XVII
LA CITA

Pasé el día siguiente angustiada pensando que Arnaud podría arrepentirse de haberse ofrecido a mostrarme su París.

No reconocí el timbre de la puerta. Provenía del pulsador de la calle. Asustaba su ronco sonido; lo que me faltaba, desde que había comenzado a arreglarme el ritmo de mi respiración se había alterado. Eran las cinco y cinco. Llegué a pensar que no acudiría. Cinco minutos dan para mucho. Contesté rápidamente, estaba atacada.

Ni siquiera me dio opción a preguntar.

—Baja. Te espero.

Colgué el telefonillo. Respiré vehemente.

Bajé sobre unos altos tacones con mis vaqueros ceñidos, una camisa blanca inmaculada por fuera y un abrigo. No quería que pensase que yo aquello lo consideraba una cita.

Un Porsche Panamera blanco nuclear me esperaba estacionado en la calle. Él estaba dentro. Me abrió la puerta del copiloto desde el interior, extendiendo su cuerpo y alargando el brazo. Me senté en la blanca tapicería eléctrica donde acababa de apoyar la palma derecha de su mano.

—Ponte el cinturón.

Obedecí sin rechistar. No nos habíamos saludado. Estaba tan nerviosa y el abrigo ocupaba tanto espacio que no atiné a encajar el cinturón en la ranura. Cogió la correa y la insertó en el hueco con facilidad, rozando sin pretenderlo mi cadera con sus nudillos. Piel de gallina. La boca seca. Procuré relajarme un poco, se me veía tensa.

Sin apenas mirarme deslizó suavemente sus manos por el volante de cuero negro y las ruedas cedieron a sus deseos de abandonar la Rue Lagarde.

El climatizador proporcionaba una temperatura primaveral al pequeño interior en el que me hallaba confinada.

Antes de girar la calle cedimos el paso a una mujer vestida de largo y oscuro, como las sombras de media tarde.

—Bien podría tratarse de la madre de Oliver Twist.

Sonreí.

—Hay un cierto aire de locura en las mujeres de París a partir de los cincuenta… —dije.

—¿Por qué lo dices? —me preguntó sorprendido.

—Visten abrigos hasta las rodillas y faldas todavía más largas. No se cepillan el pelo… Llevan pañuelos de colores en el cuello… Y nunca te miran a los ojos cuando caminan…

Sonrió con prudencia, sin dejar de mirar la carretera. Como uno de esos directores de teatro que no desean darte el papel a la primera. Su risa era como una gran ola que no se rompe. Pero tuve la impresión de que mi visión de París como un hospicio de lunáticas le había hecho gracia.

Presionó un botón a la altura de la Rue Gay Lussac y el vehículo se llenó de música. Kings of Lyon. Lo miré fijamente sin atreverme a preguntar el porqué de esa canción. «Use somebody».

—¿A dónde vamos?

No obtuve respuesta.

—¿Vas a secuestrarme?

—¿Me crees capaz? —me preguntó marcando cada consonante y volviendo su vista hacia mí.

—No lo decía en serio.

La música rellenó el silencio que se había instalado entre nosotros. Atravesamos el Boulevard Saint-Michel, luego su puente. Nos abalanzamos a gran velocidad por el Pont au Change, hacia el Boulevard de Sébastopol. Traté de memorizar el recorrido. El Boulevard de Magenta se abrió ante mis ojos durante minutos interminables. Torcimos a la izquierda, a la altura del metro Barbès-Rochechouart, luego a la derecha en la Rue d’Orsel. Rue Tardieu. Torcimos a la izquierda en la Rue Dancourt, donde aparcó. Dieciséis minutos después, ni más ni menos, después de haberme adentrado en su coche.

El Théatre de L’Atelier nos esperaba, en la Place Charles Dullin, con sus grandes letras mayúsculas. No había pisado Montmartre desde mi fin de carrera. En sus paredes colgaba un cartel:

«Tant qu’un homme pourra mourir de faim à la porte d’un palais où tout regorge, il n’y aura rien de stable dans les institutions humaines». Eugène Varlin[1].

Desvié la mirada hacia el grupo de personas que, elegantemente ataviadas, se dirigía hacia los arcos de entrada. La rose tatouée (La rosa tatuada) de Tennessee Williams nos esperaba.

Una crítica iluminada tras un cristal, justo a la entrada, que ensalzaba a la protagonista, una tal Cristina Reali, captó mi atención. Una mujer se abanicaba en un sillón, enfundada en un vestido estampado de colores anaranjados.

