XXI
LA NOCHE
Desperté de una larga siesta a oscuras convencida de que estaba en Santa Agnès y de que un dosel abrazaba mi cama. Me llevó unos segundos entender que dormitaba mis debilidades en la Ciudad del Amor, curiosamente la capital con la mayor proporción de solteros de Europa.
Me sobresalté al sentir el movimiento de las sábanas. Humo se revolvía escondido bajo la colcha de Arnaud.
—¡Lo has traído! —exclamé sonriente.
Mi editor apareció junto al marco de la habitación.
—No dejaba de maullar.
—No hacía falta, me iré esta misma tarde, me encuentro mucho mejor, gracias.
Lo atrapé entre mis brazos, estrujé su mullido cuerpo y lo apoyé sobre mi pecho.
—Pensaba que aborrecías los gatos…
—Así sigue siendo…
—Vaya…
—Pero ahí detrás hay una historia… —prosiguió—. Me dieron puntos cuando apenas levantaba cinco palmos del suelo. Una gata trataba de proteger a su pequeño, con tan mala pata que el tal pequeño andaba entre mis brazos…
—Las madres, cómo se las gastan… Yo también los odiaría.
—En cualquier caso, éste parece diferente.
—Sí, lo es.
Se sentó en la cama y me cogió la nariz entre sus dedos, como cuando mi padre la hacía desaparecer por arte de magia.
—¡Éste es le chat noir de una bruja!
Lo miré completamente perturbada.
Palpé con miedo y temblorosa la cicatriz que sesgaba su ceja y que le sentaba excesivamente bien. Le habría besado allí mismo.
—¿Es éste tu merecido? —pregunté clavando mis ojos en los suyos grises.
—No… Ésta es relativamente reciente —respondió con reserva y apartando mi mano con frialdad.
Agaché la vista hacia mis dedos. Levanté la mirada. Se levantó de la cama, irritado.
—Perdona, sólo tenía ganas de que alguien me contara su historia, alguna diferente a la mía…
No contestó.
—No hacía falta que me dijeras la verdad, si me hubieses contado que era la zarpa de un oso, me habría parecido bien igualmente —dije tratando de recuperar la calidez y hacerle sonreír a pesar de que el ambiente repentinamente se encontraba a cuarenta grados bajo cero.
Como en un remolino, desapareció de la habitación, dejándome convencida de que mi pregunta lo había importunado.
—¡Arnaud!
Sus pasos se perdieron y la casa se sumió en un desierto de premios y castigos.
—Vuelve, por favor…
Yo no era la más indicada para alternar equilibradamente el cariño y los fríos desprecios. No sabía si por la medicación o por el efecto de sus mimos, pero la realidad es que noté que mi mejoría se interrumpía de golpe.
—Arnaud… —balbuceé.
Me volví hacia Humo, siempre receptivo, que ya había alcanzado prácticamente el tamaño adulto.
—¿Me echabas de menos, tontorrón?
Estaba caliente y su áspera lengua lijaba mis manos haciéndome cosquillas. Lo dejé en el suelo. Me puse de pie y subí la persiana del dormitorio. La tarde caía precipitadamente y las luces se encendían en las calles. Volví a mi cama resignada, cada movimiento me costaba por la debilidad que había dejado la fiebre. La camisa blanca de mi vecino olía a enfermedad y decidí darme una ducha rápida. En aquella casa no había fotografías de ningún tipo, sólo lienzos antiguos que contrastaban con la moderna decoración. Al alcanzar el baño, vi que una de las puertas, la de una habitación que hasta entonces no había visitado, estaba cerrada. Pensé en llamar y volver a pedirle perdón, pero tampoco tenía claro qué había hecho tan malo.
El agua caliente cayó como latigazos sobre mis hombros, relajándome hasta la extenuación. Noté que mis rodillas se doblaban. Cogí un jabón neutro de la repisa de la bañera y lo repartí por todo mi cuerpo. Maldita cicatriz. Redes de espuma cayeron hasta desaparecer bajo la lluvia de la ducha y el agua aplastó mi pelo. No podía alejar mi pensamiento del sillón de cuero del salón, en el que sus dedos me habían desafiado. Debería volver a casa. Debería despedirme y darle las gracias. Pero irme.
Me sequé el cuerpo, pero no el pelo, y me cubrí con la toalla.
Me puse de puntillas y cogí un frasco color café que intuí era su perfume. Aparté la tapa negra y me aproximé. El incienso ascendió por mi nariz y me acercó con intensidad al chico que me había llevado sobre su espalda. Sentí que me mareaba y tuve que dejarlo de nuevo donde estaba.
