XX
DOS INFANCIAS
Al colgar, me puse en pie no sin esfuerzo y me dirigí al baño. Hice un nudo con mi cabello para que no se me viniera a la cara y me lavé los dientes con un cepillo precintado que Arnaud había dejado junto al lavabo. Al salir me solté el pelo y me dirigí al salón. Arnaud llevaba el pelo mojado e iba cuidadosamente peinado. Olía a jabón y a incienso. Iba vestido como un leñador sin barba. De pronto, me sentí como en un refugio de montaña, donde había parado a pernoctar. Una montaña de efímera fantasía, llena de recuerdos y acogedora.
—¿Qué tal se encuentra mi asesina de orquídeas?
Bajé la vista y rasgué mi pena en una guitarra.
—No tengo mano para las plantas…
Me tendió el termómetro. Me senté en el mismo sofá en el que lo había hecho la primera vez. Me encontraba mejor. Me revolví dentro de la camisa, sin ropa interior, más lúcida que antes… Arnaud, adivinando mi pudor, me entregó un jersey grueso de lana.
—Ten… Tu recompensa por haberte portado bien. Te ha bajado la fiebre —dijo devolviendo el termómetro al estuche de plástico y apartando sus ojos grises de mi arrugada camisa.
Un soplo de viento en la nuca debió de avivar mi fiebre, porque de pronto me encontré otra vez en una posición inestable. «Tu recompensa por haberte portado bien»… El perfil de sus labios al hablar era una tentación que me costaba resistir.
—Cecilia Abril… Abril es el mes más feliz del mundo. Abarca la ilusión previa a los meses de verano, la sensación de que toda la ciudad huele a bosque. En verano, todo eso muere…
Se nos escapó un suspiro sincronizado.
—¿Qué recuerdas de tu infancia? —me preguntó con un centelleo arriesgado en sus ojos.
—Lo recuerdo todo —contesté forzando una sonrisa. Me apresuré a cambiar de tema—. ¿Volverás a ejercer de jardinero para mí?
—Siempre y cuando respondas a mi pregunta, Cecilia —contestó dominante.
Fruncí el ceño. Me aparté el pelo de los ojos. ¿Por qué me hacía eso? No entendí su insistencia, pero creí que sería capaz de evocar los árboles por los que trepaba y recuperar el olor a coco y helados derretidos sin salir mal parada. Me dispuse a coger mi vieja maleta cubierta de moho. Lo hice sólo por la atracción que sentía por aquel hombre tan hermoso…
—Pues… Verás… Yo… Yo era una de esas crías que ponía los huevos de la nevera encima del radiador, para que nacieran polluelos… o un vasito con sucedáneo de caviar, para que crecieran los peces. En cierta manera, se puede decir que mi infancia fue como la de cualquier otro niño, despreocupada, tradicional… Me crié en un hogar muy acogedor…
Hice una pausa que sobrevoló el salón. Entendí al mirarlo que aquella explicación no era, ni de largo, suficiente.
—… Acabo de recordar mi instinto de protección con las mariposas —continué entre sonrisas—. Cuando subíamos a la piscina de aquel balneario entre verdes montañas al que íbamos de vez en cuando, me afanaba en coger con mis manos todas esas mariposas que flotaban en la superficie del lago. Me resistía a creer que se les hubiera escapado la vida en un intento por beber agua. Las calentaba con mi aliento y te juro que al rato desplegaban sus alas, rasgando en dos el paisaje… se esforzaban en volar a mi alrededor, como susurrando palabras ininteligibles…
—¿De veras?
Arnaud me observaba muy atento. Yo recogí mis piernas con los brazos y me esforcé, ansiosa, en evocar esa otra dimensión que era el pasado.
—Valía la pena dejar de jugar por un rato… —le expliqué moviendo mis manos, que se habían vuelto minúsculas y dúctiles, como cuando revoloteaban entre las carillas de sumas y restas del colegio—. Con el tiempo, me he dado cuenta de que hay algo de ellas que me asusta, y es que de jóvenes pasan a adultas, y de adultas a la vejez… pero no tienen niñez.
