BENTLEY
El invierno debía de estar terminando, ya que después de abandonar la fábrica de tostadoras, no volvió a hacer tanto frío como había hecho antes. Y nunca volví a estar tan enfermo, incluso a pesar de que todavía estaba un poco débil cuando dejé la profana seguridad de aquel lugar.
Mi avance hacia el Norte se hizo más rápido y la comida que había cogido de la fábrica, aunque sabía a diablos, me dio fuerza. Seguí encontrando almejas y, más tarde, mejillones. Y en la playa ahuyenté a una gaviota de un pez que acababa de coger; el cocido que me dio duró tres días. Finalmente, mi salud mejoró como nunca. Me había vuelto muy firme y duro, y podía andar todo el día sin fatiga, a un paso regular. Empecé a permitirme pensar en Mary Lou y en la posibilidad de encontrarla. Pero tenía que recorrer un largo camino, estaba seguro; aunque no sabía exactamente cuán largo.
Entonces, una tarde, miré frente a mí y vi una carretera que serpenteaba a través de un campo y hasta la playa.
Corrí hasta ella y vi que era de antiguo asfalto agrietado, a trozos cubierta de maleza, con la superficie vieja y descolorida desmoronada, pero aún se podía andar sobre ella. Empecé a seguirla, alejado de la playa.
Vi, entre la alta maleza, a lo largo de aquella deteriorada carretera, algo que no había visto jamás: una señal de carretera. Las había visto en las películas y había leído acerca de ellas en los libros, pero nunca había visto ninguna. Era de Permoplástico verde y blanco descolorido, y tenía las letras casi ocultas por la suciedad y las enredaderas; pero, cuando retiré éstas, pude leer:
MAUGRE
LIMITE DE LA CORPORACIÓN
Permanecí largo rato mirándolo. Algo en la presencia de esa cosa antigua, allí, bajo el débil sol de la incipiente primavera, me provocó un repentino escalofrío.
Cogí a Biff en mis brazos y anduve rápidamente por la carretera y una curva.
Y vi, esparcido frente a mí, semienterrado por los árboles y arbustos, un grupo de casas de Permoplástico, quizá quinientas, que llenaban una especie de valle poco hondo, a mis pies. Las casas estaban colocadas bastante lejos la una de la otra; y lo que una vez debieron de ser parques y calles de hormigón se extendía entre ellas. Pero no había indicios de vida humana. En lo que debía de haber sido el centro de la ciudad, había dos grandes edificios y un enorme obelisco blanco.
A medida que me acercaba a la ciudad, empecé a abrirme paso entre rosales y madreselvas, casi muertas tras el invierno, y vi que las casas, quizás en otro tiempo de brillantes colores, estaban todas descoloridas y habían adquirido un uniforme color blanco hueso.
Entré en Maugre con ansiedad. Incluso Biff parecía nervioso, y se retorcía en mis brazos y se agarraba con fuerza a las correas que sostenían mi mochila. En el lugar en que empezaba la ciudad, había un sendero casual a través de la maleza que brotaba entre las casas; empecé a seguirlo. No podía decir si las casas tenían porche, ya que las fachadas estaban cubiertas de hierbas; sólo en unas cuantas de ellas se veían puertas a través de los arbustos y la maleza y las madreselvas.
Me encaminaba hacia el obelisco. Parecía que era lo que se tenía que hacer.
Una casa por la que pasé tenía pocos obstáculos entre yo y su puerta y dejé a Biff en el suelo y me abrí paso entre la maleza y llegué hasta ella, y me arañé varias veces con los rosales. Pero apenas noté los arañazos, tan fuerte era la sensación de estar en un sueño o en trance hipnótico.
Después de arrancar algunas hierbas, pude abrir la puerta y, con una especie de reverente temor, entré. Me hallaba en un amplio salón vacío. Completamente vacío. La luz era confusa y penetraba por las polvorientas y enmohecidas ventanas de plástico.
El Permoplástico opaco es el material más tenaz —el más insensible— inventado por el hombre, y la habitación era, simplemente un enorme cubo hueco sin costuras de plástico, todo rosa, con esquinas redondeadas. No había señal alguna de que nadie hubiera vivido jamás allí; pero yo sabía que la naturaleza del material era tal que la casa podía haber estado habitada durante cientos de azules y no tener señales, ninguna marca de desgaste en el suelo, huellas en las paredes, manchas de humo en el techo; ningún vestigio de juegos de niños o peleas, o de donde una mesa favorita había permanecido durante toda la vida de una familia.
No sé por qué grité:
—¿Hay alguien en casa?
Era la frase que había aprendido de las películas.
Ni siquiera se escuchó un eco. Y pensé, con tristeza, en aquellos hombres de la película bebiendo en grandes vasos y riendo. «Sólo el pájaro burlón canta en el margen de los bosques.» Me fui. Biff me estaba aguardando, y lo cogí en mis brazos.
Nos encaminamos hacia el obelisco. A medida que nos acercábamos, el sendero se hacía más ancho, más fácil de recorrer, y llegamos al espacio casi libre de dos grandes edificios y al obelisco más aprisa de lo que yo había esperado.
