V
DESPEDIDAS

Al día siguiente, todo parecía estar en su sitio. Ezequiel me sirvió el desayuno y me besó tierno en la mejilla. Aquello me descolocó. Ninguno de los dos sacó el tema de la casa de al lado. Val tocaba el violonchelo en el anexo. Las notas se adentraban en la cocina y se unían en un baile de olores a café y cruasanes recién horneados que nos había traído Ezequiel. Deduje que no había pegado ni ojo. Le tendría que haber dado uno de mis somníferos. Pobre.

—Quiero que sepas… —intenté explicar.

—Ya… —me arrulló comprensivo.

Sonó a un «ya pasó» muy paternal. Me besó en la frente con dulzura, acallando unas excusas que él no me había pedido. De pronto, me percaté de un detalle. A lo lejos, en el salón, mi libro. Con el separador a pocas páginas del final.

Era aún temprano cuando sonó el teléfono. Mi hermana Jimena acaba de aprobar el carnet de conducir. A la quinta. La última vez todo había ido bien. Hasta la maldita intersección de vuelta al centro de exámenes, donde pensando que la había vuelto a liar, se saltó un ceda. Estaba eufórica y hablaba deprisa. Me senté a escucharla, pero mis pensamientos emigraron lejos de la conversación.

Huyendo de los enjambres de veraneantes, nos marchamos con nuestras mochilas hasta una escondida y preciosa cala. Sólo atisbamos un signo de vida, una pequeña tienda de campaña clavada en la arena. De su interior emergió una chica con los brazos tatuados que fruncía el ceño tratando de adaptar su vista al sol y que se recolocaba el pareo alrededor del pecho. Alguien en su interior le tendió unas gafas de montura blanca. La chica se acercó hasta el agua para refrescarse la nuca, llevaba la piel de la cara enrojecida, pero me dio la impresión de que no por el sol. Tenía aspecto de gogó de discoteca. Unos pechos siliconados, grandes como melones, ridículos, se adivinaban a través de la tela de algodón de su camiseta. Su larga cabellera de ficción, de un llamativo tinte rojo, casi alcanzaba sus redondas nalgas. Cuando sintiéndose observada desde nuestras toallas decidió, en un arranque exhibicionista, librarse de la ropa, conté por lo menos cuatro piercings, uno de ellos en un lugar donde dolía hasta el alma.

Valeria le pegó un codazo a Ezequiel, que no le quitaba el ojo de encima.

—Los chicos a veces pueden ser tan simples —musitó Val dirigiéndose molesta hacia mí.

—Estoy mirando al frente, qué quieres que le haga —se excusó él en broma.

Ezequiel le propinó un mordisco en el culo a Val que seguía quejándose de su novio.

—¿Nos bañamos? —me preguntó Valeria tratando de esquivar las carantoñas cada vez más atrevidas de un Ezequiel de lo más tontorrón, que no dejaba de rascarse la entrepierna.

Me levanté de la toalla resguardada bajo la sombrilla de rayas de colores y me quité la camiseta que cubría mi escotado biquini marinero y, sorteando las piedras del suelo, acompañé a Val hasta el mar.

Ezequiel sacó su cámara de fotos y comenzó a dispararnos sin control. Hacer el ganso se nos daba muy bien. Para hacer rabiar a Val, de repente nos sacaba la lengua, giraba su cámara y fotografiaba a la hembra artificial de su derecha, que hacía el gamba en el mar, como nosotras. Aguadillas, desorganizadas volteretas, muertos insumergibles… De pronto, la desconocida le pidió a voces a su acompañante que se bañara junto a ella, llamándole «papi» para terror de mis oídos. Aquella choni se puso loca de contenta cuando éste saco la cabeza.

Casi tanto como yo…

Miré de reojo a Valeria, paralizada dentro de su coqueto biquini fucsia. También era casualidad…

Dudé entre hacerme la sueca o darme por aludida. Me decanté por lo primero.

—Bueno, lo que está claro es que tiene predilección por las pelirrojas —susurró Val calibrando mi cólera.

Me sumergí bajo el agua hasta el momento en el que estimé que el agua iba a comenzar a entrar en los pulmones. O tal vez salí disparada a la superficie cuando Val me agarró de los pelos con ímpetu.

El chico de los bollos de leche, al que por lo visto le encantaba bañarse en pelotas, ya fuera en la piscina, en el mar o en la bañera de su casa, se había lanzado al agua para satisfacer los deseos de la descerebrada que sacudía los brazos allá dentro del agua.

Ezequiel, a los lejos, dejó de hacer fotos y contemplaba la escena con expectación, vigilante.

Óscar nos vio. Se aproximó sonriente, alegrándose incluso del feliz reencuentro, con aquella boya que no se separaba de él. Hizo las presentaciones, mientras el destello del brillante piercing del pezón amenazaba con dejarme ciega.

