XXIII
IMPASSE
A media mañana, insistí en volver a mi ático y Arnaud no pudo hacer otra cosa que reconocer que estaba ya prácticamente recuperada y que no había problema en que regresase con Humo a mi casa. Me dio mis llaves, que sacó de esa habitación en la que se había encerrado en otras ocasiones y me dejó marcharme. No tenía idea de cómo iban a ser las cosas a partir de ese momento. Me aseguré de que él se llevara todo el mérito de mi pronta recuperación, le besé en la mejilla y entré en mi vivienda, con Humo maullando y con ganas de retornar pronto a sus brazos.
Aurora abrió la puerta al escuchar mis tacones clavarse en la escalera. En cuanto llamé, se inició el concierto de pasadores y cerrojos que blindaban la entrada a la vivienda.
—¿Y bien? ¿Algo que declarar antes de que me marche a comer?
Me cogió desprevenida. El desparpajo de aquella mujer me dejaba sin palabras.
—Claro, es domingo, qué boba… Se me había olvidado… ¡Dales un abrazo a las chicas de mi parte!
Arrugó su cara. Y se acercó con aire confidencial. Carraspeó.
—¿Cómo explicas que no haya huevos en mi puerta?
Me guiñó un ojo y esbozó una risita sibilina antes de que contestara; sentí la presión de tener que explicarme.
—Muy perspicaz, Aurora… —dije sonriendo—. Creo que vas a tener que invitarme a cenar.
—Me parece lo mejor… ¿Te gustan los caracoles?
—No los he probado nunca.
—Razón de más. Lo solucionaremos esta noche. Te espero a las diez.
Sonrió de refilón, ladina, y cerró la puerta en mis narices para terminar de arreglarse. Me quedé al borde del pasmo y no pude hacer otra cosa que reírme y continuar bajando las escaleras.
Arnaud tenía previsto pasar el día con sus padres, así que no me pareció un mal plan.
El domingo me brindó un día extraordinario. Al meter las manos en mi abrigo, descubrí dentro del forro las entradas de teatro. Todavía no las había metido en la caja, tal y como insinuó Arnaud, pero las cosas habían cambiado entre nosotros y dentro de poco quizá pudiese introducirlas en la caja malva.
La hojarasca bailaba en las aceras y la brisa era dócil. Un día perfecto. Una algarabía de murmullos, provenientes de la Rue Mouffetard, acabaron por animarme. Al principio de la calle, una pareja mayor bailaba tangos junto a un puesto de frutas y la gente se paraba a observarlos. Deslicé mi talle frágil hasta ese lugar, y me quedé un rato a observarlos como un centinela. Enfrente, el establecimiento La salle à manger acogía en sus sillas un grupo de amigas que intercambiaban confidencias en torno a un chocolate, un viejo con rostro beatífico y sonrisa aceitosa pegaba una cabezadita y una mujer almidonada leía la prensa.
Me senté a comer allí, a ver la mañana discurrir. Cogí la carta y me lancé a saborear un verre de jus de pomme et un assiette gourmande composée de saumon fumé et foie gras de canard entier sur toast, brie de Meaux, Morbier, salade mêlée, crudités et oeufs brouillés.
Me aseguré de no dejar nada en el plato, había recuperado el apetito. Repasé los periódicos españoles en el móvil y abandoné la terraza, para hacer algunas compras antes de volver a casa.
Introduje aquella fecha en el iPad, dos veces, y pasé toda la tarde derramándome sobre las teclas, que si hubiesen tenido voz se habrían quejado de escribir todo el rato sobre él. Algunas veces había rozado la ilusión de escribir con una flamante pluma Montblanc y acariciar las letras del papel, pero lo habría llenado de tachones y tener que limitarme a una sola copia de la novela me daba pavor. De esta manera, podía hacer copias de seguridad.
Incendiada, escribí su nombre cientos de veces con mis dedos, y repasé lo que habían sido mis últimas cuarenta y ocho horas; para ser sincera, lo que recordaba, con la percepción de la fiebre y el subconsciente. Me tomé mi tiempo y, como una tonta, me deshice en sonrisas de trapo a cada párrafo. Cada roce, cada palabra, intenté retenerlo todo en el iPad, aunque dejaba frases en el aire, como si temiese completarlas.
A las nueve y media de la noche, todavía no había escrito ni un cuarto de lo vivido, y sin embargo tuve que parar.
Me aseé y bajé a degustar los escargots de Aurora. Me hizo pasar, percibiendo la sombra de felicidad que me perseguía. Me recibió con una sonrisa de oreja a oreja y me condujo al comedor, donde había preparado una preciosa mesa alrededor de la que verter los últimos acontecimientos.
