XIX
OTRO DÍA
A la mañana siguiente, me levanté aterrada. No recordaba nada de lo que había pasado. Tampoco ésa era mi cama. Tardé en reaccionar y en asimilar que estaba en el dormitorio de Arnaud. Aterida de frío, vi aquella mancha de sangre en las sábanas. ¿Qué me había hecho ese desgraciado? Enseguida, reaccioné, me acababa de venir la regla. La vergüenza quiso sepultarme bajo la cama. Mi ropa no estaba. Me cubrí rápidamente con la sábana de arriba y salí al salón, con una resaca febril que me impedía vocalizar correctamente. Lo vi en el sofá, de espaldas, leyendo unos papeles, quizá algún asunto de la editorial. Me quedé mirándolo varios minutos antes de hacerme notar.
—Hola —dije tímidamente.
—Buenos días, Cecilia.
Se levantó y me besó la frente.
—Lo de esta noche ha sido increíble…
Quise reírme, pero no me atrevía ni siquiera a mirarlo.
—No estás tan caliente como anoche.
—No me hagas sentir mal, por favor… —le rogué.
Sonrío y se alejó hacia otra habitación.
¿Había pasado toda la noche en el salón?
Hice memoria. Recordaba poco, si acaso cosas inconexas, fragmentos de un sueño. Lamenté no haber tenido la mente despejada. Me dirigí al baño. En la bañera, había una toalla tirada; en el suelo, un secador. No me lo había imaginado. Era real. Me lavé la cara, temblando tanto que me castañeteaban los dientes. Perdí el equilibrio varias veces. Diecisiete días desamparada le habían recordado a mi cuerpo lo que era la ansiedad, el estrés y la amargura. Había perdido el control del coche y ahora había ido a estrellarme contra las paredes del dormitorio de la casa de mi editor.
Al salir, estaba detrás de la puerta. Me asusté. Me tendió una camisa blanca y unos calcetines.
—Arnaud, necesito volver a casa…
—¿Qué necesitas?
—Me acaba de venir la regla. Lo siento, he manchado la cama.
—No seas tonta, Cecilia.
—Quiero irme…
—No, tú no te mueves de aquí —me ordenó.
Se marchó con mis llaves y regresó con una caja de tampones. Insistí en que quería volver a casa. No pareció querer escucharme. Se levantó y me dijo que lo siguiera hasta la cocina. Su casa era el doble de grande que la mía, espectacularmente bien decorada. La cocina minimalista y espaciosa, con paredes en las que se alternaban pintura gris y baldosas blancas y muebles de madera más oscuros que el suelo.
Me hizo sentarme en un taburete junto a la isla de la encimera clara.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó muy despacio.
Desorientada, no reconozco mi casa, ni haber contratado un esclavo…
—Prefiero ser tu esclavo a que me digas que te tengo secuestrada. Algo es algo…
Sonrió. Si me hubiesen dicho que había ingerido una dosis brutal de barbitúricos la noche anterior, lo habría creído a ciegas.
Puso delante de mí unas galletas doradas y un vaso de leche recién sacado del moderno microondas. No tenía hambre. Se dio cuenta de que estaba desganada.
—Sé algo que sí te va a apetecer…
Contemplé cómo extraía una caja de cartón de uno de los armarios de madera oscura. Era papilla para bebés. De cereales y frutas: trigo, maíz, arroz, centeno, mijo, uva, plátano, manzana, naranja y un sinfín de vitaminas y minerales.
Era obvio que me conocía mucho gracias a mi libro. Eso era trampa, no estaba segura de si era lícito. Me limité a observarle, primero buscando una cuchara, con la que esparció varios montículos de esa harina parcialmente hidrolizada en un plato hondo, colmado de leche caliente; luego, un tenedor con el que planeaba marear aquel cemento blanquecino y delicioso.
—No puede haber grumos —le sugerí con una media sonrisa de niña recién levantada.
—No te preocupes. No los habrá.
Se esmeró en cumplir mis expectativas. Colocó el plato delante de mí. Me dio de desayunar, cucharada a cucharada. No era necesario, pero lo hizo. Me aferré con felicidad a cada una de ellas.
—Este trato de favor sólo es porque me siento culpable de tu estado… —me reconoció.
Yo, refugiada en sus calcetines y su camisa, no imaginaba hasta qué punto.
La fiebre me vendía una ilusión de mentiras e hice malabarismos para no besarle. Se hizo un silencio de miradas encontradas. Me propuse no decir nada, no debía hacerle saber que ya no me encontraba bien el día anterior por la mañana. Lo quería allí, cuidándome. Disimulé mi egoísmo con una sonrisa angelical. Era una treta absurda, lo sé.