El obelisco era más blanco que el color blanco hueso de todos los edificios. Tenía unos sesenta pies de anchura en su base y se erguía unos doscientos pies en el aire, y se parecía al Monumento a Washington que había visto en tantos libros y películas y que era lo único que quedaba de la ciudad de Washington, D. C.
Había una doble puerta de cristal, sólo cubierta parcialmente por dondiegos de día azules, en su base, y cuando caminé a su alrededor vi que cada una de las cuatro caras de la estructura tenía una enorme puerta. Y en el cuarto lado vi, en lo alto y en grandes letras en relieve, estas palabras:
PERFECTO REFUGIO DE SEGURIDAD Y PASEO
TODA VIDA ESTÁ A SALVO BAJO ESTE RESGUARDO
DEPARTAMENTO DE DEFENSA: MAUGRE
Lo leí dos veces. ¿Era el «resguardo» el mismo obelisco? ¿O estaba dentro de las puertas?
Dejé a Biff en el suelo e intenté abrir las puertas. La tercera se abrió sin esfuerzo.
Dentro había un vestíbulo, iluminado por la luz que penetraba por las puertas de cristal. A cada lado había dos anchas escalinatas que descendían. Otra escalinata, más estrecha, subía. Dudé sólo un minuto y, luego, empecé a bajar las escaleras situadas a mi izquierda. Después de andar seis o siete pasos, justo cuando empezaba a estar oscuro, una suave luz empezó a venir de las amarillas paredes que tenía a cada lado, y en una pared estaban escritas estas palabras:
NIVEL DE LÍMITE DE CONCUSIÓN
Y, luego, otros seis u ocho escalones más abajo, aparecieron otras suaves luces y leí estas palabras en la pared, que en este nivel era de diferente color gris:
NIVEL DE LÍMITE DE RADIACIÓN
Y, cuando llegué al final de las escaleras, me encontré en un enorme, largo y ancho corredor con candelabros de cristal de color rosa pálido que aparecían poco a poco al acercarme y letreros brillantes a cada lado que decían:
ZONA SEGURA. PASEO
Y, luego, asombrosamente, empezó a oírse el sonido de una música suave, ligera y aérea, de flautas y oboes; y, unas cincuenta yardas delante de mí, un gran chorro de agua empezó a elevarse de una amplia laguna, y luces de varios colores —azul y verde, y amarillo— comenzaron a jugar sobre ella y entre el sonido del agua cayendo, el sonido de la fuente.
Maravillado, me dirigí hacia la fuente, Biff saltó de mis brazos y corrió delante de mí y, sin dudarlo, se encaramó al borde del estanque, bajó la cabeza y empezó a beber.
Me acerqué lentamente, me encorvé, hice como una taza con las manos y las sumergí en la fresca agua, la acerqué a mi caliente y seco rostro, y la olí. Era limpia y pura. Bebí puñados de ella, y luego me lavé la cara.
Los lados del estanque estaban hechos de miles de pequeñas baldosas de plata, con líneas blancas de mortero entre ellas, y en el fondo del estanque, bajo el agua, había un mosaico gigante, de baldosas blancas, grises y negras, de una gibosa ballena con la espalda arqueada y las aletas extendidas.
El agua de la fuente salía a chorro de entre un grupo de tres delfines, encorvados y verticales, esculpidos en negro. Había visto algo parecido en un libro de imágenes llamado Las fuentes de Roma. Retrocedí y lo miré con atención; el borde plateado del estanque, el gran dibujo de la ballena, los delfines, el gran chorro de agua, y sentí pequeñísimas gotas de agua sobre el rostro y el cuerpo, mientras oía la música de flautas; y los pelos de los brazos y del cogote parecieron erizarse y un ligero hormigueo, casi doloroso, se esparció por todo mi cuerpo.
Era como ver a los pájaros en la orilla del mar volteando en el aire, o una tormenta en el océano gris, o el gran simio Kong en su lenta, y llena de gracia, caída.
Más allá de la fuente, el gran corredor terminaba en lo alto de una «T», con enormes puertas dobles que iban a la derecha y a la izquierda. Sobre las puertas que estaban a la izquierda había estas palabras:
ALOJAMIENTOS DE EMERGENCIA
CAPACIDAD 60.000
y sobre la otra puerta decía tan sólo:
PASEO
Esta puerta se abrió automáticamente cuando me acerqué a ella y me encontré en otro largo, ancho y enlosado corredor. A cada lado de éste había entradas de almacén, muchas más de las que nunca había visto en mi vida. He visto escaparates llenos de mercancía en Nueva York y en la universidad donde vivo y enseño; pero nunca había visto nada a esta escala, y con tal abundancia.
El almacén que estaba más cerca de mí se llamaba «Sears»; en sus enormes escaparates había tal colección de mercancía que era casi imposible creerlo. Más de la mitad consistía en cosas que yo no reconocía. Algunas me eran familiares. Pero había pelotas de colores y aparatos electrónicos y misteriosas cosas de brillantes colores que quizá podían haber sido armas o juguetes.
Deslumbrado, abrí la puerta y entré. Me hallaba en una parte del enorme edificio que contenía ropa. Todo parecía nuevo, fresco, envuelto en una especie de plástico transparente que debía de haberlo conservado herméticamente durante cientos de años.