El olor a incienso me llegó en una agradable ráfaga. Pude notar el rítmico pulso de sangre en su robusto cuello y su atención fija en mí, tratando de capturar cada palabra que salía de mi boca… Supongo que era deformación profesional.
—En esos pasillos con lámparas antiguas de casa de mis abuelas me agarraba a mis primas de la cintura y bailábamos la cucaracha entre cosquillas de las que matan… Otras veces, hacíamos carreras de caracoles sobre la mesa de vetas de uno de los cuartos de esa casa, el de la tele en blanco y negro… Ahora ya no existe esa tele del NODO.
Fijé la vista en los tejados de fuera.
—Hay un recuerdo que ha resistido el paso de los años… —le confesé—… mi bisabuela llenaba en invierno la sartén de palomitas de maíz, bañada en aceite y sal, la tapaba, pero cuando comenzaban a estallar, un inminente olor a películas y horas debajo de una manta en el sofá emergía sin avisar; ella quitaba la tapa de la sartén y me dejaba que las cogiera al vuelo, de esta manera la cocina se llenaba de esos sorprendentes copos de nieve comestibles… algunos acababan en mi estómago y otros pisoteados en el suelo —dije abandonándome al calor del sillón—. Las palomitas me han abierto el apetito, ¿no tienes hambre?
—No te escudes en la comida para no continuar. Además, he cocinado mientras dormías.
—Vaya, ¿no tengo escapatoria?
Mi misterioso editor rió.
—Me temo que no. Continúa… Tu reino por unas orquídeas.
Rebobiné en mi memoria, me ahuequé la falda escocesa con imperdible de la escuela y recordé cómo, jugando a churro va, había acabado con mis dientes en el suelo del colegio…
—Uno de esos domingos familiares, en casa de mis abuelas, vi tambalearse el carro de la compra… Yo por aquel entonces creía en la magia, pero aquello no lo era… Fui corriendo a mi madre y le dije al oído que algo se movía dentro del carrito. Se rió sin darle importancia. «Un conejo, Cecilia, un conejo. No debes preocuparte, no te hará nada». Recuerdo el pánico al escucharla despejar mis dudas con la naturalidad de quien no siente o no percibe el dolor ajeno. Le dije que me iba al baño, pero regresé a la cocina. Me escondí detrás de la puerta y me quedé largo rato atisbando el carro de cuadros revolverse. Imaginé al conejito maniatado, dentro de aquella oscura y profunda chistera mortal. No tuve valor de levantar la solapa y mirar. No me atreví a sacarlo. No fui capaz de salvarle la vida… ¿Qué más quieres que te cuente?
Escuchó atónito y conmovido cómo reconstruía el episodio, como si acabase de ocurrir.
—Por lo que veo, te encantan los animales…
—Sí, menos los que reptan… —Sonreí con amargura—. No me gustan los animales que improvisan y que no puedo controlar… En una caja de zapatos con agujeros, a modo de respiradero, albergaba un orfanato de suaves gusanos de seda… Mi padre se iba al atardecer al cementerio y me traía hojas de una morera que crecía al lado de la capilla para que tuviera qué darles de comer. Los veía crecer dentro del nicho de cartón con agujeros que guardaba en la galería de mi piso, hasta que tejían un capullo en una esquina, que podía ser de cualquier color, y se convertían en terroríficas mariposas… En ese momento, las dejaba en libertad…
—¿Dónde pasabas las vacaciones?
El silencio cobró vida.
—En ningún lugar en especial… Íbamos a la playa… A casa de mi abuela Raimunda, en Cataluña…
—¿Cómo eran esos veranos?
Decidí que no corría ningún riesgo si contaba sólo lo que deseaba recordar.
—La playa estaba siempre abarrotada de gente, ya sabes, una de esas costas familiares en las que tienes todo cerca: las duchas, los helados, la papelería con las sopas de letras o a aquel comisario que veraneaba en el mismo lugar que nosotros y que era raro el día que no apestaba a puro… Sus bigotes eran amarillos y yo me iba corriendo a bañarme para evitar que me saludara con besos y gérmenes. Cada mediodía regresaba a la toalla, debajo de la sombrilla roja, completamente arrugada por haber estado observando durante toda la mañana desde el agua a aquel arrecife de blandas esculturas moviéndose sobre la arena.
