarero regresó con un gran y colorido plato de macarons, un enorme cruasán, té de bergamota con leche y una botella de champán.
—Le van a encantar. En este lugar los macarons se vuelven irresistibles. Probarlos es cuestión de segundos; los que transcurren desde que se fija la atención en ellos, en sus atractivos colores, forma redondeada y sabores delicados. Uno mofletudo, de un delicado rosa fucsia, aparece en la película Marie Antoniette de Sofia Coppola. ¿La ha visto?
Negué con la cabeza.
Hablaba apasionadamente, se apreciaba detrás de su porte educado a un hombre culto y de gustos exquisitos, pero que trataba por todos los medios de parecer cercano. Capturé con mis dedos una de esas minúsculas delicias de veinte gramos, la de color morado a juego con mis zapatos. Crujiente por fuera, tierna por dentro, ricamente empolvada de azúcar glasé y rebosante de crema au beurre. Un inolvidable sabor a violeta y cassis me hizo retorcerme de gusto.
—Están increíbles —le hice saber elevando las cejas, algo más relajada.
Sonrió. Y me sirvió un poco de champán.
—Gracias.
—Le ha sido imposible venir —dijo, adivinando mis pensamientos—; se marchó ayer al mediodía fuera de París y me insistió en que la tratara bien, como si fuese un amigo —se disculpó justo antes de llevarse la taza de té a los labios—. Creo que usted viene a ser algo así como su protégée.
Respiré hondo. Al parecer ese tal Arnaud infundía bastante respeto a sus compañeros. Me intrigaba la manera en que Guillaume hablaba de él. No me atreví a preguntarle por la edad de mi mecenas. De hecho, cuando llegué a Ladurée estaba convencida de que Monsieur Huppert era mi ángel benefactor. Me había equivocado. Me consumían las ganas de conocer a Arnaud. ¿Sería guapo o feo? ¿Tendría mi edad o sería un carcamal?
—¿Le agrada París?
—Adoro París —contesté entusiasmada—. En realidad, ya había estado, vine al terminar la carrera… No pasé de ser durante el día una mera turista recorriendo a contrarreloj con un grupo de amigos los lugares más visitados, y por la noche una estudiante celebrando con alegría y alcohol haber aprobado los exámenes finales. No dio tiempo a mucho, la verdad. Pero fue intenso…
—Yo nací aquí, pero mi mujer, una alemana rubia con mucho carácter —su rostro se iluminó con una sonrisa al hablar de ella—, se negó a echar raíces en París. Cuando venía a visitarme se agobiaba por el dichoso clima, por las prisas y los atascos; detestaba el metro parisino, decía que todo el mundo estornudaba sin cesar; la ciudad le resultaba hostil y la niebla, contaminación sobre su cabeza. —Sorbió su té—. Traté de convencerla una y otra vez para que se mudara, intenté hacerle ver que estaba equivocada. Dos años y un dineral en viajes que yo le costeaba tardé en hacerle cambiar de opinión.
—¿Cómo consiguió que se quedara?
—El verdadero París, Cecilia, comienza cuando olvidas los minutos y las horas, cuando te deshaces de los planos y guías, de lo superfluo… Después de llevarla en repetidas ocasiones de la mano y presentarle la ciudad que yo conocía, en la que me había criado, cambió de opinión a ritmo de Marsellesa. Le mostré los rincones por los que había rodado mi bicicleta, los grandes ventanales de las iglesias a los que mis amigos y yo habíamos lanzado piedras… Porque sí, a todo el mundo le gusta el París de paso, excepto a mi mujer, pero no todos saben disfrutar de su fiesta una vez se instalan… Y es cuando más majestuosa se muestra.
Miré disimuladamente su anillo de casado, mientras le hincaba el diente a mi tercer macaron, uno verde hoja.
—Nunca se sabe, señorita, quizás acabe sucumbiendo como ella a los encantos de la ciudad. Y ya no la abandone. París es caprichosa. Lo que quiere, lo consigue.
Me guiñó un ojo. Y se abandonó a un apetitoso bocado dulce.
—Y hablando del tema que nos ocupa, Me imagino que nuestra oferta y todo lo que ello conlleva no habrá dejado de suscitarle algunas dudas. No debe preocuparse…
Sonaba sincero. Lo escuché con ojos interrogantes.
—Buscamos que saque lo mejor de sí misma, que se deje llevar, en el mismo e idéntico entorno parisino, que por cierto, describió de manera sublime en su anterior novela.
«Sublime». Me sonrojé. ¿Sería ésta la palabra utilizada por Arnaud?
—Queremos que elabore la historia que desee, que nos cautive de nuevo. Real o inventada. Decídalo usted. Piense en cómo llegar a la gente que trata de vivir a través de otra piel durante el tiempo que tardan en leer una historia: su historia. Lo demás, déjelo de nuestra cuenta. Cualquier cosa que necesite, no dude en pedírnosla. Estaremos a su entera disposición. A cualquier hora —añadió en un tono suave.
Me extendió una sobria tarjeta con su nombre, una lágrima verde y su teléfono.
Guillaume Huppert Durand
LARMES DE CROCODILE
ÉDITEUR. FICTION.
+33 624 19 67 76
—Muchas gracias, espero no tener que llorarle ningún día como su cocodrilo —murmuré.
—Insisto, lo que necesite.
Adelantó una carpeta de cuero marrón y extrajo varias hojas impresas.
—Aquí está su contrato, Cecilia. Compruebe que todo es correcto.
Sobre la mesa, tres únicos folios. Lo releí por encima, era el mismo que hacía unos días me habían remitido por correo electrónico. No acababa de entenderlo, parecía estar hecho a medida, era imposible ponerle un solo «pero». Mi anterior contrato, con la editorial catalana, era leonino comparado con el de Larmes de Crocodile. No entendía que una editorial, por grande y poderosa que fuese, pagara esa indecente suma a una escritora sin apenas experiencia, como yo. Ni siquiera un epígrafe, una cláusula, un pacto en el que me exigieran abandonar la vivienda en un máximo de un año o algo parecido. ¿Y si no se me ocurría nada? ¿Y si se me habían agotado las ideas después de exprimir mi alma en el primer libro? ¿Sería el último Lo que moja la lluvia? Traté de aparentar serenidad.
Me cedió una bonita pluma y firmé las tres hojas, con mi mente viajando a la velocidad de la luz, sin titubear.
—Bienvenue, Cécile! —dijo, levantándose de un salto de la silla.
Hice lo mismo.
—Me hace, francamente, mucha ilusión. Gracias por confiar en mí —dije.
—Va a ser una bonita etapa… —auguró—. ¡Y va a dar muchos frutos! —puntualizó mientras me daba dos palmaditas en el hombro.
Chocamos las copas y brindamos con lo que quedaba de champán.
—No se olvide su copia, Mademoiselle.
Claro. Metí los papeles dentro de mi gran bolso. Lo único que se me ocurrió pensar fue que ya no podían arrepentirse de haber accedido a la locura del exigente editor sin rostro.
Guillaume avisó por teléfono al conductor y cinco minutos más tarde abandonaba Ladurée, atiborrada de dulces y de dudas acerca de ese misterioso mecenas. Me despedí del condescendiente editor, que tras pagar la cuenta, estrechó mi mano con fuerza.