Mi ropa estaba gastada y deshilachada, y empecé a buscar otra nueva.
Y, entonces, mientras intentaba determinar cómo quitar la cubierta de plástico de una chaqueta azul que parecía que tenía que irme bien, miré sin querer el suelo enlosado que se extendía a mis pies.
Había pisadas fangosas por todo el mosaico, y parecían recientes.
Me arrodillé y alargué la mano y toqué el barro. Estaba ligeramente húmedo.
Me puse de pie y miré a mi alrededor. Pero sólo vi colgadores y colgadores de ropa y, más allá, estantes con productos de toda clase, de brillantes colores —estantes y más estantes hasta donde me alcanzaba la vista. Pero no se movía nada. Luego, miré al suelo otra vez y vi que las pisadas estaban en todas partes —algunas eran recientes, otras antiguas. Y habían sido hechas por zapatos de distintos tamaños y tenían formas diferentes.
Biff se había alejado y le llamé, pero no vino. Empecé a mirar, mientras caminaba por los pasadizos llenos de aprensión. ¿Y si los que hicieron las pisadas estaban todavía por allí? Pero entonces, ¿qué tenía que temer de otro ser humano? O de un robot, ya que nadie me había seguido desde la prisión y no había habido ninguna señal de ningún Detector ni de nada que me buscara. No obstante, tenía miedo o estaba «acojonado», como pondría el Diccionario de argot.
Al final, encontré a Biff: comía vorazmente el contenido de una caja de judías deshidratadas que había abierto y dejado sobre un mostrador, junto a cientos de cajas similares, pero no abiertas. Biff gruñía fuertemente y podía oír cómo su dentadura mordía las judías. Cogí una caja cerrada que estaba a su lado; ni siquiera se molestó en mirarme. La caja —a diferencia de las cajas de comida que había conocido antes— tenía escrito en ella:
JUDÍAS PINTAS IRRADIADAS Y ESTABILIZADAS
CONSERVACIÓN EN ALMACENAJE SEIS SIGLOS
SIN ADITIVOS
En un lado de la caja había el dibujo de un humeante plato de judías, con una loncha de tocino entreverado sobre ellas. Pero las judías a las que Biff aún dedicaba toda su atención tenían un aspecto seco, mustio y nada apetitoso. Me acerqué a la caja y cogí un puñado. Biff me miró y me enseñó los dientes un momento, pero devolvió su atención a la comida. Me puse una de las judías en la boca y la mastiqué. A decir verdad, no era mala, y yo tenía hambre. Solté el resto del puñado en mi boca y, sin dejar de masticar, estudié una de las cajas cerradas herméticamente, intentando pensar en cómo podría abrirla. Había instrucciones en la tapa; había que presionar un punto blanco y, luego, tirar de una pestaña roja, torciéndola. Intenté todas las combinaciones que pude imaginar, pero la caja no se abrió. Mientras, ya había terminado las judías que tenía, y las de Biff se habían terminado todas, también. Se me había abierto el apetito y me estaba poniendo furioso con la caja que, al parecer, era imposible de abrir. Era el único hombre en la tierra capaz de leer las instrucciones para abrir una caja de judías, y ello no me servía de nada.
Entonces, recordé haber pasado por un pasillo en el que se exhibían varias herramientas. Fui allí. La ira y el hambre me habían hecho olvidar las aprensiones anteriores y anduve a grandes pasos, caminando con firmeza y ruidosamente. Encontré una hacha pequeña, muy parecida a la de La libertad del asesino de mujeres, excepto en que estaba envuelta en plástico, y tampoco podía abrirla.
Me estaba poniendo furioso, y la furia aumentaba el apetito que me producían aquellas judías. Intenté morder el plástico del hacha para poder rasgarlo, pero era demasiado duro para mis dientes. Entonces, en otro pasillo, vi una caja de cristal que contenía cierto tipo de cajitas, y fui hacia allí, levanté el hacha, lo hice caer, y se rompió el cristal. Unos trozos quedaron en el marco de la caja y enganché la punta de uno en el plástico, y empujé. El plástico empezó a rasgarse y, por fin, conseguí desprenderlo del hacha.
Luego, volví a donde estaban las judías y empecé a picar sobre la caja hasta que se rompió y se desparramaron las judías. Dejé el hacha sobre el mostrador y empecé a comer.
Y, cuando estaba masticando mi tercer bocado, oí una voz profunda detrás de mí que me preguntaba:
—¿Qué diablos está usted haciendo, señor?
Me giré y vi a dos grandes personas, un viejo de barba oscura y una mujer, de pie, mirándome fijamente. Ambos llevaban una correa en una mano, que sujetaba un perro grande, y en la otra mano, un largo cuchillo de carnicero. Los perros me miraban tan atentamente como personas. Los perros eran blancos —albinos, creo— y tenían los ojos rosados.
A mi lado, Biff había arqueado la espalda y les mostraba los dientes a los perros y me di cuenta de que probablemente no era a mí, sino a Biff, que estaba a mi lado, a quien miraban. Aquellas personas eran mayores que yo, y también más grandes. Sus miradas traspasaban los límites de la Intimidad, pero eran más curiosas que hostiles. Mas sus cuchillos eran largos y aterradores.