Arnaud me escuchaba tumbado seductoramente en el sillón, apoyando su cabeza en los nudillos de la mano, con un aire de melancolía en la mirada.
—Mi amigo Pancho, el monaguillo, durante las vacaciones se dedicaba a hacer picias: antes de bajar a la playa, echaba en la pila bautismal un chorrito de pis que había recogido dentro de uno de los botes de la farmacia de su padre. El día en que acompañé a la iglesia a mi abuela Raimunda y se santiguó con agua bendita y se arrodilló ante el santísimo, no pude dejar de reír en todo el día. Pensé en que Pancho, al fin y al cabo, no andaba muy desencaminado cuando se enfadaba conmigo y me gritaba que tenía el pelo rojo porque era el diablo. Yo entonces le decía que era un canijo, y que seguiría así de pequeño porque con ocho años si no se le habían caído los dientes de leche, no se le caerían ya jamás.
Cogí carrerilla para lo que le iba a decir a continuación.
—Hasta los trece años, crecí despreocupada; mis padres, como los de cualquier otro niño, guardaban la llave de lo que yo era y lo sabían todo de mí, lo cual te da una gran tranquilidad… Pero, a partir de entonces, pasaron cosas que ellos desconocen, que no tienen nada que ver con la idea de hacerse mayor y que no podía confesar… De esa manera, ellos dejaron de comprender ciertos comportamientos y yo sentí que andaba sola, a la deriva… Echo mucho de menos aquellos primeros años, los echo en falta mucho más de lo que hubiera podido imaginar nunca…
Arnaud me miró con una generosidad callada. Mi rostro no debía mostrar ni rastro de vida.
—¿Qué hay de ti? —musité.
—No, yo no tenía ningún amigo que profanara iglesias —contestó tratando de esquivar con una broma mi expresión sombría.
—No, venga, en serio, ya sé que es un trueque entre un jardinero y una inepta en botánica… Pero siento curiosidad por saber qué tipo de cosas hacías de mocoso. Seguro que escribías cómics o algo parecido…
—Yo era todo un niño bueno con las manos juntitas.
—¿Ah, sí?
—Fue luego cuando me convertí en un rebelde…
—¡Quiero saber más!
—Yo más que de la ruta de la seda, era partidario de las ancas de rana… Pero tranquila, que no me las comía… Vengo de una familia de grandes lectores, pero a la que también le gusta estar en contacto con la naturaleza… Mi padre conserva todavía la casa de la montaña. Acostumbraba a llevarme con él en sus excursiones a los lagos cuando una zancada suya eran dos mías. Llevaba una gran mochila y la tienda de campaña a cuestas, siempre ha estado muy fuerte, lo que pasa es que educarme supuso un gran desgaste para él —dijo haciendo una pausa—. Figúrate, hijo único… El hombre ya no conserva la energía de antaño, de hecho, creo que tengo la culpa de que decidiera dedicarse en cuerpo y alma los libros de literatura que tantas alegrías le habían dado. Yo le seguí, como en la montaña…
—Vaya, así que eras un bicho… Sólo por eso deberías tener mi beneplácito, ¿no? —dije comprometiendo el color de mis mejillas.
—No creo que si me hubieras conocido hace años estuvieses tan entregada a la causa… Aunque la gente cambia…
—Hablas como si hubieses matado a alguien —le corté.
—… si acaso de un disgusto, pero ¿eso cuenta?
Me encogí de hombros.
—No, eso no cuenta —contesté—. ¡Venga! —le apremié.
—Solíamos salir muy temprano… Cogíamos un telesilla que nos dejaba a mitad de montaña. Mi padre siempre ha sido muy concienzudo y llevaba consigo todo tipo de artilugios: una navaja multiusos por si tenía que abrir una botella o cortar queso, una linterna y pilas de repuesto, una cantimplora que vaciaba para volverla a llenar cuando se cruzaban en la travesía las frías cascadas de nieve derretida…
—Es fácil imaginarme todo aquello viéndote así vestido…
—No porque tenga facilidad de palabra…
Sonreí.