Abrí la puerta y Humo me esperaba fuera. Me siguió hasta el dormitorio y saltó sobre la silla en la que Arnaud había esperado a que me durmiera. Me tomé la libertad de abrir el armario y coger otra camisa blanca. Había un lugar para las corbatas, otro para los trajes, otro para los abrigos, otro para los zapatos… Había espacios pensados para todo, él era bastante más ordenado que yo. Volví a meterme en la cama, tratando de decidir si me iba o me quedaba. Observé el día desaparecer tras la ventana en una explosión de colores, a la vez que las farolas empezaban a encenderse y hacían guiños sobre los charcos.
De repente apareció en el dormitorio. Me incorporé bruscamente dentro de las sábanas de mi cama. En un movimiento, me destapó las piernas. Sentí el frío de una máquina de aire acondicionado sobre mis muslos y un suspiro suyo me heló la nuca.
Lo miré alarmada.
—No hace falta que me eches, ya me voy —dije con la voz destemplada.
—No quiero que te vayas.
Sonó auténtico.
—Entonces, ¿qué te pasa conmigo? ¿Por qué has dejado de hablarme antes?
Quise ponerme en pie. Pero me agarró el pelo y lo enroscó en su muñeca con determinación. Me sentí indefensa.
—He dicho que no quiero que te vayas —insistió malhumorado.
Mi respiración se paralizó.
Clavó sus pupilas en mis ojos, sosteniendo mi cabellera bajo la tiranía de su puño.
Me puse nerviosa.
Abatió su mirada hasta mis labios.
—No quiero que te vayas… —dijo en un tono más amable—. Me gusta estar contigo.
Arqueó las cejas.
—Ven…
Comencé a sudar y me sentí incómoda al notar que el pelo mojado insinuaba mi pecho bajo la camisa. Recorrí rápidamente el cuarto con la mirada, en un intento de desaparecer, pero al fin y al cabo no era una bruja y ningún hechizo me sacaría de allí, a menos que echara a correr. Y ni siquiera sabía dónde estaba la llave de mi puerta…
Tiró de mí hacia él. Me pilló desprevenida.
Tragué saliva.
Me miró violentamente. La fuerza de mis brazos flaqueó. Intenté escurrirme, un poco, azorada.
Sacó su lengua en mitad de la clara oscuridad de su habitación y perfiló con maestría mis labios con su húmeda punta rosada. Sus párpados estaban cerrados; los míos abiertos de par en par.
Una gota brotó del extremo de mi lacrimal. Cerré los ojos para que cayera; se secó de inmediato con el roce de su rubio pelo.
Sin pretenderlo palpé con mi lengua su lengua, durante un segundo. A punto estuve de pedir perdón. Un ejército de hormigas clavaba sus patas por mi espalda y un terremoto hizo temblar los pilares de mis brazos, que continuaban sosteniéndome a duras penas sobre el colchón. Chupó mi tímida y pasiva lengua. Me vi jugando en la playa. Empezó a besarme como un loco. Estaba a punto de perder el conocimiento. Un precipicio se abría a medio camino entre la razón y los sentimientos.
¿Era éste un beso de despedida y debía marcharme cuanto antes a mi piso? ¿O buscaba algo más de mí?
No estaba preparada para más y no sabía si iba a sobrevivir a su largo y apasionado beso.
¡Besaba tan bien!
Hubo un día en el que corrí rápido como una liebre, atada con un pañuelo a la mano de un compañero de clase, durante un juego en el recreo del colegio. Con Arnaud, esa noche volví a recordar lo que era volar, en un beso tan impecable y complejo que pensé que habíamos pasado toda una vida preparándonos para ello. Me traía sin cuidado si me ahogaba allí mismo. Era preferible que fuera así y no en uno de mis terribles sueños.
Alargó sus brazos y me puso sobre él. Subí a un podio de expectativas. Guiada por un impulso, le quité el jersey. Nos detuvimos. Sus labios estaban inflamados y ardían como si le hubiese pasado la fiebre. Debajo llevaba una camiseta blanca de manga corta de algodón. Me agarró firmemente con sus manos la cabeza y volvió a besarme, parecía como si no quisiera perder ni un minuto de su vida en otra cosa que no fuera yo. Me estremecí gobernada por una sensación nunca antes experimentada.
Y sólo me estaba besando.
¿Habéis sentido alguna vez que habéis nacido para que algún día se produzca ese momento?