Me resigné muy digna a darle dos arrugados besos. La situación era surrealista. Valeria no daba crédito. Pero yo tampoco: el chico en el que había depositado mis besos y mi confianza, elegía en su día libre a una mujer de plástico, prototipo de cualquier gogó de despedida de soltero que se precie. Y se molestaba en presentármela. No pude evitar enfadarme; pero no con él, sino conmigo misma. Por confiar de esa manera en un tipo al que no conocía más que a través de los embaucadores olores de la harina recién horneada, la confusión de los calores de una deliciosa tarde de verano, la graduación del vino y las ganas de experimentar.

De ningún modo me había planteado relación alguna con el chico de los ojos tristes, pero sí esperaba que todo lo especial que había sido esa noche para mí, lo hubiese sido en parte también para él. Qué boba. Supongo que me había vuelto a equivocar al juzgar a un hombre.

Lancé la cabeza hacia atrás y proferí una sonora carcajada, uniéndome a la conversación que estaba teniendo lugar, pero muy lejos de ella. Indudablemente, Valeria estaba salvando la situación que a mí ya se me había ido de las manos hacía un rato.

—Está claro —comentó Valeria.

—Sí, desde luego —dije bordeando la cháchara, sin idea alguna de lo que estaban hablando.

—Venga, basta de palique, vamos a nadar, que se nos va a encoger todo —soltó la barbie de hotel.

—¿Te pasarás entonces mañana por La Clotilde? —remató Óscar.

—Sí, por supuesto, no lo dudes —respondí.

Fue así como Valeria me invitó a salir del agua, y con un matiz esta vez duro, me recordó lo que me había dicho en la arena. Lo simples que podían llegar a ser los hombres. Gran verdad, me dije.

—No pienso volver a pisar esa panadería —decidí de nuevo en alto.

—Lo sé, Ceci. Vámonos.

Semanas más tarde, Charlotte y Leo regresaron de su viaje. Nos trajeron todo tipo de exquisiteces y regalos. Conocían a Val desde que era pequeña y Charlotte la trataba con la ternura del roce de los años compartidos. Austria les había encantado; un par de relojes de cuco y una enigmática pintura de Gustav Klimt, dentro de un recién estrenado marco antiguo, pasaron a adornar las paredes de Can Calèndula.

El cuadro Dánae, 1907-1908. Representaba a una mujer pelirroja que, con unos rasgos faciales tan similares a los míos que daban miedo, creaba una seductora atmósfera a su alrededor. Los tres escuchamos aquella noche, en el jardín encantado de Charlotte, la historia de sus labios. Según la leyenda griega, Zeus, transformado en lluvia de oro, amó a la joven Dánae, de pelo color carmín, que había sido encerrada en una torre de bronce por su padre; en el lienzo se la representaba recostada, adormecida, espléndida, abandonada a sus instintos, absorta en sí misma y desnuda. Con la cara enrojecida de placer, recibiendo la lluvia de oro en su sexo. Sublime.

—Todo el mundo piensa que se está tocando, que se masturba; pero en realidad es Zeus, que en forma de oro cae entre sus piernas, la seduce y engendra a su hijo Perseo —nos explicó entre el resplandor de las velas, mientras sostenía una copa de tinto entre sus manos.

Recordé sin quererlo mi lluvia dorada, años atrás.

Días de descanso, brindis trasnochados, el mar a nuestros pies, baños de barro, comilonas, paseos hippies, encuentros inesperados con veraneantes… Basta respirar para que el tiempo pase. Demasiado rápido.

Esa mañana recogía los huevos con los que Ezequiel iba a preparar un revuelto para el desayuno, cuando me acordé de la correspondencia. Desde que en la dedicatoria de mi libro escribí: «A Charlotte, por atreverse a abrirme las puertas de un París de acuarela en los confines de su jardín noctámbulo en Santa Agnès. Y, por supuesto, a Chloe, por aquella noche que no olvidaré», no eran pocas las cartas que habían llegado a la atención de la primera. Supongo que los lectores habían atado cabos: en la escueta biografía decía que vivía en Ibiza, de ahí a Santa Agnès y a Charlotte había un paso muy pequeño. Durante la ausencia de mi vecina, las seguí recogiendo y por las noches, me sentaba a leerlas. Impresionaba saber que, más allá de emborronar un papel en blanco con mis pensamientos, la gente se hacía eco de una historia ajena hasta hacerla suya. Eran impagables las muestras de cariño que recibía de lectores espontáneos que perdían su tiempo en agradecerme las sonrisas, las ganas de sentir, la enajenación transitoria, el terror o el éxtasis que les había causado mi historia de ficción.