—No deberías hacer eso. ¿No prefieres que la obra te pille por sorpresa?

Me dio la impresión de que me regañaba.

Me abrazó por la cintura con delicadeza. Caí en la cuenta de que era para apremiarme. No me atreví a mirarlo. Un escalofrío recorrió mi espalda. El gentío nos condujo hasta un cálido teatro de butacas color burdeos.

Nos sentamos en el teatro, ese lugar donde se grita el dolor, el odio, la ira o las pasiones. Nosotros estábamos en el anfiteatro, la vista desde ahí era la de un pájaro. Es lo que ocurre constantemente en la vida, hay diferentes niveles, estratos; la vida por sí sola es frívola. Apagamos los móviles. En cuanto bajaron las luces, me fijé en sus ojos grises, brillaban como cristales. Se volvió hacia mí. Mi mirada era una confesión y la bajé rápidamente para no delatarme antes de hora. La obra había comenzado. Sentí celos del escenario, de la actriz sobre las tablas, en la que estaban posados los ojos de mi editor. Una corriente de escarcha me sobrecogió.

Generalmente solía captar la esencia de las personas con las que intercambiaba impresiones, pero con Arnaud era imposible, me hacía sentir vértigo. Su rostro, a ratos, se retorcía de angustia concentrado en los diálogos.

No me interesaba la opinión del mundo, ni la de nadie. Me agarré obstinadamente a mi butaca, sólo porque estaba a su lado, justo antes de que se acercara y me dejara oler su perfume de incienso.

—¿Tienes que volver a alguna hora a casa? —susurró burlón en mi oído sacándome los colores.

—Con volver será suficiente…

Intenté disfrutar de su repentina sonrisa y del olor a iglesia que lo envolvía. Fue un momento sagrado. Traté de retener en la memoria esa delicia de incienso, magnolias, madera de cedro, raíces de angélica y ámbar, suspendida en el aire en apenas unos segundos.

Al salir, la plaza estaba invadida por decenas de curiosos y varios focos iluminaban un restaurante donde rodaban una película. Un hombre y una mujer discutían y luego se besaban con furia. Me quedé observándolos abrazarse unos segundos. Me situé en la escena, a metros de distancia. Descabalgué de mis ensoñaciones, sufriendo por la falta de intimidad en plena plaza; mi editor podía descubrir en mi semblante el fósil de un largo beso, con sólo girarse.

La noche era fresca. Flexible.

Acababa de ver una dramática y asfixiante obra en la que una mujer apasionada enviudaba cuando su marido, un camionero, era asesinado por un policía. Pero todo se trastocaba cuando en su vida aparecía otro camionero, Álvaro Mangiacavallo, que volvía a despertar su capacidad de amar y sus instintos, y que la obligaba a decidirse, entre lo que señalaban las convenciones sociales del lugar donde vivía y lo que le pedía su cuerpo y su mente.

—¿Por qué me has traído a ver esta obra? —le interrogué de repente.

—¿No te ha gustado? —me preguntó con la barbilla baja y sus ojos taladrando mi boca, esperando una respuesta.

Mis pupilas, negras como el carbón, se hicieron inmensas y huidizas. La rose tatouée… Una mujer frenaba sus propios impulsos. ¿Cuál era la moraleja? ¿Debía relajarme y sentir? Me sentí nadando a contracorriente, como los tercos salmones rojos, haciendo caso omiso de lo que en verdad me apetecía.

Sonreí. Y él calló. Su silencio estaba extrañamente vivo.

Paseamos por las callejuelas encantadas de Montmartre. Paladeamos los cambios de luz, disfrutamos de las tiendecitas que bordeaban las calles. Como en un mundo inventado, temía que alguien lo destruyera. Apenas hablaba, temía desilusionarle. Vestía vaqueros azules desgastados, una camiseta de manga larga negra escotada y una cazadora de cuero negra. Sus botas mostaza pisaban con seguridad el pavimento. Con mis altos tacones, temí que me fuera a dejar a atrás. Perdí el ritmo y empecé a respirar entrecortadamente.

Me miró con una sonrisa. Antes de que dijera nada de mis tacones, lo miré.

—No es por vosotros; es intrínseco a nosotras… Nos gustan los retos.

Le satisfizo mi respuesta.

—Aunque en este caso sólo es culpa tuya, por delegar en otros mi vestuario, que me calcen…

—Te has puesto los únicos zapatos que elegí yo… Así que asumo toda la responsabilidad.

Se abrió un interrogante en medio del paseo.