Confié en ella.
De madrugada, cerré la puerta de mi alcoba, abrí el armario y examiné los lujuriosos sostenes a juego con las bragas, con inusitado interés. Supuse que ése era el tipo de prendas que tanto gustaban a los hombres y que los llevaban a cometer barbaridades. Hasta ahora había utilizado las más recatadas, pero no descartaba estrenar el resto. Había cajas y más cajas. Una locura.
Mi mente estaba invadida por mi editor, me di cuenta de que lo incluía en cada actividad, en cada pensamiento. Era adicta a su aroma a incienso, a su atractiva sonrisa y a aquel delicioso acento que conseguía calmarme en mi desasosiego.
Si esa noche me hubiera convertido en una mariposa monarca, no hubiera tenido que viajar cuatro mil kilómetros desde Canadá o Estados Unidos para aparearme en los bosques mexicanos: un estrecho desfiladero me separaba de su dormitorio. No tenía sentido pasar las horas de la noche sin él y tardé en dormirme pensando en lo fácil que sería seguir mi ruta y llamar a su puerta, llevando puesta cualquiera de esas alhajas interiores.
Cuando estaba preparando el desayuno, se me cayó el bote de cacao y un microscópico polvo se esparció por la cocina. En el colegio jugábamos a soplar con la boca llena de nubes de chocolate, y mi madre me regañaba porque decía que era fácil ahogarse haciendo el tonto de esa manera. Pinzolas, el más canijo de la clase, escupía como un aerosol aquel polvo inflamable hacia un mechero, manchando todas las baldosas de los baños de chicos.
Limpié el estropicio, con los ojos todavía entrecerrados. Arnaud debía estar ya trabajando y la casa estaba muy callada. Encendí la tele, en el canal de música, y después de desayunar y borrar el cansancio de mi cara con agua fría me arreglé para ponerme a trabajar.
Me senté en el escritorio. Me apetecía encenderme un cigarro, pero recordé a Arnaud hablándome bajo la lluvia de lo poco que nos queríamos los que vivíamos pendientes de una cajetilla de nicotina. Ese impacto era suficiente para dejarlo, al menos una temporada. Miré hacia los cristales de su casa, y al pasar por los míos, me dio una pena tremenda haberme cargado yo solita las orquídeas.
Esa misma tarde regresé al mercado de las Flores. Estaba la misma mujer que la otra vez, y cuando me preguntó por las plantas que me había llevado en mi anterior visita, mentí de la vergüenza que me daba admitir que se habían muerto.
Me acordé de Arnaud plantando las flores. Reproduje sus movimientos, reviviendo el día que había penetrado en mi casa por primera vez. Con mucho cariño. Me gustó el aroma que despedían las flores, me recordaban sólo a Arnaud; ni a ferias, ni a sueños rotos, ni a tormentas de verano.
Cuando me estaba limpiando la tierra de las uñas en el baño, me llegó un mensaje. Cogí mi móvil, guardado en el bolsillo de mi pantalón.
Arnaud, Larmes de Crocodile. 19:29
Muy bonitas, pero me preocupa que hayas despedido al anterior jardinero.
Le di a contestar.
Para: Arnaud, Larmes de Crocodile. 19:30
El anterior no sabía utilizar las herramientas.
Arnaud, Larmes de Crocodile. 19:31
Ya, era más hábil con las manos. Tal vez debas readmitirlo, para que te enseñe cómo enterrar los dedos adecuadamente.
Un escalofrío me heló la espalda.
¡Oh, Señor! ¿Qué se supone que debía contestar?
Para: Arnaud, Larmes de Crocodile. 19.32
He perdido su contacto.
Arnaud, Larmes de Crocodile. 19:32
Lo has perdido porque tú quieres. Te dijo que no quería que te marchases.
Me puse en pie en el bordillo de una azotea.
Para: Arnaud, Larmes de Crocodile. 19:33
¿Y ahora qué puedo hacer?
Los nervios me comieron viva esperando su respuesta.
Arnaud, Larmes de Crocodile. 19:36
Intentaré dar con su paradero. Si lo consigo, a las 9 llamará a tu puerta. Ni se te ocurra cenar
¿Era otra cita?
Me puse muy nerviosa, quería impresionarle, y no por ser la chica que alcanzaba las cotas más altas de fiebre de todo París en tiempo récord. Miré el reloj: quedaba algo menos de hora y media. Me atraganté con mi propia saliva. De pronto, me dio el hipo.