Nunca pretendí llegar a todos ellos, reconozco que fui una egoísta al publicar mis vacíos en metáforas escribiendo en nombre de Ada. Opuesta a mí. Un yo creado para amar lo que yo odiaba y deseaba no odiar. Que mezclaba elementos de manera arbitraria, sin ton ni son, que muy pocos conocían y que habían marcado mi camino. Como la lluvia. Una historia escrita, sobre todo, para liberarme de un peso que me ahogaba cada vez más.

Y entre todas ellas, una carta de Chloe.

El día pesaba lento, tenía ganas de recogerme en mi habitación y leer. Era la una de la madrugada cuando abrí el cajón del escritorio y saqué las cartas. Entre todas ellas, una de Chloe que dejé para el final.

Querida Cecilia,

Deseaba reflejar mis sensaciones, de la misma manera que tú lo haces, a través del papel. Nunca imaginé que nuestra noche en París sería el detonante para que escribieras tu libro, bajo esa lluvia que como tú bien dices dolía de intensa.

Estoy convencida de que en ese ático de París, donde Ada cobija a sus amores, habrá alguno que será el que te acurrucará por las noches, te lavará las lágrimas de un mal día y borrará de un plumazo los traumas con sabor a agua. Esa agua que tanto te obsesiona. Una persona que te permitirá olvidar cualquier pasado, cualquier triste huella que tú creías definitiva en tu cuerpo. Porque el agua de lluvia, como tú bien sabes, erosiona, deshace cualquier vieja marca.

Por mi parte, no hay día que no recuerde nuestro encuentro. Me alegro de que fuera conmigo tu primera vez. Intuyo que Ezequiel lo sabe todo; paradójicamente, lo respeta. Probablemente jamás se atreva a hablar de lo sucedido o de lo que para él quizá nunca sucedió, porque nuestra amistad es tan pura e inocente que ese suceso bien puede pasar por una chiquillada a los ojos de un hombre. Pero las dos sabemos que no fue así.

Sólo un consejo: permite que Cecilia pasee bajo la lluvia, como Ada. No la escondas. No te arrepentirás.

Te quiere,

Chloe

Las lágrimas inundaron mi rostro. Era importante lo que ella pensara.

Pasaron los minutos.

En cuanto me hube recuperado, continué abriendo más cartas, algo confusa. La última tenía una sorpresa inesperada.

Uno de los directivos de una editorial francesa, afincada en París, en un viaje a España, había leído mi libro. Y se había enamorado del personaje. Ésa era la explicación que me daban para la locura que a continuación me proponían. Me pedían encarecidamente que viajara en septiembre hasta allí. Me pagarían el billete de avión y dispondría de un cómodo lugar donde vivir durante el tiempo que necesitara para escribir una segunda novela ambientada en esa ciudad, secuela o no de la primera, que publicarían en varios idiomas. Precisaban saber de los términos de mi contrato con la editorial de mi libro, Lo que moja la lluvia, para ver si esto era posible. Y se despedían con un cordial saludo, en español.

Pasé dos largos minutos mirando el folio francés. No daba crédito.

Saqué mi contrato del cajón para asegurarme. Existía un pacto de derecho de opción preferente en mi contrato con la pequeña editorial catalana que había editado mi libro si se publicaba una segunda novela; pero en ningún caso alcanzarían a pagar la cuantía en señal de anticipo que figuraba en una pequeña hoja dentro del sobre. No lograba entender cómo podían pagar semejante dineral a una escritora novel como yo. Era legítimo, desde luego. Pero… ¿qué había seducido tantísimo a ese editor? Aunque yo no era una experta en asuntos editoriales, sabía perfectamente que un anticipo como el que me ofrecían era extraordinario para una escritora novel y más por una novela de la que no había escrita ni una palabra.

Huelga decir que no pegué ni ojo en toda la noche. La pasé tumbada sobre las sábanas, hundiendo mis yemas en el suave pelo de Humo. Mirando lejos, muy lejos, por encima de la botella de vidrio turquesa llena de conchas del alféizar de la ventana. Imaginé a ese editor francés en posesión de Ada, el nombre de origen hebreo de la protagonista, que significa belleza. La bauticé así por las orquídeas, la flor más bella del mundo. Aunque yo no las soporto. En la naturaleza se encuentran debajo del dosel forestal, en la humedad de la parte baja, protegidas de la luz solar directa. Mi Ada era un botín de la bella niebla húmeda de París. Compartía una idílica buhardilla, estancada en el tiempo, con su gato Sebastien; un refugio en la ciudad del amor lleno de orquídeas y sueños que nunca morirían de golpe. Trescientas veinticinco páginas de emociones contenidas a lo largo de los años.