—Descálzate.

—¿¡Por qué!?

—Descálzate.

Bajé la cremallera de los botines.

—¿Y bien? —dije sosteniéndolos en las manos.

No me permitió llevarle la contraria. Me subió a hombros. Tuve que abrazarme a su cuello para no caer. El cuero de su cazadora crujía con el peso de mi pecho apoyado en él. Sus brazos me sujetaban por debajo de la tela vaquera que quedaba bajo mis glúteos. Respiré el incienso y la angustia de verme obligada a estrecharlo con fuerza.

—Como ves, me desvivo por mis escritores…

—¿Haces esto con todos?

—Sin duda… Con todos los que me preparan magdalenas para desayunar.

—¿Peso mucho? —le pregunté temiendo lastimarle.

—Pesan más los años…

—¡Hablas como un viejo!

—Uno es viejo por lo que ha vivido, Cecilia.

Su respiración cansada era excitante. Al igual que su acento.

Touché —contesté sabiendo que tenía razón.

Deseaba saber más cosas de él, pero me mantuve callada con los pies colgando por las laderas de Sacré Coeur. Nos sumergimos en la Rue D’Orsel; aquella calle tenía un ritmo distinto al resto de la ciudad. Dejamos atrás el número 48, una galería, cerrada los lunes, de cuentos de amor, pasión y traición. Un rastrillo de leyendas cubiertas por ramas retorcidas, escorándose, de colores anaranjados; óleos de difuntas novias de fantasía; y relojes de bolsillo parados en el tiempo de tumbas y fosos. Una premonición de lo que iba a dar de sí la noche.

En mi mundo de fantasía, Arnaud se hacía grande y más grande y los edificios tan diminutos como mis zapatos. Sentí que mi cuerpo crecía con él hasta ocupar la calle entera…

Una vez, leí que había personas afectadas por un síndrome rarísimo llamado Alicia en el País de las Maravillas. Los pacientes que lo sufrían percibían alteraciones en la forma, tamaño y situación espacial de los objetos, así como distorsión de la imagen corporal y del transcurso del tiempo. Una niña contaba que de repente los libros de su hermana se volvían más grandes y su padre tan pequeño como un muñeco. Los pacientes eran en todo momento conscientes de la naturaleza ilusoria de sus percepciones, sin embargo, éstas eran lo suficientemente intensas como para que tuviesen que mirarse en un espejo para comprobar su talla. Los científicos creían que Lewis Carroll, afectado por migrañas, pudo haber sufrido ese síndrome, de forma que las experiencias de la joven Alicia eran bien conocidas por su creador. Y de ahí su nombre.

En mi caso, aquella ilusión visual no tenía tanto que ver con una cefalea o un trastorno neurológico, como con otra causa bien diferente. Respiré su pelo sin que se diera cuenta. Tan inmóvil como una estatua. Temí moverme y dañarle; no había esa confianza.

Me deslicé por el tobogán de su espalda al girar la calle. Me dio la mano para que me calzara. Un impulso de electricidad encendió mis venas. Me puse los botines.

—Tienes que comer, la noche será larga.

Abrió la puerta del bistró. «La noche será larga». Una oleada de calor me iluminó el rostro dentro del sombrío local. Esas palabras me excitaron, pero también me dieron miedo. Pensé en el sentido temporal de la palabra «larga». Me abstuve de preguntar. Me senté en aquella mesa sin mantel… ¡Caray! ¡No me había dicho «eterna»!… Aunque, horas después, comprobaría que casi lo iba a ser…

Pedimos un par de hamburguesas y vino. Como no quería que caminara, me hizo esperar en la cafetería y me recogió, poco después, con su coche. No me dio tiempo a fumarme el cigarrillo que acababa de encender.

Volví a hundirme en el asiento. Harry Escott. Brandon. Conocía esa escena a la perfección. Casi se me saltan las lágrimas.

El silencio de París nos esperaba. Salimos del coche.

Sacó del maletero un bulto.

—Con esto irás más cómoda.

Cambié mis botines por aquellas botas rojas de cuento. Un hombre de aspecto marchito y vestido de traje negro apareció sin avisar.

—Señor, quince minutos antes de salir, llámeme por favor para abrir la puerta.

—Perfecto.

La puerta del Cementerio de Père-Lachaise, al este de la ciudad, cedió. Vi alejarse al hombre, hasta que lo perdí de vista. Miré a Arnaud en medio de una laguna de dudas y un mundo de goteras.

—Es una larga historia…

—¿Por qué me has traído aquí?

