VI
OTRA VEZ PARÍS

Es difícil condensar tus últimos años en una maleta. Así que traté de llevar lo justo y comenzar de cero. Volé a Madrid con mis padres un 16 de septiembre, y me despedí de ellos en el aeropuerto, donde hice escala.

Recogí mi maleta de la cinta transportadora y saqué a un Humo despeinado que se estiraba cheposo en el trasportín, haciendo sonar una chapa con su nombre que colgaba de la cinta azul de su cuello; me haría compañía durante el vuelo en cabina. De mi bolso, saqué un botellín de agua y le di de beber sintiendo su áspera lengua acariciar mis manos.

Era la oportunidad de mi vida y sin embargo no podía evitar que un tren de sensaciones recorriera mi cuerpo.

Me precipité por las frías baldosas crema hasta el mostrador de facturación. Una chica de flequillo inalterable y chaqueta formal me arrebató la maleta. No había vuelta atrás.

Decidí hacer tiempo y pagar un dineral por un chocolate caliente con poco sabor para el paladar, aunque agradable al estómago. En media hora, abandonaría la cafetería atestada de pisadas de paso y me embarcaría, en calidad de escritora, en un viaje a través del espacio y el tiempo a la ciudad donde engendré mi historia. Más mía de lo que la gente pudiera imaginar.

Arrugado, en uno de mis bolsillos de la chaqueta, me deshice del tique de la bebida y palpé la lista de todo lo que me llevaba conmigo mientras continuaba sentada, aguardando.

Cartas y documentos médicos, monedero, DNI, carnet de conducir, dinero en efectivo

Móvil, cargador, iPad, teclado, reloj de pulsera, gafas de sol

Fotos

Termómetro y medicación: gotas para la ansiedad, etc, ibuprofeno, primperan

Un ejemplar de mi libro

2 vaqueros, 2 camisetas

Ropa interior para los 3 primeros días

1 abrigo de lana, 1 jersey, bufanda de lana roja

Pijama de franela con cervatillos rosa

Calcetines azul marino de lana hasta la rodilla

Vestido de cuadros escoceses

Mis botas negras

Maquillajes y desmaquillantes

Peine de púas, secador de mano, rulos

Humo

Era reconfortante comprobar que no faltaba nada. La editorial me había informado de que un conductor me estaría esperando a mi llegada a París. Llevaría mi nombre escrito en una cartulina.

Escuché una voz anunciando mi vuelo. Me dirigí hacia la puerta de embarque. Generalmente permanecía sentada hasta que sólo quedaban un par de pasajeros por entregar la documentación y el billete en control; sin embargo, en esta ocasión decidí incorporarme a la procesión humana que, lenta, iba desapareciendo en las entrañas de un largo pasillo acristalado.

El avión no era de papel, como aquellos que se perdían con el viento desde la ventana de mi habitación. Ni colgaba de un hilo de cáñamo. Era un tronco pesado y estrecho desde el que contemplar el mundo bajo tus pies, que te proporcionaba la dicha de captar nubes de algodón con tu cámara y que dejaba una estela de azúcar quemado a su paso.

Durante el trayecto, junto a la ventana, decidí abrir mi libro un poco antes de la mitad. Pensé en el sentido de mi novela. Cuando algo extraordinario sucede en tu vida, tienes dos opciones: la mía o la de Ada.

Leí sin parar hasta que el vuelo aterrizó en la pista.

Los pasajeros fueron abandonando la cabina; cuando llegó mi turno y las azafatas me desearon una feliz estancia, quise creer de veras que sabían lo que decían.

Hice la llamada prometida a mi madre. Un hombre de mediana edad y demasiadas canas para su tez, aún lisa, alzaba un cartelito con el nombre de Cecilia. Le hice una señal con la mano y me ayudó con la maleta de ruedas, que apenas pesaba, mientras yo llevaba a Humo hasta el monovolumen negro mal aparcado.

—Ça va?