—Supongo que quería que cambiaras tu percepción sobre algo y no lo he conseguido… Suelo conseguir todo lo que me propongo. Maldita sea.
Imaginé de qué se trataba. Escuché la lluvia arañar las ventanas y reptar sobre las paredes de la casa. Batí las pestañas. Pero en ese momento, abriendo la boca y alimentada por ese hombre que me mostraba una ternura desconocida, me pareció que sí lo había logrado. Es muy probable que lo hubiera conseguido antes incluso… Pensé en el día de la boulangerie. No tenía intención de engordar su vanidad y permanecí sentada, apurando con mi lengua cada cucharada. Callada y atenta, concentrada en ese ritual infantil, sí, pero perturbador también, con una carga inequívocamente erótica.
Me ayudó a levantarme y me devolvió a su cama, de sábanas limpias. Las debía de haber cambiado mientras estaba en el baño, me dije a mí misma ante el espejo.
—Ya he avisado de que hoy no iré a la editorial —dijo mientras deslizaba una pastilla hacia mi boca.
Claro, él podía hacer lo que quisiera. Era el hijo del dueño, no debía olvidarlo. Tragué mientras contemplaba la ciudad tendida al sol de la mañana que iba iluminando progresivamente las tejas brillantes de nuestro edificio. Al fondo, se transparentaba un espejismo de vapor que se esparcía por toda la ciudad, en forma de arcoíris. La casa estaba en silencio y ventilada. Arnaud volvió a bajar la persiana del cuarto que mi debilidad había ocupado.
Los dolores de cabeza me asaltaron de súbito y el sudor frío me cubrió el rostro. Mi madre debía estar preocupada, tenía el móvil en mi casa, encendido, y si me había llamado y no se lo había cogido, tenía que estar subiéndose por las paredes.
—Gracias, dentro de unas horas quizá no me atreva a agradecerte todo lo que estás haciendo por mí —le dije ahogando mi voz en el colchón—. Lamento haberme adueñado de tu casa y que ésta no sea una visita de cortesía… También lamento estar así de horrible…
Una vez instalada en mi cabeza, me obsesionaba la idea del teléfono.
—Mi madre se extrañará de que no conteste sus llamadas…
—Descansa, Cecilia… Tienes toda la razón, estás espantosa, así que duerme y no hables…
Me dejó bien arropada, aguantando los golpes de la fiebre. Se sentó a vigilarme, con preocupación, desde una silla del cuarto, en la oscuridad… Me sentí incapaz de asegurar si estaba fuera o dentro del cristal. En una situación normal me habría costado siglos conciliar el sueño, pero sentía mis músculos pesados como el plomo y dejé que mis ojos se cerraran, demasiado pronto, justo después de que una sombra en mi mente hilvanara su nombre grito a grito.
Al despertar al mediodía, el móvil y mi cargador estaban situados junto a la cama, pero no Arnaud. Efectivamente, mi madre me había llamado un par de veces, no eran demasiadas. El tiempo que para mí había pasado lentamente, tan sólo estaba compuesto de un puñado de horas. Reaccioné devolviéndole la llamada. Le sorprendió mi voz.
—¿Mamá? Antes de que me digas nada, sí, he vuelto a caer…
—¿Otra vez?
—Sí, bueno…
—Cariño, París no te está sentando nada bien… ¿Te abrigas como te dije?
—Se me pasará pronto mamá, de hecho ya estoy mejor…
—Ay, de verdad, no sabéis cuidaros, no se os puede dejar solas, ¡ni a tu hermana ni a ti!
—¿También está mala?
—No, hija…
La imaginé tocándose resignada la cabeza con su mano de madre.
—Desde que estoy aquí no me contáis nada…
—Tu padre, que tuvo que ir a buscarla ayer tarde… Se empotró contra un coche al arrancar en un semáforo… Ahora me río… al fin y al cabo sólo es un coche, pero si le llega a pasar algo… que no, que no, ¡que estáis a otra cosa!
Tapé el altavoz para que no me escuchara reírme. Un ser superior me castigó con un intenso dolor de mandíbula al hacerlo.
—Cecilia, ¿por qué no vuelves a casa unos días? Te cuido, y ya luego vuelves a tono y recuperada… Mira, acabo de dar con una tienda que me trae todo tipo de productos ecológicos… Te vitamino y remineralizo en menos que canta un gallo… Te puedo hacer zumos de remolacha, manzana, apio, zanahoria…
—Mamá, antes de que me nombres todos los productos de la huerta —la interrumpí—, te recuerdo que me duele la cabeza y que mi estancia aquí tiene un objetivo… Deja de preocuparte tanto, estaré bien…
—Toma miel y equinácea, te subirán las defensas…
—Que sí, pesada… Un beso… Dale otro a la siniestrada.
—Cuídate, por favor. ¡Equinácea y miel!