—Para que te sientas viva.

Lancé un suspiro que gobernó por un instante aquel lugar de corazones que no latían. El mío lo hacía por todos ellos.

—Dame la mano, no quiero que te caigas.

Le ofrecí mi mano izquierda. No quería enfadarle; si me pasaba algo o gritaba, nadie se enteraría. Me asusté, ni siquiera había recordado encender el móvil después del teatro. Ya era tarde. Valeria se coló en la oscuridad. Me estremecí.

—Me inquieta la cantidad de veces que haces referencia a la muerte en tu novela. Como si en tu vida se hubieran producido importantes pérdidas…

Enmudecí.

—Estás temblando.

—Hace frío… —dije con la boca pequeña.

Se quitó la cazadora y me la puso por encima.

—No hace frío, Cecilia, hace una noche espectacular.

Volvió a cogerme la mano. Conseguí escapar de una fuerte tormenta de emociones.

—Los cementerios pueden ser lugares espantosos…

Caminando de la mano dentro de un bosque con enormes hileras de árboles y avenidas de adoquines, me creí en medio de una macabra ceremonia de novias que no ven ya la luz después de jurar fidelidad. Odié ese lugar de inmediato. Maldije mi cobardía dentro de aquellos pasillos que despiertan pesadillas de probetas, instrumentos quirúrgicos y medicamentos. Regresé a mis siete años.

—… pero a veces son baúles de poemas, sitios infinitamente románticos donde contar verdades —concluyó con la voz desgarrada—. Aquí yacen los restos de los célebres amantes medievales Eloísa y Abelardo, de Molière y de La Fontaine…

Yo apenas podía respirar en aquel oscuro lugar de tinieblas. Durante el día, seguro que era diferente, pero en aquellos instantes las esculturas sobre las lápidas cobraban vida.

—¿Y para ti qué son? —me atreví a preguntar.

—Mi merecido —dijo tras un momento de silencio.

Tragué, pero no había saliva. Agradecí que no pudiera distinguirme con claridad. Mis pasos se hicieron torpes. Mis piernas estaban cansadas, como si hubiese recorrido kilómetros de luto. Creo que él lo notó.

Anduvimos hasta el mausoleo del amor prohibido. Pequé rozando con mi piel la piedra del sepulcro… Estaba fría.

—¿Si querías instruirme por qué no me has regalado una biblioteca entera?

—No me gustan los convencionalismos. No sería propio de mí.

—¿Por qué te tomas tantas molestias?

—Es parte de mi trabajo. Otros cierran negocios con prostitutas…

Qué mal sonaba la cruel realidad en sus atractivos labios… Me giré hacia la tumba. Un cuervo se cruzó en nuestro camino. Me incorporé de un salto y me sujeté a mi editor con fuerza. Me asombró mi reacción.

Iba a pedirle perdón, pero él se adelantó.

—Es curioso cómo, en vez de correr por el camposanto, me has abrazado. ¿Nunca te han dicho que no debes confiar en extraños? Apuesto a que sí…

Sus palabras me llevaron a querer apartarme. Pero se trataba de un desconocido al que creía conocer. Quizá en eso consista el amor. ¿Qué era lo peor que podía pasarme? Me atrajo más todavía hacia él, y con las yemas de sus dedos comenzó a acariciarme el pelo con intensidad. Fue un suicidio de sentimientos contra su pecho. Su abrazo era violento, como el de un padre que hace años que no ve a su hijo, el de una madre que supera un cáncer o ese otro de alguien que te ha estado buscando durante años. Un nudo en alguna parte de mí hizo que no pudiera resistirme a mirarle. Juraría que una lágrima acababa de agrietar su semblante azul pálido. Agaché la cabeza. Continuó asfixiándome y sepultándome contra su cuerpo, durante tanto rato que sentí algo que en la vida había experimentado. Una turbia confusión de miedo, incienso y deseo, unidos, en un jardín funerario sin escapatoria.

—Es el momento de volver.

No quería escucharle decir eso. Cuando me soltó, me sentí muy sola. Tuve que renunciar a aquel abrazo único que jamás olvidaré. Cogió su móvil y realizó una llamada. A ese hombre. Pero ni siquiera habló. Arrastré mis botas rojas por el camino que había que desandar, pero esta vez no me dio la mano, ni siquiera me habló. Ni una sola vez. ¿¡Por qué!?

Llegamos a la Rue Lagarde de madrugada. Dejó el coche aparcado en la calle.

—Te acompaño.