Mi boca estaba aún medio llena de judías. Mastiqué un momento y, luego, dije:
—Estoy comiendo. Tenía hambre.
—Lo que está usted comiendo —dijo el hombre— me pertenece a mí.
Habló la mujer.
—A nosotros —dijo—. A la familia.
«Familia.» Nunca había oído a nadie utilizar esa palabra, excepto en una película.
El hombre hizo caso omiso de ella.
—¿De qué ciudad es usted, señor?
—No lo sé —respondí—. Soy de Ohio.
—Podría ser de Eubank —dijo la mujer—. Parece como si pudiera ser un Dempsey. Todos son así de delgados.
Conseguí tragarme lo que quedaba de las judías en mi boca.
—O un Swisher —dijo el hombre—. Fuera de Ocean City.
De repente, Biff se apartó de los perros y dio un brinco sobre el mostrador en que estaba y corrió —más rápido de lo que jamás le había visto correr— y se alejó. Los perros se habían girado para seguirle con los ojos, tirando de sus correas. El hombre y la mujer fingieron no verlo.
—¿De cuál de las siete ciudades viene usted? —me preguntó el hombre—. ¿Y por qué está usted quebrantando la ley comiendo nuestra comida?
—¿Y —dijo la mujer—, violando nuestro santuario, aquí?
—Nunca he oído hablar de las siete ciudades—dije—. Soy extranjero, estoy de paso. Tenía hambre y, cuando encontré este lugar, entré. No sabía que era... un santuario.
La mujer clavó su mirada en mí.
—¿No reconoce una iglesia del Dios viviente cuando ve una?
Miré a mi alrededor, a los pasillos llenos de mercancía tapada con plástico, a los colgadores de ropa de colores y equipos electrónicos y rifles y chaquetas y palos de golf.
—Pero esto no es una «iglesia» —dije—. Esto es un almacén.
Permanecieron en silencio un buen rato. Uno de los perros, al parecer cansado de mirar en la dirección que había tomado Biff, se aposentó en el suelo y bostezó. El otro empezó a olisquear los pies del hombre.
Éste dijo:
—Eso es una blasfemia. Ya ha blasfemado ingiriendo comida sagrada sin permiso.
—Lo siento —dije—. No tenía ni idea...
Se me acercó y me cogió con rudeza por el brazo, con lo que era una garra extremadamente fuerte, y puso la punta de su cuchillo en mi estómago. Mientras, la mujer, moviéndose muy deprisa para su tamaño, se acercó al mostrador y cogió el hacha que yo había utilizado. Supongo que había esperado que yo intentaría defenderme con ella.
Yo estaba aterrorizado y no dije nada. El hombre se puso el cuchillo en el cinturón, se colocó detrás de mí, me juntó los brazos por detrás de la espalda, y le dijo a la mujer que le diera un poco de cuerda. Ella se acercó a un mostrador que estaba un poco más allá, en el que había un gran rollo de cuerda de Synlon y cortó un trozo con su cuchillo y dejó el hacha allí. Se la trajo a él y me ató las manos. Los perros observaban todo esto lánguidamente. Yo empezaba a pasar del miedo a una especie de calma. Había visto cosas semejantes en la televisión, y estaba comenzando a sentir que la situación era algo que estaba mirando, como si no encerrara verdadero peligro para mí. Pero me latía el corazón con fuerza y podía sentir cómo temblaba. No obstante, hasta cierto punto, mi mente había pasado por encima de esto y sentía calma. Me preguntaba qué le había pasado a Biff y qué le pasaría.
—¿Qué van ustedes a hacer? —pregunté.
—Voy a cumplir la escritura —respondió—. «Aquél que blasfeme mi sagrado lugar deberá ser arrojado al lago de fuego que arde eternamente.»
—¡Cristo! —exclamé.
No sé por qué lo dije. Posiblemente fue por culpa del lenguaje de la Biblia que el hombre había utilizado.
—¿Qué ha dicho? —me preguntó la mujer.
—He dicho, «Cristo».
—¿Quién le ha dicho este nombre?
—Lo aprendí de la Biblia —respondí.
No mencioné a Mary Lou, ni tampoco al hombre que, inmolándose, había gritado el nombre de Jesús.
—¿Qué Biblia? —inquirió ella.
—Está mintiendo —dijo el hombre. Y, luego, dirigiéndose a mí—: Enséñeme esa Biblia.
—Ya no la tengo —dije—. Me vi obligado a dejarla...
El hombre sólo me miraba.
Luego, me hizo salir al gran vestíbulo del Paseo en donde estaba la fuente y pasamos almacenes y restaurantes y salones de meditación y un lugar en el que había un cartel que decía:
JANE
PROSTITUCIÓN
Cuando pasamos por una gran tienda con un cartel que decía: DISPENSARIO, el hombre aflojó el paso y dijo:
—Por la forma en que tiembla, señor, adivino que podría utilizar algún remedio.