Ça va bien —rescaté de mi oxidado francés de colegio.

No debí hacerlo muy bien, porque ya no me dio conversación prácticamente hasta que alcanzamos nuestro destino.

El chófer circulaba a toda prisa y era como si los retrovisores no existiesen (seguro que hasta la kamikace de mi hermana era más cuidadosa). Contra todo pronóstico, el sol casi dolía a través de la ventanilla bajada del coche. Me sentí decepcionada. Humo miraba por los barrotes el rápido paisaje que íbamos dejando atrás. Vivir en París, sin duda el sueño de millones de personas en el mundo. Su atmósfera romántica se palpaba en cada centímetro de sus calles, se percibía en cada una de sus esquinas, en su gente, y provocaba en mí que la idea de instalarme allí me pareciera de auténtico cuento de hadas… Desde mi asiento busqué en vano esa niebla reposada y resbaladiza que hacía estremecerse de gozo a pintores de puentes, a propios y a extraños. A Ada.

Sentada muy derecha, envuelta en mi abrigo color cúrcuma, jugaba a adivinar cómo sería mi apartamento y quiénes mis vecinos. ¿Quizás el hombre de unos sesenta años que se empeñaba en hacer anillos con el humo de su puro en el banco del parque? ¿O la frutera que con un delantal impoluto servía sonrosadas berenjenas y aguacates a una elegante mujer de recogido plateado? ¿Viviría en el piso de abajo la madre que trataba de calmar a su pequeño bebe desconsolado?

Et voilà! Nous sommes arrivés, mademoiselle —dijo el chófer al penetrar en una calle precedida por un dibujo de un gran paraguas tatuado en la pared. Un escalofrío atravesó mi piel.

Me tendió un juego de llaves antiguo y señaló un portal de timbres dorados.

—Ce là.

Segundos más tarde, me encontraba en medio de la calle, sola y atónita ante la bella edificación que se alzaba allá donde finalizaba el camino imaginario marcado por el dedo índice del conductor. Una localización extrañamente familiar. Es posible que hubiese estado allí antes, es más, juraría que así era. «Prés du Panthéon», me había dicho el piloto de Fórmula 1 antes de despedirse. Y allí estaba yo. Deseando saber qué me aguardaba tras el gran pórtico de aquella casa de color blanco inmaculado y balcones acristalados, como los de un jardín de invierno, enterrada entre enredaderas de un dramático tono verde y de idílicas azoteas. Ante mí se materializaba mi idea de París, fabricada a base de los jirones que recordaba de alguna película independiente, de las noches con Charlotte, de mi viaje de fin de carrera, de los libros.

Centré mis pasos en esa calle estrecha que escapaba de las páginas de las guías para turistas. Los pájaros rebosaban de una alegría casi irreal en ese ambiente antiguo, como de los años cincuenta. La calle respondía al nombre de Lagarde, como indicaba una placa azul oscuro y ribete verde. El edificio, que databa del año 1904, era obra del arquitecto Georges Hennequin.

Me acerqué lentamente, con el manojo de llaves con una etiqueta en la que se indicaba en boli «última planta». Escogí la de mayor dimensión y me introduje en el portal con el corazón en un puño. No había ascensor. Horror. Ascendí por las maravillosas escaleras de caracol sosteniendo el trasportín de Humo en una mano y la maleta en la otra. Al alcanzar el tercer piso, tropecé contra una huevera de cartón al pie de una puerta. Joder. Llamé al timbre, pero nadie contestó; insistí con los nudillos, pero tampoco hubo respuesta. En fin, una vez me instalara, bajaría a limpiarlo.

Llegué asfixiada. Señor, qué mal estaba de forma física; al fin y al cabo casi me iba a venir hasta bien subir y bajar todos los días. Dejé todo en el suelo y busqué la llave. Me retiré el pelo de la cara y soplé. La hice bailar sobre la cerradura. Iba dura. Conseguí abrir. Menos de dos pasos hacia su interior, perfectamente amueblado, fueron suficientes para quedarme petrificada… Me temblaban las piernas. Me esforcé en recorrer no sin cierto miedo y asombro cada una de las estancias de la vivienda; un hermoso ático al detalle.