Me zambullí en la ducha, cuchilla en mano y afilé el dibujo de mi pubis, por si las moscas; aunque daba igual, porque seguía sin estar preparada. Rebusqué entre los vestidos de mi armario. Humo ronroneaba entre mis piernas, percibiendo mi alterado estado de ánimo. Lo acaricié un momento.
Uno de color negro me pareció soberbio para enfrentarme a cualquier situación.
—¿Demasiado escotado? —le pregunté a Humo encantado con tanto ajetreo repentino.
Vacilé.
Finalmente, me decidí por un minidress color hueso precioso: con corchetes antiguos por delante y mangas de encaje estrechas. Me calcé alta y de color vino. Pensé en su buena amiga, la que tenía un showroom; me puse celosa.
Estaba cardiaca y su acento provocador planeaba por toda la estancia. Bajé las persianas, por si se colaban sus ojos grises en mitad de la agónica tarde, no quería que me viera antes de la hora acordada. Por supuesto.
Saqué del armario un impresionante corsé blanco. De pronto, me sentí como en un musical romántico, exactamente en el de Siete novias para siete hermanos, la película que más veces había visto en mi niñez. Cómo describir a esas chicas raptadas en paños menores por aquellos hermanos, rudos leñadores, que se las querían cepillar a toda costa entre baile y baile. A mí me fascinaba la chica morena, Dorcas, la que se quedaba con Benjamin… Era la más voluptuosa y la más descarada. De pequeña quería ser como ella. Ellos dos eran la mejor pareja de todas de largo.
Se me ocurrió que Arnaud, el sábado, parecía uno de los hermanos Pontipee. Sonreí y suspiré al mismo tiempo, transportada a un pasado de cintas VHS, piruletas de cereza y Calipos de cola.
Me introduje en esa delicada prenda y escogí una braguita retro del mismo color, que esperé no se marcara con el vestido. Hechas las comprobaciones pertinentes, resolví que no se notaba nada de nada y me dirigí al espejo del baño.
Me maquillé los ojos con rímel negro y los labios en un tono mercromina que me había regalado Lolo en verano; decía que era perfecto para una pelirroja y un must de temporada. Por último, escogí una cazadora motera de cuero para restarle ñoñería al conjunto, y decidí que todavía no iba a devolverle la suya, tirada en el diván, que tan bien me iba a venir en esos momentos de soledad nocturna en los que sentía la forzosa necesidad de percibir su sagrado aroma a incienso.
Bebí agua para aclararme la voz y tres minutos después llamaban a mi puerta. Bajé las escaleras con cuidado de no matarme. Él estaba en la calle esperándome al lado del coche.
Me abrió la puerta del Panamera blanco de nuevo. Me puse contenta al volver a sentarme en los cómodos asientos de cuero. Una vez dentro, me tocó la pierna al arrancar el coche, sin decir nada más, ni saludarme. Me latía tanto esa mariposa del cuello que pensé que iba a marcharse de mi cuerpo, sin despedirse antes.
Hay gente de la que esa mariposa ha huido, dejando una cicatriz difícil de simular, como las de los galgos a los que ahorcan y salvan sus vidas de milagro. Una vez leí que en Asia el cuello era un lugar sagrado y que había una técnica para deshacerse de esa mariposa sin dejar huellas visibles en las personas[2].
¿Sería capaz yo algún día de deshacerme de mi marca de agua?
Lo miré de reojo. Estaba sorprendentemente guapo. Cientos de colibríes, sumamente rápidos, batieron sus alas hasta setenta veces por segundo manteniéndose en el mismo sitio. Traté de tranquilizarme, pero su presencia podía conmigo hasta límites insospechados. No me había dado cuenta hasta entonces de lo que relaja la fiebre, te sitúa a medio camino entre lo real y lo fantástico. Estaba demasiado espabilada. Me habrían venido muy bien un par de copas o un porro de marihuana, como los que Valeria se liaba en el jardín de Can Calèndula, después de cenar, y que yo sólo había probado en una ocasión.
—¿Dónde me llevas? —le pregunté curiosa.
Su perfil era perfecto.
—Tu est sublime, ma chérie…, Vraiment magnifique… —me dijo sin apartar sus ojos de la carretera.
Me sonrojé hasta el punto de que mi vestido hueso se volvió rosa. Un globo histérico oprimió mi garganta.
—Te llevo a que cojas fuerzas a un sitio al que acudo a menudo.
—¿Las necesito?
—Es posible.
Sonrió sin dejar de mirar la avenida.