Empujó la puerta de la tienda y entramos en un lugar en el que había hileras e hileras de grandes jarras llenas de píldoras de todos tamaños y formas. Se dirigió hacia una que decía: «SOPORÍFEROS»: No adictivos. Inhibidores de la fertilidad, metió la mano en un bolsillo del pantalón y sacó un puñado de viejas y descoloridas tarjetas de crédito, seleccionó una azul, y la deslizó en una ranura mecánica que había en la parte inferior de la jarra que estaba sobre el mostrador.
Las jarras de cristal eran un tipo de dispensador primitivo —no tan rápidas como la maquinaria del almacén a la que estaba acostumbrado—, como la de la tienda de la Quinta Avenida en la que había comprado el vestido amarillo de Mary Lou. Pasó al menos un minuto antes de que devolviera la tarjeta, y luego medio minuto antes de que la puerta de metal en la base se abriera y dispensara un puñado de píldoras azules.
El hombre las cogió todas y preguntó:
—¿Cuántos soporíferos quiere, señor?
Negué con la cabeza.
—No los uso —respondí.
—¿No los usa? ¿Qué diablos usa?
—Nada —dije—. Desde hace mucho tiempo.
Habló la mujer.
—Señor, dentro de diez minutos será arrojado al lago de fuego que arde eternamente. De estar condenada, yo tomaría una de esas píldoras.
No dije nada.
El hombre se encogió de hombros. Se tomó una de las píldoras, le pasó otra a la mujer y se puso el resto en un bolsillo.
Salimos de la tienda, dejando las hileras de cientos de botellas y tarros de píldoras y, cuando salimos, las luces automáticas de la tienda se apagaron.
Giramos por una esquina y apareció otra fuente, con luces y nueva música, más suave. Era más grande que la primera.
A cada lado de nosotros había ahora paredes de acero inoxidable, con puertas de vez en cuando. Sobre cada puerta había un cartel que decía:
DORMITORIO B
CAPACIDAD: 1.600
DORMITORIO D
CAPACIDAD: 2.200
—¿Quién duerme ahí? —pregunté.
—Nadie —respondió la mujer—. Eran para los antiguos.
—¿Cuan antiguos? —inquirió—. ¿Cuántos años?
La mujer movió la cabeza.
—Los días antiguos. Cuando había gigantes en la tierra y temían la ira del Señor.
—Temían la lluvia de fuego del Cielo —dijo el hombre—. Y no confiaban en Jesús. La lluvia de fuego no llegó nunca, y los antiguos murieron.
Pasamos por más y más dormitorios, y por al menos media milla de paredes de acero inoxidable señaladas simplemente como ALMACENAJE, y luego, por fin, llegamos al final del corredor, en donde había una pesada puerta con un cartel rojo: FUENTE DE ENERGÍA: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO.
El hombre había sacado de su bolsillo una pequeña placa de metal. La sostuvo contra un rectángulo que encajaba, colocado en el centro de la puerta, y dijo:
—La llave del Reino.
La puerta se abrió y se encendió una suave luz.
Dentro había un corredor más pequeño, y el aire ahí era cálido. Dejaron a los perros fuera y nosotros nos dirigimos hacia otra puerta. A medida que andábamos se estaba más caliente. Yo empezaba a sudar y me hubiera gustado secarme la frente, pero aún tenía las manos atadas detrás de mí.
Llegamos a la puerta. El cartel tenía grandes letras de color naranja:
SE ESTA USTED ACERCANDO A UN SOL ARTIFICIAL
PROYECTO DE FUSIÓN TRES: MAUGRE
El hombre puso una tarjeta diferente en esta puerta y, cuando se abrió, el calor fue palpable e intenso. Había otra puerta justo dentro de ésta y, esta vez, el hombre puso aún otra tarjeta en una ranura y la puerta se abrió unos dos pies. Había un brillante destello naranja detrás de ella que iluminaba una enorme habitación. Una habitación sin suelo. O con un suelo de luz naranja. El calor era insoportable.
Entonces, la voz del hombre dijo:
—Contemplad el fuego eterno.
Y sentí que me empujaban por detrás, y mi corazón casi dejó de latir y no podía hablar. Miré hacia abajo y pude ver de soslayo, en un santiamén, pero fue suficiente, un gran pozo circular situado directamente frente a mis pies y abajo, incalculablemente lejos, allá abajo, había un fuego como el del Sol.
Y, luego, me empujaron hacia atrás; me sentía débil, y las manos del hombre dieron la vuelta a mi cuerpo para quedar frente a él, y me preguntó, tranquilamente:
—¿Cuáles son tus últimas palabras?
Le miré a la cara. Estaba impasible, tranquilo, y sudaba.
—Yo soy la resurrección y la vida —dije—. Aquél que crea en mí, aunque muera, vivirá.
La mujer chilló:
—¡Dios mío, Edgar! ¡Dios mío!
El hombre me miró con firmeza.
—¿Dónde aprendió esas palabras? —me preguntó.
Busqué algo que decir, y al final sólo encontré la verdad y sabía que no la entendería. Pero, de todos modos, lo dije:
—He leído la Biblia.
—¿Leído? —dijo la mujer—. ¿Puede leer la escritura?