Al detalle de mi libro.

Alguien se había tomado la molestia de reproducir de una manera casi enfermiza o exageradamente complaciente —con un deseo de agradar que escapaba a toda lógica— cada milímetro de las paredes de la morada de Ada, mi protagonista. Cerré la puerta. Desencarcelé a Humo, abandoné la maleta y corrí hasta el grifo de la cocina, integrada deliciosamente en el luminoso salón, para dejar que el agua corriera por mi garganta, completamente seca del susto. Me sentí mareada, probé sin muchas esperanzas a abrir la nevera. Sin embargo, una explosión de colores salió de sus blancas tripas. Ese alguien se había encargado asimismo de la compra semanal. Pomelos, puerros, pimientos rojos, tomates, zanahorias, una calabaza, limones, lait écrémé, lait d’amandes, huevos, mantequilla, una quesera con una selección de piezas prácticamente recién cortadas…

Mi pulso se aceleraba en medio de mi cuello.

Un cuenco con ajos y cebollas, otro con nueces, y una botella de vino tinto acompañada de un paquetito envuelto con cuidado descansaban sobre la encimera de la barra de la cocina con tiradores de elefantes en bronce. ¡No faltaba nada! Una nota impresa en español rezaba: «El pastel es una delicia de higos. Feliz estancia». Parecía una nota firmada por las azafatas de mi vuelo. Era increíble. ¡Todo era increíble!

Me dirigí al cuarto cerrado, junto al baño. Un vestidor de armarios empotrados se alzaba todopoderoso. Dios mío. Era el diseño que había imaginado para Ada. Lo abrí de par en par. La habitación se hallaba repleta de zapatos de tacón de mi número, un sinfín de sombreros y decenas de vestidos. Ni rastro de paraguas. Lo solucionaría esa misma tarde. En el suelo, a la vista, una caja de cartón malva; en su interior, bombones de muchos sabores. Decidí ventilar toda la vivienda que, rodeada de ventanas, a excepción del dormitorio, no era de techos bajos. No había cortinas. Numerosos cuadros descansaban en el suelo, contra las paredes.

Me tumbé en el diván. Alguien había leído mi mente mucho más allá de la novela. De pronto, me hallaba inmersa dentro de mi libro, viviendo en la piel de esa muchacha de pelo ondulado que confiaba en los hombres y que caía muchas noches extenuada en pechos anónimos. Ada representaba lo que yo deseaba ser y no podía. Exudaba seguridad en sí misma. Era constructiva y no destructiva; reparaba juguetes, en vez de destruirlos en sueños. No le acobardaba que la lluvia alcanzase su piel desnuda, ni veía en ella connotaciones negativas.

Y no fumaba. «Quizá debería dejarlo», pensé mientras me encendía un pitillo y abría las ventanas, cuyos alféizares estaban ocupados por alargados maceteros sin plantar. Iba a echar las cenizas sobre la tierra, pero me detuve a alcanzar un platito de la cocina para tal fin. Nota mental: comprar también un cenicero…

Al fin y al cabo, no tenía nada de malo observar, como en el cine, mi propia película. Ahora estaría obligada a entender cómo era el mundo que rodeaba al ser que había creado.

Apuré pensativa el cigarrillo, hasta casi quemarme los dedos.

Tenía hambre.

Me lavé las manos con un delicioso jabón líquido que olía a almendras y miel en la inusual pila entre antigua y moderna del baño. Dirigí mis pasos hacia los fogones, capitaneada por Humo, que había muerto y había resucitado, y que volvía a jugar con mis pies. Descolgué una sartén que colgaba del mango sobre la isla de la cocina. Estrené la placa con una tortilla francesa, mi peculiar manera de celebrar mi primer día en ese país. «Tendría que haberle puesto a Ada lavavajillas en casa», pensé en mi torpeza, estropajo en mano. Detrás de la isla, junto a la tele de plasma que miraba hacia el diván, observé a Humo, acomodado en el dominio de Sebastien, el gato persa que Ada se había encontrado calado, vagando por Le Marais. Se le veía exhausto.

