XIV
FUERA DE CONTROL
El lunes comencé a escribir muy temprano, con Humo entre mis zapatillas. Cuando me empezó a doler el cuello por haber estado sentada demasiado rato en la misma posición, escribiendo acerca de mi vecino, sentí unas ganas imperiosas de cuidar de mí. Encendí la tele y puse el canal de los vídeos musicales. Me encerré en el baño, para que el calor del agua de la ducha no se escapara. Al fondo, sonaba «Use Somebody», de Kings of Lyon. Esa canción me encantaba. Salí de la ducha equilibrando desnudez y toalla. Me miré en el maravilloso espejo. Con mis dedos extraje un poco de la mezcla reducida en agua de rosas de miel y azúcar que había preparado antes de echar el pestillo del baño. Una manía de esas raras, pese a estar sola en aquella casa. Sola en París. A una zancada de aquel hombre que me causaba escalofríos. Tracé círculos en la cara con la masa, hasta que el espejo me devolvió la imagen de la barbilla y los pómulos casi en carne viva. Me estremecí al pensar en su mentón partido. Se me doblaron las piernas y un golpe sacudió mi pecho. Dios mío, estaba sumida en una locura inexplicable. Me agaché hacia el lavabo y dejé que el agua corriera por mi rostro dentro de mis manos. Recorrí el pasillo con el invento más humillante creado por la humanidad, el gorro de ducha, puesto hasta la cocina. Trituré en un mortero unas cucharadas de aguacate, aceite de almendras, yogur y miel. Extendí la mascarilla por mi rostro, retiré la toalla húmeda de mi cuerpo y me tendí en la cama un rato hasta que sentí que las vitaminas habían ya conseguido hacerse un hueco en la piel. Volví a cruzar el pasillo, esta vez completamente desnuda, con una braga limpia en mi mano. Cuando enjuagué la pegajosa plasta de mi cara, penetró un poco en mi boca. Estaba buena. Me sequé a golpecitos y me apliqué un poco de rímel y gloss. Me puse el vestido tartán, de cuadros escoceses con canesú azul oscuro y verde oliva, que había viajado conmigo hasta París y escogí unos leotardos del desmesurado vestidor de Ada. Mientras los desenrollaba por mis piernas, fabulé con los largos dedos del exigente editor bajándomelos de nuevo.
Una vez bajo el cielo de París, me dejé llevar por la exquisita corriente de aromas de la Rue Mouffetard. Adoraba desayunar y todavía no lo había hecho. Era una de esas mañanas tibias en las que te gustas y te acompaña una buena cara. Me senté a repostar en una terraza con sillas y mesas sencillas y una carta sin pretensiones, justo al principio de la calle. Me sirvieron un jugo de frutas, un par de huevos pasados por agua, con la clara cuajada y la yema cruda, y pan dulce con mermelada casera. Ese día se acumularon alrededor de un gelatinoso bocado de huevo todo tipo de ensoñaciones románticas. En medio del trajín mecánico de la mañana, yo vivía en un mundo en el que sólo existían unos turbios ojos grises. Era como si hubiesen paralizado todos los estímulos que no viniesen del piso vecino con una especie de mando a distancia. Un mando a distancia que sólo servía para enmudecer al gentío, pero que no podía acelerar el tiempo para que los días corrieran veloces. Pensé en dar unas sonoras palmadas para meterle prisa.
Un hombre con aspecto destartalado golpeó con una delicadeza infinita la silla en la que estaba sentada. Me pidió perdón. Me apeé de mis ensoñaciones y le miré a los ojos. Eran lejanos bajo la sombra de su boina y sus cortas pestañas. Pensé en el miedo que he sentido siempre desde la cuna a sentirme sola, a quedarme en un futuro viejo sin caricias ni palabras. El hombre se sentó en la mesa de al lado, desplegando un periódico de noticias aún sin leer. ¿Tendría esposa o hijos? ¿Por qué estaba solo? Creí percibir en él un velo de tristeza y la desesperanza, como de ausencia de una persona insustituible. Quizá sólo estuviese matando el tiempo, pero pensé en lo espantoso que tiene que ser sentirte perdido y sin las referencias en las que antes te apoyabas para afrontar la vida. Recordé mi fobia en un pasado relativamente cercano a quedarme sola o mi manía de dormir con la luz encendida. Con el tiempo, uno encuentra la cura a casi todos sus males. Miré con ternura al desconocido antes de pagar. Al alejarme, la que me había servido el desayuno lo besó en la mejilla. Me alejé con una sonrisa, al escucharla saludar a su padre.