Creí que iba a morir del calor que sentía a mi espalda si no me alejaba en menos de un minuto. Pude ver que la cara del hombre expresaba dolor por culpa del calor, o duda.
—Sí —contesté—. Puedo leer la escritura. —Le miré directamente a los ojos—. Puedo leer cualquier cosa.
El hombre me miró fijamente con el ancho rostro torcido otro horrible momento y luego, bruscamente, me empujó hacia delante, alejándome del fuego, y me hizo salir por la puerta de afuera y la cerró, y el aire se podía soportar.
—De acuerdo —dijo el hombre—. Cogeremos el libro y veremos si puede leerlo.
Luego, agarró el cuchillo y cortó las cuerdas que me ataban las manos.
—Antes tengo que encontrar a Biff —dije.
Y lo encontré, a medio camino de «Sears», y lo cogí en brazos.
En mi asustado recorrido hacia el Lago de Fuego habíamos pasado frente a otra fuente; volviendo a «Sears», cuando nos acercábamos de nuevo a la fuente, recordé una escena de una película antigua, Rey de Reyes, en la que el actor H. B. Warner le pide a un hombre llamado Juan que le «bautice», bañándole en un río. Es evidente que se trata de un momento de gran importancia mística. Mis pasos por el ancho y vacío corredor del Paseo parecían ligeros. El hombre y la mujer iban a mi lado, pero ahora sin coerción; me habían desatado. Los perros estaban en silencio y sumisos; todo lo que podía oírse era la pauta regular de nuestras pisadas y la música que venía de altavoces invisibles y nos bañaba en tenue son. Y más alto ahora, se oía el ruido del agua de la fuente que volvía al estanque desde su gracioso arqueo hacia el elevado techo.
Pensé en Jesús, barbudo y sereno, en el río Jordán. Bruscamente, me paré y dije:
—Quiero ser bautizado. En esta fuente.
Mi voz era clara y fuerte. Miraba el agua del gran estanque circular que había a mi lado y me salpicó ligeramente la cara.
Fuera de mi ángulo de visión vi a la mujer, como en un sueño, hundir hasta las rodillas su larga falda que se hinchaba lentamente a su alrededor. Y su voz, débil ahora, decía:
—Dios mío. El Espíritu Santo le hizo decir las palabras.
Entonces, oí al hombre que decía:
—Levántate, Berenice. Podían haberle dicho eso. No todo el mundo guarda los secretos de la iglesia.
Me giré para mirarla cuando se ponía de pie, estirándose el suéter azul sobre las anchas caderas.
—Pero él reconoció la fuente cuando la vio —dijo—. Sabía dónde estaba el agua sagrada.
—Te lo he dicho —dijo el hombre, pero había duda en su voz—. Podía haberlo oído de alguien en las otras seis ciudades. El hecho de que los Baleen no renieguen no quiere decir que los Grayling no lo hagan. Muchos Grayling podían haberle hablado. Diablos, él podía ser un Grayling, uno de los que se han estado escondiendo de la Iglesia.
La mujer meneó la cabeza.
—Bautízale, Edgar Baleen —dijo—. No puedes rechazar el Sacramento.
—Lo sé —dijo él tranquilamente. Empezó a quitarse la chaqueta. Me miró, con rostro grave—. Siéntese. En el borde.
Me senté en el borde de la fuente, y la mujer se puso de rodillas y me quitó los zapatos y luego los calcetines. Me arremangó los pantalones. Después se sentó a mi lado, y el hombre, ahora sin chaqueta, al otro, y ambos se quitaron los zapatos y los calcetines. Habían soltado a los perros y los dos animales blancos permanecieron allí pacientemente, observándonos y observando a Biff, que se había enroscado en el suelo.
—Está bien —dijo el hombre—. Entre en la fuente.
Me levanté y pasé una pierna por encima del borde»de la fuente y entré en el agua; estaba fría. Mirando al fondo, vi que las baldosas estaban ordenadas en forma de un pez gigante, muy parecido al que había encontrado en la playa y me había comido —un enorme pez plateado con aletas y agallas—. El agua me llegó a las rodillas, y el resto del cuerpo quedó empapado por las salpicaduras, y estaba muy fría. Pero no me sentía incómodo.
Estaba mirando al pez gigante sobre el que me hallaba cuando ambos llegaron a mi lado. El hombre se encorvó, puso las manos en forma de taza, las mantuvo un momento bajo el agua y, luego, las levantó, chorreando, hasta mi cabeza. Percibí sus manos, abiertas ahora, sobre mi cabeza y, luego, que el agua se escurría de ella por mi cara.
—Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo —dijo.
La mujer se acercó y puso su suave mano sobre mi cabeza.
—Así sea y loor al Señor —dijo suavemente.
Salimos de la fuente y esperamos, con el hombre, los perros y Biff, mientras la mujer fue, a «Sears» y volvió con toallas para nuestros pies. Nos secamos los pies y las piernas, nos pusimos los zapatos y seguimos andando, en silencio.