Abrió con su llave el portal. Me cedió el paso. No dimos la luz. Ascendimos a tientas las escaleras. Al alcanzar el tercer piso escuché el rumor de aquel sonido que conocía perfectamente. Sonreí para mis adentros. Continué subiendo las escaleras. El quinto piso se dividía en dos. Nuestro día de trabajo tocaba a su fin. Cada uno debía volver a su casa.

—Toma. —Me entregó las entradas de teatro—. Guárdalas en tu caja.

Latigazos de sangre presionaron mi pecho. A continuación, ni un adiós, ni un beso.

Le devolví la cazadora. No la quiso.

Deseé que entrara a ponerme el pijama, a taparme con las sábanas, a envolverme en besos de caramelo.

Esperó a que cerrara mi puerta para abrir la suya. Tampoco encendí la luz del ático. Me sentía débil, no me encontraba bien. Qué tontería. Pero así fue… «Oh, Arnaud, ¿qué estás haciendo conmigo?…».

Encendí el móvil. Era extraordinario, sólo tenía una llamada de Valeria. A las once. Tenía un radar.

La noche fue dura. Pensé en acudir a sus brazos. ¿Estaba volviéndome loca? Me levanté a escribir y a disecar sensaciones. ¿De qué otra forma podía vaciarme?

Tecleé dentro de un camisón de seda blanco, al que constantemente se le caía uno de los tirantes. Al principio, me empeñé en colocarlo en su sitio, condenada a comportarme. Al final, abdiqué. Desaparecí en la fantasía de su aliento en mi hombro, de su lengua lamiendo mi cuello y de sus manos descendiendo por mi columna vertebral. El camisón cedió por completo, hasta la cintura. No me molesté en subirlo. Me zumbaba la cabeza por las páginas escritas. Todo estaba en silencio, con las luces apagadas. El iPad iluminaba mi silueta. Comencé a masturbarme en un acto irreflexivo, sentada en la silla rebuscando entre mis recuerdos recientes y la braga de encaje, de espaldas a esas tres ventanas en las que no sabía si se escondía aquel que me había regalado el más intenso abrazo que nadie pudiera imaginar. Mi torrente sanguíneo se disparó bajo el movimiento de unos dedos más suyos que míos. No me salía la voz. Sólo la suya áspera y dura bombeaba dentro de mí. Seguro que el obseso del control estaba en todo. ¿Por qué no llamaba a mi puerta y me rescataba de la soledad de mi salón? Era una condena provocarle y que todo siguiera igual.

¿Dormía?

Me ardía la piel del cuero cabelludo por donde había pasado sus dedos. Me llevé la mano izquierda, todavía sin lavar, a lo más hondo de mi cuerpo. Giré mi cabeza todo lo que pude y lo busqué frenéticamente al otro lado del vidrio. Me puse en pie lentamente. Mis hormonas estaban disparadas. Supe que me arrepentiría de todo aquello cuando terminase, al tambalearme, pero continué tocándome, incapaz de parar, con el torso desnudo semiapoyado en el cristal, de pie, frente a la casa de aquel vecino que tan pronto me abrazaba, como me rechazaba. Me imaginé sentada encima de él, con el camisón bajado, mis braguitas de encaje y una de sus manos alertándome al desplazarse desde los muslos hasta el fin de mis piernas. Pude sentir sus dedos sobre la tela, trazando círculos sobre ella…

Apoyé mi cabeza en el cristal, vertiéndome sin él.

Su imagen se borró enseguida. Me aparté de las orquídeas salpicadas de sudor, en dirección al diván.

¿Por qué lo hice? Creo que porque tenía la seguridad de que aquel hombre no haría nada que pudiera ofenderme. Confié en no equivocarme.

Me encendí un cigarro. Aspiré con urgencia. Una bocanada de humo salió de mi boca. Me revolví el pelo como él lo había hecho y eché la cabeza para atrás con los ojos cerrados; sin la vista conectaba mejor con mis otros sentidos. Y los sentidos nunca mienten. Volví a aspirar la nicotina…

Apagué el cigarro en el cenicero con toda la calma que me fue posible y me subí los tirantes. Miré hacia las ventanas, arrebolada, y me desvanecí sobre el colchón dejando caer mis párpados. Disipé mi desvelo en el diván, abrazada por una manta que no eran sus brazos y con mi nariz hundida en la piel negra de su cazadora. Demasiado ardiente para estar inmaculada y avergonzada por haberle mostrado cómo me daba placer. Pero sin querer rebobinar y hacer las cosas de otra manera que no fuera ésa.