Quién me iba a decir aquella noche, que tres semanas después estaría embarcada en la aventura de mi vida. Can Calèndula se quedaba huérfana. Charlotte se encargaría de cuidarla en nuestra ausencia. La despedida fue lacrimógena. Mis padres y mi hermana vinieron por sorpresa a Ibiza la última semana para despedirme y organizaron una fiesta íntima. Noe me llamó para desearme un buen viaje. Ni mi mejor amiga ni mi madre las tenían todas consigo. Aquella oferta extraordinaria, el anticipo principesco, lo precipitado de mi viaje… Estaban preocupadas por mí, pero de nada sirvieron sus recelos. Yo estaba entusiasmada. Quería pensar que aquella oferta era una puerta que se me abría para dejar atrás por fin los tormentos que me poseían desde hacia tantos años y que habían determinado mi vida.

Prácticamente abandonamos todos a la vez esa casa que tanto bien me había hecho. Iba a echar de menos hasta a las gallinas. No faltaron confetis, luces de colores, velas encendidas en la piscina, generosas raciones de comida y hasta una tarta con mi nombre. Llevaba puestas las zapatillas rojas que me había regalado Braulio, el dueño de la alpargatería. Le dejé un libro a Charlotte para que se lo entregara de mi parte.

No fui consciente de que me marchaba hasta que Valeria se acercó trayendo consigo el violonchelo. Entonces, me habló al oído:

—Éste es mi regalo. Tú elegiste las palabras. Yo, la música.

Estaban todos los que eran y éramos todos los que estábamos. Callados, alrededor de mi rincón favorito, la mesa del mantel de cuadros vichy en la que Charlotte me había hecho entrega de mi libro. Mi padre, mi madre, mi hermana, Ezequiel, Charlotte, Leo, Humo. Y Valeria, a punto de frotar la cuerda del instrumento que apoyaba entre sus piernas.

Tomó asiento en medio del silencio de mi última noche en Santa Agnès.

Segundos muertos. Me miró y bajó la cabeza. La música empezó a brotar de sus manos y entendí por fin por qué el violonchelo es considerado uno de los instrumentos de cuerda que más se parece a la voz humana.

Poseído por las manos de Valeria-Chloe, parecía hablar de noches pasadas, respirar. Mi amiga colocaba sus dedos índice sobre el mástil, en unos movimientos cargados de erotismo. Intenté contener mi emoción: por lo que suponía la pieza, por lo que callábamos. Una música que resucitaba viejos roces, que sabía a lluvia.

No necesitaba partitura. Era como si la hubiese tocado infinidad de veces, aunque por la cara de Ezequiel, observándome sesgadamente, intuí que ésa era la primera vez que la escuchaba.

La delirante melodía narraba sólo verdades sin decapitar, en un lenguaje que sólo ella y yo entendíamos. Notas sostenidas que hablaban más que callaban, primero lentas, luego más rápidas, para terminar vencidas.

Únicamente cuando Valeria concluyó, pudo Ezequiel levantar la cabeza escondida bajo sus manos, acallando en sus adentros lo que pudo haber mojado la lluvia. Vio el brillo de los ojos en Valeria, que iba despojándose de la apariencia de Chloe. No dijo nada. Poco a poco, Chloe se desvaneció y pudo darle la enhorabuena a Valeria por su música. Yo no pude, me retiré al cuarto de baño del piso de arriba a llorar, mientras la fiesta continuaba fuera. De repente, alguien llamó a mi puerta, me sequé los ojos como pude.

Era Valeria, o tal vez Chloe, a contraluz. Más alejado, Ezequiel.

—Le he pedido por favor a Ezequiel que me dejara despedirme…

Le sostuve la mirada.

Ezequiel se adelantó y me dio un cálido abrazo y un par de besos.

—Todo irá bien, princesa. Acuérdese usted de enseñar a Humo a atacar a los vecinos ruidosos, y a los que le den la lata. Arañazos a discreción al que se pase de listo, Cecilia. Ojito, o se las tendrán que ver conmigo…

Y dicho eso, extrajo de detrás de su espalda un plato cubierto por una tela de cocina. Me lo tendió. Aparté la tela con sumo cuidado y las lágrimas se mezclaron con una risa histérica.

—¡Bollos de leche! —exclamé—. Gracias, Ezequiel.

Me fundí en un abrazo con él. Mi compañero de carrera, mi amigo… Se había convertido en un gran tipo. Mientras bajaba las escaleras de piedra, Chloe se precipitó entre lágrimas hasta mis labios inflamados y se fundió en un largo beso ante la mirada lejana de Ezequiel, que decidió continuar bajando.

—No olvides mi consejo —me suplicó cogiendo mi cabeza entre sus manos.

—No lo haré.

—Hasta siempre, Ada.