—¡No pares!
—No se ofenda, Mademoiselle Abril, se nota que está bajo el efecto de las drogas, parece alterada.
Se removió un poco más en el confortable sillón, engullido entre colinas de cojines, y se aseguró una sonrisa por mi parte.
—Aquellas excursiones eran promesas de plenitud y planes de futuro. Yo quería ser médico, pero años más tarde, perdí mi interés por estudiar el cuerpo humano. Parábamos a dormir junto a los bellos lagos de origen glaciar que estaban atestados de negras sanguijuelas… Apenas me dejaba meter las piernas, aunque no era raro ver a algún solitario intrépido sumergirse como si se tratara de las aguas termales islandesas… Por la noche, mi padre encendía la hoguera, bebía sorbos de vino de una bota de la que me dejaba probar y me obsequiaba con provocativos discursos que con mi madre delante no se habría atrevido a pronunciar. Disfrutaba mucho de todo eso… Aquel silencio impresionaba… Escuchaba hachazos y veía ojos donde probablemente no los había. Pero me sentía seguro a su lado.
Esa sensación me resultaba tan familiar… Se incorporó hacia delante.
—Al alba, saltaba del saco. Al subir la cremallera de la tienda, el valle se había convertido en una alfombra de gotas de rocío, como lágrimas detenidas al vuelo, y el dulce lago, en una gran mancha de gelatina, ondulando como un espejismo. Para desayunar, mi padre sacaba de su mochila dulces bizcochos de leche y harina que se deshacían al mojarlos, y calentaba agua en un hornillo de gas a la que añadía leche condensada. Era magnífico disfrutar de la niebla del valle mezclándose con la del humo del tazón de aluminio que ponía en mis manos para que entrara en calor. Antes de abandonar el valle, me dejaba llenar un bote de cristal con renacuajos. Una vez, las cosas se pusieron difíciles a medida que descendíamos, porque había llovido y las piedras resbalaban: tropecé y los renacuajos quedaron esparcidos como espermatozoides sobre la tierra. Busqué ciego y enloquecido sin parar de gritar; temía que se hubiesen quedado tetrapléjicos en la caída…
—¿Tetrapléjicos?
Reí con ganas.
—Me vi obligado a pedirle refuerzos a mi padre para el rescate; me cedió su cantimplora para que no murieran durante la bajada, mientras él no paraba de vigilarme con su cara sonrosada. Los cuidé hasta que empezaron a pegar brincos… Al terminar nuestras vacaciones, hacía con los anfibios como tú con las mariposas… Los dejaba libres, como haré contigo cuando te recuperes…
Mi pulso ascendió vertiginosamente a varios centenares de metros de altura dentro de una frágil cápsula de metal, como la de ese telesilla. Hubiera podido encerrarme en su casa el resto de mi vida, ¡no deseaba volver al otro lado de la escalera!
—Gracias por contarme esto.
Me acarició la cara con el dorso de la mano. Casi muero.
—Todos tenemos miedos… Ahora que recuerdo, a mí no me gustaban los pueblos, me daba miedo que la gente guardara armas en sus casas.
Sonreí, con el pulso alterado.
Antes de ponerse en pie y abandonar el salón, se dirigió a mí.
—Y otra cosa, ma petite Cecilia… Las orugas se transforman en mariposas. Lo que está vivo puede cambiar. En ocasiones, hay que confiar en esa posibilidad.
No dije nada. Amarrada al roce de su mano acariciando mis mejillas, no comprendí a qué se refería con ese apunte.
Mi editor dio una palmada al aire y me hizo correr rauda y veloz al baño, para que me lavara las manos. Era la hora de comer. Y cumplí sin rechistar, no tenía fuerzas para forcejeos. Ni siquiera con él.
Tenía ganas de salir a flote para retratarme a mí misma frente al iPad, dejar por escrito todo lo que me estaba sucediendo, describir su casa, su manera de hablarme y de tratarme.