Me sentía aún más ligero que antes, más remoto y, no obstante, más verdaderamente presente al mismo tiempo, extremadamente animado ante lo que estaba fuera y dentro de mí al unísono. Sentía que había cruzado una línea invisible, una que me había estado esperando siempre desde que había abandonado Ohio, y que había entrado ahora en algún reino simbólico en el que mi vida era ligera, «como una pluma en el dorso de mi mano», y en el que sólo mi propia experiencia de aquella vida, mi propia experiencia sin drogas, era todo para lo que estaba viviendo. Y si aquella experiencia significaba muerte en el Lago de Fuego, tendría que aceptarlo.
Me pregunto ahora, al escribir; estas palabras, si esto es lo que sienten los que se inmolan, cuando deciden hacerlo. Pero ellos están drogados, no son conscientes. Y no saben leer.
¿Podría funcionar el bautismo? ¿Podría haber un Espíritu Santo? No lo creo.
Caminamos en silencio por el amplio vestíbulo y subimos de nuevo la ancha escalera, y las luces se apagaron detrás de nosotros, y la música se volvió silencio y las fuentes se pararon cuando nos fuimos.
Casi en lo alto de la escalera, pude girarme un momento para mirar abajo, al vasto y vacío Paseo: los candelabros se oscurecieron y se apagaron las fuentes, y las fachadas de los almacenes aún brillaban como si esperaran clientes que nunca vendrían. Pude sentir la triste dignidad de aquel lugar, de su amplio, limpio vacío.
Me llevaron de nuevo al exterior donde ya se había hecho de noche, y me condujeron, aún en silencio, a uno de los grandes edificios que estaban situados a cada lado del obelisco, un edificio grande, de aspecto oficial con un césped bien cuidado y sin maleza alrededor. Nos dirigimos a la parte trasera del edificio y vi allí un jardín y, añadido al edificio, un incongruente porche trasero hecho de madera, parecido a uno que había visto en El nacimiento de una nación.
Entramos por una puerta del porche y me encontré en una enorme habitación, de techo alto, con quizá treinta personas dentro, todas vestidas sencillamente, todas en silencio, sentadas alrededor de una enorme mesa de madera como si me hubieran estado esperando. Las personas de la mesa estaban en silencio cuando entramos; permanecieron en silencio mientras el viejo y su mujer me conducían a través de la habitación y alrededor de la mesa, tan en silencio como los comedores de un internado o de una prisión.
Pasamos por un estrecho corredor y entramos en otra habitación, igualmente grande, con hileras de sillas de madera en ella, frente a un podio, detrás del cual había una pantalla de televisión de tamaño pared, ahora apagada.
Baleen me condujo al podio. En él había un gran libro negro y, aunque las letras que antaño pudieran haber estado en la tapa aparecían ahora completamente borradas, tenía la seguridad de que el libro era la Biblia.
La ligereza y la fuerza que había sentido en el Paseo me estaban abandonando. Permanecí allí, ligeramente turbado, mirando aquella vieja y tranquila habitación con las gastadas sillas de madera y las imágenes del rostro de Jesús en las paredes y la gran pantalla de televisión, y al poco rato la gente de la cocina empezó a venir a la habitación y a sentarse; hombres y mujeres entraban calmosamente de dos en dos o de tres en tres y se sentaban sin decir palabra y luego me miraron con una especie de tímida curiosidad. Todos llevaban tejanos y camisas sencillas, y unos cuantos hombres se habían dejado barba como yo, pero la mayoría, no. Les observé con cierta esperanza de poder ver a gente joven, pero esa esperanza se vio frustrada; nadie era más joven que yo. Había una pareja cogida de las manos y mirándose como enamorados; pero era obvio que estaban en sus cuarenta.
Y, luego, cuando todas las sillas estuvieron ocupadas, Edgar Baleen se levantó y repentinamente extendió sus brazos, con las palmas hacia arriba, diciendo en voz alta:
—Hermanos.
Todos le miraban con atención; los enamorados se soltaron de la mano. La mayoría de la gente estaba en parejas, pero en la segunda fila había una mujer de mi edad, sola. Era alta y, como todos ellos, iba vestida de forma sencilla, con una camisa de mezclilla y un delantal por encima, pero llamaba la atención. A pesar de mi nerviosismo me encontré mirándola fijamente sin que me importara hacerlo. Empecé a ver que era una mujer hermosa; resultaba agradable mirarla y apartar parcialmente mi mente de lo que me acababa de ocurrir en el Lago de Fuego y de lo que pudiera aguardarme. Ocurriera lo que ocurriera, sentía que la crisis había pasado; y, deliberadamente, empecé a pensar en la mujer.
Tenía el pelo rubio, que se ensortijaba ligeramente a los lados de la cara. Su complexión, a pesar de la rudeza de sus vestidos, era clara y sin tacha. Los ojos eran grandes y de color claro y la frente, alta, clara y de aspecto inteligente.
—Hermanos —decía Baleen—. Ha sido un buen año para la familia, como todos sabemos. Hemos estado en paz con nuestros vecinos, y las provisiones del Señor en el Gran Paseo han continuado siendo abundantes. —Entonces, bajó la cabeza, echó los brazos adelante y luego hacia arriba, y dijo—: Recemos.