Respiré profundamente. Las reacciones de mi cuerpo y el estado alterado de mi conciencia eran más propios de un adicto al opio que de una escritora. Me sentía exultante y vital. Era extraordinario vivir en París, o al menos a mí me lo parecía, gracias a cómo se habían ido precipitando las casualidades. Arnaud traspasaba el límite de mis sentidos, la frontera de la cordura, y ahora debía sufrir la agonía de recordar sus infranqueables ojos y la cicatriz que lastimaba lascivamente el arco de una de sus cejas perfectas. Mi sonrisa se acentuó. Si hubiese sido hombre, una erección se habría apoderado de mi cuerpo. Mi entrepierna despedía fuego. Entreabrí los labios para que me fuera más fácil respirar. Un ronco gemido se escapo de mi garganta. Levanté la vista hacia la mujer de ceño fruncido que avanzaba en sentido contrario y cruzaba su mirada con la mía en ese momento. Una paranoica parte de mí creyó que adivinaba mis pensamientos. Disimulé tosiendo.
Esa misma noche soñé con la niña del acantilado. Pero esta vez llevaba puesto el traje de novia de su madre, que le venía grande. Una trampa mortal bajo la lámina negra del océano. El peso de la tela mojada la conducía hasta el fondo y la sepultaba con la fuerza de un desagüe en marcha dentro de una piscina ovalada, cubierta de hojas muertas y rodeada de sillas de lona deshilachadas. Esas hojas que recogía de niña del suelo del parque y desmenuzaba hasta dejar sólo su esqueleto. Y ella. Encallada con sus cabellos desorganizados en el fondo putrefacto del mar.
Me levanté encharcada dentro de mis sábanas, con la niña en los cristales oscuros del salón, tras las orquídeas, y jadeando en la ducha. Ascendió el vómito por mi garganta y también aquella tragedia sucedida ese mismo verano, en las cataratas Dorwin en Rawdon, muy cerca de Quebec, donde una mujer que se estaba haciendo fotos vestida de novia se había ahogado al empaparse de agua la tela, arrastrada a más de treinta metros de profundidad. Nada pudieron hacer ni el fotógrafo, ni un transeúnte que pasaba por allí para salvarla.
Cuántas veces me había probado aquel vestido marfil que mi madre guardaba envuelto en plástico… Como los de Aurora. El corazón me latía muy deprisa. Un hormigueo hizo que el tacto de mis brazos se asemejara, bajo mis temblorosos dedos, al de una corteza de árbol exenta de vida. Unas lágrimas asomaron y empezaron a caer sobre mi regazo. Mi cuerpo era un amasijo de chabolas. ¡Hasta cuándo!
Una vez más, sin aliento, mi silueta, recortada por la luz del dormitorio, se materializó en el umbral del salón. Busqué la munición de pastillas con la que había viajado. Cogí una, pero se me cayó al suelo propulsada por mis dedos tambaleantes. La recogí y me la tomé rápidamente. Transcurrieron minutos, encogida en el diván, hasta que el activo caló la palanca de mis miedos. Toqué la nuca y los músculos agarrotados de alguien que no era yo. No merecía vivir así: despersonalizada, confusa, mutilada. Que acabaran ya las pesadillas, el desasosiego. Entonces vi un destello a través de la ventana. Miré hacia el dormitorio, no fuera el reflejo de la luz del cuarto. Pero no, al salir había apagado el interruptor. Volví a mirar a través de los cristales, hacia los de la casa de enfrente, la de Arnaud, sellada con la persiana casi hermética de lamas de madera. Imposible, él no estaba. Me puse en pie, avancé hacia la esquina de libros apilados y encendí un cigarro, pero esta vez no abrí las ventanas del salón. No sé por qué. Pero había algo al otro lado. Sólo unos segundos más tarde, un rayo arañó el cielo y lo rompió. Era eso entonces lo que había visto. Humo se acercó como una sombra extendiéndose por el suelo y zigzagueó entre mis piernas; cuando absorbí la última calada del pitillo, lo levanté y sujeté con mi brazo izquierdo, aferrándolo contra mi pijama. Me quedé observando el aguacero muy cerca del marco de la ventana. Un relámpago iluminó sus ojos.