¿Que no podéis ser más felices que en ese instante?
Yo experimenté aquella noche todo eso y más. Y digo «más», porque sabía que no lo conocía apenas y que había en él algo extraño, que me provocaba tanto ilusión como rechazo, y que me sumía en una espiral de dolor y placeres ilimitados.
Para mí, lo que estaba sucediendo bien podría haberse tratado de una deliciosa y aterradora ensoñación. Cuando revolvía mi pelo, me acariciaba el vello de sus brazos. Noté cómo su sexo crecía y empujaba y no pude reprimir removerme sobre sus caderas, como si no acabase de encontrar la postura. De repente, inmovilizó mis manos con las suyas, por detrás de mi espalda, a la altura del coxis y, enajenado, empezó a lamerme rostro y boca. No podía dejar que continuara bajando, pero era lo que más deseaba. Elevó mi barbilla y acarició con su lengua mi cuello. Nunca había experimentado un éxtasis semejante, me daban ganas de adorarlo.
Mis nervios estaban a punto de estallar.
Cuando llegó a mis pezones y los escaldó con su aliento, sin tocarlos, quise hundirlo entre mis senos porque no creí que fuera a aguantar mucho más. Me sorprendí a mí misma rompiendo el silencio con una súplica. No me hizo caso y siguió prolongando mi agonía. Angustiosamente despacio. Observé desde arriba su cabeza acercarse y morder con suavidad la areola de uno de mis pechos. Una sensación indescriptible me alcanzó. Tanto que me puse a tiritar y a llorar de nervios, pero él siguió. Me pareció lo más indecente que había vivido jamás, y eso que había jugado con Valeria… Cada movimiento era de una intensidad casi inaguantable. Cuando empezó a desabrocharme la camisa, quise detenerle, pero con una sola mirada él ahuyentó mis temores; sabía que si se lo impedía viviría atormentada toda la vida. Esta vez iba a ser muy consciente de lo que estaba pasando, a lo que me estaba exponiendo: no estaba poseída por fiebres o resguardada tras los vidrios de las ventanas. Mi pulso se aceleró y me delató. Él me sonrió.
—¿Qué opciones tengo? —protesté en voz baja y entrecortada.
Reflexionó un instante.
—Ninguna, Cecilia, ninguna. Voy a hacerlo igual.
En mi rostro se dibujó una torcida sonrisa de miedo. Arnaud me cerró el paso con sus besos, me miro después y se lanzó a mis botones, para hurgar debajo de ellos. Lo hizo con delicadeza, sin apartar su vista de mis ojos llorosos.
—Sabes más de mí de lo que piensas.
Lo observé con una mirada ausente y acalorada. Noté que le invadía una ternura que me dejó perpleja. Me desabrochó un botón. Luego otro. Refrené el impulso de reírme de puro nerviosismo.
Paró. Me agarró la barbilla con sus dedos.
—No te haré daño. Te lo prometo…
Asentí con la cabeza.
Volvió a la camisa. Desabrochó el tercer botón. El escote era mayúsculo, pero no lo suficiente. Apartó el cuarto, el quinto y todos los demás.
Tragué saliva.
Separó la camisa hacia los lados. Cerré los ojos. Me sentí avergonzada. Percibí un movimiento y cuando aplastó su cuerpo contra el mío, me di cuenta de que se acababa de quitar la camiseta. Su torso estaba muy caliente, no lo soportaba. Me abracé a él bruscamente y le besé con pasión y obediencia. Que me hiciera lo que quisiera. Le pertenecía hasta el infinito.
Me apartó, muy poco.
—Confío en que podamos seguir siendo amigos…
—Lo dudo…
Nos besamos durante minutos y minutos. Al cabo de un rato, me tumbó en la cama, boca arriba, con la camisa desabotonada. Mis bragas era lo único que salvaguardaba mi integridad física. Se quitó los pantalones. Se quedó en calzoncillos. El resplandor de la luna me obsequió con la visión de aquel ser irrepetible. Efectivamente, estaba fuera de mí y terriblemente alterada y frágil. Se tendió encima de mí, con cuidado. Me asusté, pero no hice ni un gesto para impedir sus turbadoras caricias.
Las reglas eran sencillas, pero yo era incapaz de tocarle con la misma libertad que él se tomaba conmigo. Por otra parte, yo no tenía experiencia en acariciar a un hombre.
—No me gustaría infundirte falsas esperanzas…
—¿A qué te refieres? —le dije con el rostro enrojecido y jadeando.