Me quedé dormida sobre la colcha marfil de la alcoba. Cuando me despertase, indagaría un poco más dentro de la casa. Me acordé, justo antes de perder la consciencia, de los huevos cascados de la tercera planta; la pereza se apoderó de mí… «Total», pensé, «si no los limpiaba, quién se iba a enterar de que yo había sido la culpable…».

A las cinco de la tarde amanecí de una siesta de lo más reparadora. Me asusté al verme en esa vivienda, me costó darme cuenta de que no era otra de mis pesadillas. Hice pis en ese baño real como la vida misma.

Me miré en el espejo bordeado por decenas de trozos uniformes de cerámica en tonos ocre, azafrán y azul, separados por blancas juntas. El rímel se me había corrido al dormir, y parecía estar poseída por un excéntrico Marilyn Manson. Impregné un algodón en aceite de oliva para hacer desaparecer las huellas de la siesta. Me olí las axilas, los nervios me habían traicionado y despedían un aroma rancio y avinagrado. Me esforcé en desnudarme con diligencia, había tanto que hacer en aquella maravillosa tarde que no quería demorar el momento de lanzarme a las calles. La ventana del baño no tenía cortinas, no parecía haber nadie viviendo a lo lejos, pero mi pudor me hizo tapar los cristales con la toalla púrpura del lavabo. Encendí la cálida y tenue luz. Me recogí el pelo con una goma. Una esponja blanca de nailon con forma de tutú de bailarina descansaba sobre la grifería de cobre. Giré la ruleta del agua caliente y la mezclé con la del agua fría. Me enjaboné. El chorro de agua caía firme, grueso, caliente. No irritaba pese a su violencia. Alargué el flexible y dejé que el rociador de la ducha me acariciara. Aproveché los dedos. El agua caliente me aliviaba más y más, hasta que en una última vuelta de rosca, casi me quemo en un gemido.

Deshice la maleta, que aún contenía restos de arena. La casa tenía algo excitante que no era capaz de discernir. El rubor no abandonaba mis pómulos. Coloqué con cuidado, entre las muchas prendas que se extendían en el inquietante guardarropa, mis cuatro cosas. Ni siquiera debía comprar ropa interior. Sentí vergüenza. Alguien se había encargado de hacerlo por mí. El armario del dormitorio estaba atestado de indecentes corsés y bragas de la firma Agent Provocateur, con los exorbitantes precios todavía colgando. Ninguna prenda negra o roja, sólo cajas y cajas de encajes color salmón o blanca seda. De la talla de Ada; la mía.

Cogí un conjunto al azar, el más sencillo. Corrí a mirarme en el espejo del baño, todavía cubierto de una fina capa de vaho. Me sentaba como un guante. Me reí ruidosamente como una niña, tapándome la boca. Me costó elegir entre la ropa que se acumulaba en el vestidor para ser utilizada. Me vestí con un pantalón arena, unos botines y un sombrero burdeos. Devoré una manzana rojísima y riquísima, probé el exquisito pastel de higos, cogí las llaves, un mapa doblado, mi bolso y me apresuré a bajar las escaleras. Ni rastro de los huevos en el tercer piso, me llevé las manos a la frente por haber olvidado limpiarlo, continué bajando no sin percibir un entrecortado ruido de metal. Paré. Miré hacia atrás, aguzando el oído. Nada. Terminé de bajar las escaleras. Abrí el portal y respiré hondo la ciudad.

Quería hablar con Charlotte, con Noe, con Cecilia, con mi hermana… Y contarles TODO. Pero París me esperaba. Y no deseaba que nadie me distrajera, ni me obligara a hacerle esperar.