Quemé la leche. Aparté la nata con una cucharilla. No había pegado ojo en toda la noche. Me había dicho que iba a estar toda la semana fuera.
Bajé corriendo a casa de Aurora.
—¿Quién te ha dejado hoy los huevos?
—Ese hombre, el señor Huppert… Muy educado. Él siempre llama al timbre…
Un escalofrío indescriptible recorrió mi espalda.
—¿A dónde vas?
—Tengo prisa… He de ir… —repliqué ya bajando las escaleras—. ¡Hasta luego! —dije levantando la voz, atropellada.
Le mandé un apresurado beso con la mano y bajé las escaleras a un ritmo vertiginoso. Abrí la maciza puerta del portal y me situé en el inmenso baldío de asfalto donde un frío inconcreto hacía imposible cualquier soleado verano. Menos uno.
Apenas un breve parpadeo de luz había hecho temblar los cimientos de aquella semana. Me vi deambulando sin apenas ropa, mirando a través de los turbios cristales hacia su casa o sufriendo el pánico de las noches. Demasiado personal para mostrárselo a una persona de la que nada sabía.
¿Pero por qué mentir?
¿Estaba tal vez espiándome? Sentí horror. ¿Quería asegurarse de que escribía? Miré el iPad del escritorio sintiéndome de nuevo culpable, pese a haber escrito… ¿Quizá sintiera curiosidad por la inexperimentada novillera a la que le había hecho entrega de su muleta y la espada? No pude evitar que algo en mí brincara con los pies desnudos. Qué sensación tan agridulce.
Pensé en Valeria cuando me advirtió que se lo contara todo, con pelos y señales, por si mi enamorado escondía instintos criminales. También escuché a Ezequiel pitando penalti y diciéndome que no me fiara de los franceses. Paseé sin rumbo por las calles secas que ya me eran más que familiares, cediendo al vacío romántico de la duda, dándome cuenta de que poco me importaba la realidad que se escondía detrás del misterioso vecino si podía respirarle, escucharle o rozar sus manos como hacía el chico de los bollos de leche conmigo… Sería capaz de soportar una corona de espinas, dejarme flagelar por su látigo o sangrar por el costado. Si podía vivir cerca de él… Qué más daba la verdad.
Esa mañana abandoné mis pensamientos, inflamados de ilógica pasión, en el Jardin des Plantes, bordeado por hileras de plátanos de Indias. Los invernaderos siempre me han asustado. Son víctimas de soledades. Cárceles de flores. Respiré muy hondo.
Pensé en que un recorrido por cualquiera de ellos era una actividad muy solitaria, pese al gentío; sin embargo, con Arnaud, lo imaginaba distinto. No habría parado de suplicarle que metiera su mano debajo de mi falda en el jardín de invierno, cálido y húmedo, el de las plantas trepadoras, los ficus, las palmeras y las bananeras… De susurrarle en español en el invernadero mexicano, el de los áridos cactus, euphorbias, agaves y también aguacates, cafetos o papayas… Para culminar llenos de vida deshaciendo en polvo las plantas marchitas del invernadero australiano, cerrado por un tiempo indeterminado, a causa de obras de restauración. Lo observé tétrico, a lo lejos; la imagen de los dos retozando sobre las hojas cadavéricas me excitó violentamente. Quizá simplemente no estuviese abierto al público y dentro reservaran las más bellas plantas…
Proseguí mi paseo medicinal por aquel antiguo jardín botánico como si fuese a convertirse en la farmacia de todos mis dolores, con la voz del editor sorprendiéndome en cada silbido de la brisa.