—No te creas que te vas a librar.
¡Cómo iba a hacer aquello! Estaba con la regla, era asqueroso. Y si no lo era, a mí me lo parecía.
Me quedé mirándole, petrificada, mientras él continuaba acariciando mi piel.
—Aunque si quieres, paro… —dijo con una media sonrisa cuando deslizaba su boca por mi abdomen en dirección a mi pubis.
—Arnaud…
—Si quieres que pare, no tienes más que decírmelo…
—Para —le pedí.
Empujé sus hombros hacia abajo para que dejara de chupar mi vulva por encima de la braga. No tenía fuerzas o no quería tenerlas.
—¿Qué? —preguntó en un susurro malicioso.
—Para, te lo pido…
—No te entiendo…
—¡Arnaud! —exclamé lloriqueando de placer—. Deja que me marche…
No respondió. Permaneció inalterable.
Subió hasta mi boca, me mordió el labio. Me recuerdo sudando muchísimo.
—¿Quieres irte? —me preguntó mirándome fijamente con sus ojos grises mientras apoyaba su rodilla en mi entrepierna.
Por primera vez en años no quería salir corriendo, pero lo empujé, desesperada.
Bajé de la cama tan rápido como pude y me encerré en el baño que recibió mi cuerpo empapado de olores y esfuerzos. Esfuerzos por dejarme llevar, esfuerzos por desear sentir de una jodida vez lo que era hacerlo con alguien que eliges, esfuerzos para no huir. Pero no quería sangrar cuando eso se produjera; anhelaba algo limpio, no quería mancillarlo todo con dolor y amargura. No más de lo mismo.
Le había dejado solo en la habitación, era imperdonable. Yo también era responsable de todo lo que había ocurrido. Y para colmo, seguía excitada.
Me apresuré a lavarme la cara con agua fría para eliminar los vestigios de sus caricias.
Respiré profundamente su incienso en mi piel.
De pronto, un olor familiar penetró bajo la rendija de la puerta. Me abroché la camisa. La curiosidad me hizo retirar el cerrojo, abrir la puerta y dar un pequeño paso.
La cocina estaba iluminada.
Me acerqué descalza hasta ella. Arnaud vestía su camiseta gastada y sus manos sostenían una cuchara de madera. Decenas de palomitas de maíz eclosionaban por los aires. Lo miré emocionada. Me sonrió sin reproches. ¿Qué había estado haciendo en el baño tanto rato? Me declaró la guerra para ver quién cogía más. Aunque había estado llorando, porque moqueaba ligeramente, acabé dejándome llevar por las risas. Si alguien nos hubiese visto en ese momento, no hubiera dudado de lo feliz que era. Y estaría en lo cierto. Capturé muchas más palomitas que él, había tenido un buen entrenamiento. Humo permanecía inmóvil en la puerta, casi asustado.
—¿No quieres preguntarme por qué me he marchado?
—No —contestó—. Antes te he dicho que me conocías mejor de lo que creías.
Me encogí de hombros y asentí con la cabeza.
—Pues bien, yo a ti también. Podría hacer un informe sobre ti, sin temor a equivocarme. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
Acto seguido me puse en guardia.
Lo miré muy seria.
—Inspector, ¿desea que le acerque un bloc de notas para apuntar?
Solté una sonora carcajada con tanta intensidad que hasta él mismo se asombró.
Introdujo una de sus palomitas en mi boca.
—Très bien… Cécile… Très bien.
Cambió de postura y me sirvió un poco de agua de una botella.
—Mademoiselle, saque la lengua… Tranquilícese porque me voy a comportar —dijo ofreciéndome una de esas pastillas para los procesos catarrales.
Me ruboricé, cohibida.
—Estoy intentando averiguar por qué no me echas la bronca, no estoy cumpliendo con mis obligaciones como escritora.
—Desde luego, no creas que te voy a dar una especie de año sabático…
Sonreí.
—Anda, ve a refrescarte —me dijo con voz relajada.
Debía de tener un aspecto indecoroso. Me abrasaban las mejillas.
Vi que se encendía la pantalla del móvil, y antes de volver a la ducha, llamé a mi madre para decirle que estaba mejor.
Cuando el reloj marcó la una, Arnaud se despidió de mí con un beso en la mejilla y desapareció hacia aquella habitación misteriosa. Yo me acosté en sus sábanas, en un bálsamo de arrugas que lo evocaban. Inspiré fuerte, echándole mucho de menos. Pero mucho, mucho.