Me senté en un banco y saqué de mi bolso el móvil. Llamé a mi madre. Le hablé de mis paseos, de la deliciosa repostería de París, de que no olvidaba secarme bien el pelo antes de salir a la calle, ni de utilizar bufanda. Le dije que estaba bien, que la historia iba por buen camino, que la regla no se me había retrasado como otras veces y que había llamado a la abuela. Surgieron las Navidades. Le prometí que las pasaría con ellos.
Al colgar, de pronto recordé el espíritu navideño que envolvía mi casa cada fin de año. Las últimas Nochebuenas en el gran piso de mi abuela y mi bisabuela maternas. Compartiendo el árbol de la esquina y un belén de azúcar glaseado con una familia nada desestructurada, en compañía también de mis padres, mi hermana, mis tíos y primas por parte de mi madre. Y la ausencia de mi abuelo.
La noche de Papá Noel, Santa Claus o San Nicolás era la excusa perfecta para ilusionarnos con ese gordinflón que todos los diciembres bajaba por la chimenea cargado de risas y llenaba los cajones de guantes, bragas o calcetines sin agujerear. No recordé ni un solo juguete, porque todos éramos ya mayores; aunque unos lo fuimos a empujones, antes que otros. Intuí a mil kilómetros e infinitos minutos de distancia esa luz cálida iluminando la mesa rectangular que sostenía el humeante recipiente con sopa de Rey, cocinada por mi bisabuela, que inauguraba oficialmente la cena del 24 de diciembre. Un humilde caldo de gallina al que añadíamos, al gusto, jamón york picado, huevo cocido desmenuzado y servido en una bandeja. Sentada en aquel banco próximo a la Ménagerie, una burbuja de vida y verdor, me quemé el paladar, del mismo modo que cuando imaginas que chupas un limón y notas la acidez expandirse en tu boca. Incluso atiné a escuchar la voz aterciopelada de mi abuela echándome la bronca por picar de los deliciosos platos antes de sentarnos todos. Pero no como cuando nos lanzaba el zueco de madera siendo unas mocosas, que jamás atinaba, sino con el enojo agradecido de una cocinera que todos se rifan.
Salté a diciembre con nostalgia, pero también con el temor de verme obligada a distanciarme unos días de Arnaud. No sabía si lo resistiría. Aquella semana estaba siendo cruel. Él estaba siendo cruel conmigo.
Después fui a Madame Carotte. Saqué el jersey recién lavado de la bolsa de cartón y se lo devolví al simpático camarero; por su cara de asombro deduje que lo había dado ya por perdido. Tal fue su entusiasmo al verme que me obsequió con un chocolate bien caliente, rebosante, el mismo que en la otra ocasión. Decidí sentarme en la misma mesa. Y en la misma silla. Hasta que el mediodía me sorprendió.
Volví al ático. Las persianas estaban subidas, no deseaba que sospechara que lo había descubierto tras la lluvia. Aparqué el abrigo en el recibidor, en la percha para sombreros, y me encerré en el baño para asearme resoplando por el esfuerzo de subir escaleras y por los nervios. Me desvestí frente al espejo y me analicé de cintura para arriba. El sujetador se comportaba con tiranía al señalar con rayas mi tórax. Un lunar salpicaba el comienzo de mi pecho. Lo reconocí suavemente con mi mano derecha, como si fuese la primera vez que lo veía; aunque me había acompañado desde mi nacimiento. Recordé una voz ronca que me decía que era una marca muy especial, cuando todavía era inocente andar sin cubrirme. Toqué con más fuerza. Manoseé ese pecho sin dejar de mirar mi reflejo en el espejo. Me clavé las uñas. Me abofeteé en un par de ocasiones y me permití llorar antes de lavar mi cara con la fría agua que brotaba del grifo. Me recompuse rápidamente y me serví una copa de vino. El cielo iluminaba la estancia. Me comporté todo lo natural que una actriz puede mostrarse en un decorado de cartón piedra, como el de aquel ático en el que me veía expuesta y frágil, observada y manipulada. Lo inquietante era que aquello me provocaba hasta hacerme sentir indecente. En cierto modo, contaminada.
¿Qué impedía que abandonase la casa y volviera a mi isla?
Ya no era el libro lo que me retenía en París. Lo mismo que me asustaba, me atrapaba. A partes iguales. Pensé en que quizás, sólo quizás, todo aquello tuviera una explicación. Esperaría a hablar con él. ¡Deseaba tanto hablar con él!
Me puse a cocinar para relajarme. Unté la carne de cerdo con miel líquida por todas partes y la doré en mantequilla, dándole vueltas mientras mi estómago parecía lleno de mariposas.
O de polillas, de las que deterioran porque atraen males como la muerte.
Me examiné como lo hubiera hecho mi psiquiatra. ¿Por qué había decidido ir a París? No estaba allí por el dinero. Tampoco por la ciudad ¿Por mi nueva novela? Cerré los ojos. Sinceramente, no… ¿Deseaba demostrarme algo? ¿¡El qué!? ¿Que era capaz de comenzar una vida de cero, tantos años después, y comportarme como mi protagonista? Me lo habían servido en bandeja entonces.
Bebí otro sorbo de vino.
De repente se me ocurrió que todo era una estratagema de mi psiquiatra para testar una nueva terapia de choque. Una de simulación. Donde ni el contrato era real, ni la casa, ni el chico que me vigilaba y tal vez tomaba apuntes de mis actos… El ático podía ser una vivienda bajo unas condiciones seguras y controladas con el objetivo de mejorar la calidad de vida del paciente. YO. El objetivo de todo aquello era que superara mis fobias, obligándome a afrontar lo que me atormentaba y a descubrir por mí misma que no existía ningún peligro real y que la mayor limitación estaba en mi mente.
Seguí dándole vueltas a esa opción. Si hacía una huelga de hambre, ¿aparecería alguien por la puerta con una invitación para cenar, o volverían a llenarme la nevera de todo lo que me gusta?
Si necesitaba tirarme al chico de los ojos grises, ¿me seguiría el juego como un profesional hasta las últimas consecuencias?
Hice un balance descarnado de aquellas dos semanas. De momento, ya habían conseguido que introdujera esa presencia turbadora en mi dominio. Las putas orquídeas. Que me bañara en lluvia buscando al supuesto editor. Y que disminuyese mi consumo de tabaco, hipnotizada como estaba por esos ojos. Me costaba enamorarme, sólo recuerdo haberlo hecho una vez y ahora, en mi solitario París, no había vuelta a atrás. Miré hacia los cristales. No había nadie.
Sonreí al pensar que se les estaba yendo de las manos; me estaba enamorando del que no debía.
¿Qué sería lo siguiente? ¿Que el guardián de la casa de enfrente me interrogara contra la pared verde orégano? Improvisé la conversación:
—¿Haces todo lo que hace la chica de tu libro?
—¿Te refieres al sexo?
—No exactamente…
—Dame un segundo para responderte…
Puse la tele y, como no podía bajar las persianas sin levantar sospechas, me cambié en el baño. ¿En qué momento me había desvinculado de todo? De mi costumbre de llamar todas las noches a mi madre o la de escribir todas las madrugadas…
Deshice el recogido de mi melena con los dedos. Delgados filamentos se tumbaron sobre mis hombros. Reviví a aquella vecina sin nombre, de mediana edad, del pueblo de mi infancia, la de la eterna cabellera blanca hasta la cintura a la que una vez sorprendí quitándose la goma, en la terraza del patio de luces. Suelto, alcanzaba las nalgas. Recordé cuando mis primas y yo nos pintamos el pelo con yeso y nos lo guillotinaron a lo garçon. O esas calamitosas ocasiones en las que volvía a casa con un chicle en la cabeza que no salía ni con aceite ni con hielo. El tiempo nunca es razonable, el tiempo es nuestro enemigo. Me cepillé la melena lo menos cien veces.
El pelo para mí tenía un sentido especial, estaba muy ligado a mis pensamientos. Mi mundo se volvía expugnable ante unas simples tijeras. Recordé la trenza perdida. También mi madre atesoraba una cortina con su cabello en uno de los cajones de su dormitorio, que un día le arrebaté sin que ella lo advirtiera. Desprenderme de él, de mi talismán, era un gesto cargado de significado. Un gran regalo. Lo perdí, y desde entonces no había vuelto a tener suerte.