El grupo inclinó la cabeza, excepto la mujer a la que yo había estado observando. Sólo lo hizo muy ligeramente. Yo bajé la mía; no quería correr riesgos. Había visto reuniones como ésta en las películas y sabía que se trataba de inclinarse y permanecer en silencio.
Baleen empezó a recitar lo que parecía ser una plegaria ritual memorizada: Dios, protégenos de la precipitación radiactiva pasada y futura. Protégenos de todos los Detectores. Otórganos tu amor y no nos dejes caer en el pecado de la Intimidad. En el nombre de Jesús rogamos. Amén.
No pude evitar asustarme al oír las palabras «el pecado de la Intimidad». Era completamente contrario a lo que me habían enseñado y, sin embargo, algo dentro de mí respondió favorablemente a la frase.
Se oyeron toses y las sillas se movieron cuando Baleen terminó, y todos miraron arriba otra vez.
—El Señor ha abastecido a los Baleen —dijo, en un tono de voz más normal—, y a todas las Siete Familias de las Ciudades del Llano. Entonces se inclinó sobre el atril, asiendo sus lados con lo que de repente me di cuenta eran pequeñas, blancas manos, como de mujer, manos con uñas bien cuidadas, y habló en voz baja, casi un susurro—. Y puede que, ahora, el Señor nos haya enviado un intérprete de su palabra o un profeta. Un extraño ha entrado en nuestro medio, ha pasado una prueba de fuego ante mis propios ojos, y ha demostrado conocimiento del Señor.
Vi que todo el mundo me miraba. A pesar de la nueva calma que parecía haberse posesionado de mí, estaba muy desconcertado. Nunca había sido objeto de atención como entonces. Sentí que enrojecía y experimenté un repentino deseo por las antiguas normas de Intimidad que prohibían a la gente mirarse fijamente unos a otros. Debía de haber unas treinta personas, todas ellas mirándome con abierta curiosidad o recelo. Me metí las manos en los bolsillos para evitar que temblaran. Biff estaba a mis pies, frotándose entre mis tobillos. Por un momento, incluso quise que se fuera, para que dejaran de prestarme atención.
—El extraño me ha dicho —decía Baleen— que es mensajero del conocimiento antiguo. Dice que es Lector.
Varios de ellos me miraron sorprendidos. Las miradas hacia mí se hicieron aún más intensas. La mujer a la que había estado observando se hallaba ligeramente inclinada hacia delante, como para tener una visión más cercana.
Entonces, moviendo dramáticamente uno de sus brazos hacia mí, Baleen dijo:
—Adelántate hacia el Libro de la Vida y lee. Si sabes leer.
Le miré, tratando de parecer calmado; pero mi corazón latía con fuerza y me temblaban las piernas. ¡Toda aquella gente reunida en aquel lugar! Había esperado que sucediera algo así, pero ahora que había llegado parecía haberme convertido de nuevo en la persona que en otro tiempo había sido —antes de Roberto y Consuelo, antes de Mary Lou, antes de la prisión y mi fuga y mi nueva, rebelde, autosuficiencia. Incluso como profesor tímido, dando conferencias sobre control de la mente, repitiendo palabras que había aprendido de memoria y repetido muchas veces antes, me sentía nervioso en presencia de mis clases más numerosas— de diez o doce estudiantes a la vez. Y los estudiantes estaban todos bien entrenados para evitar mis ojos mientras me escuchaban.
Como pude, conseguí andar los pocos pies que me separaban del atril en donde estaba el libro. Casi tropecé con Biff. Baleen se hizo a un lado y dijo:
—Lea desde el principio.
Abrí la tapa del libro con mano temblorosa y agradecí el poder mirar abajo, evitando los ojos de la congregación. Durante largo rato miré fijamente la página, en silencio. Había algo escrito en ella, pero, por alguna razón, las letras carecían de sentido. Algunas eran muy grandes y otras, pequeñas. Yo sabía que estaba mirando una página de titular, pero no podía hacer que mi mente funcionara. Seguí mirándola. No era una lengua extranjera, lo sabía; pero no podía hacer que mi cerebro juntara las letras y les diera coherencia; eran tan sólo señales de tinta sobre una página amarillenta. Había dejado de temblar y estaba helado. Esta situación duró un intolerablemente largo rato. En mi mente había penetrado una terrible imagen que borraba la página sobre el atril de roble frente, a mí: el fuego amarillo-naranja al fondo del pozo en el paseo; el centro nuclear que vaporizaría mi cuerpo. «Lee», me dije. Pero no sucedió nada.
Sentía a Baleen moverse más cerca de mí. Creí que mi corazón iba a pararse.
Y entonces, de repente, una clara y fuerte voz femenina frente a mí habló:
—Lee el libro —dijo—. Lee para nosotros, hermano. Y miré, alarmado, y vi que era la hermosa mujer alta, que estaba sentada sola y que ahora me miraba fijamente, suplicante.
—¡Puedes hacerlo! —dijo—. Léenos.
Miré de nuevo el libro. Y, de repente, fue sencillo. Las grandes letras negras que llenaban casi toda la página decían, Sagrada Biblia, en letras mayúsculas.
Lo leí:
SAGRADA BIBLIA
Y entonces, debajo de esto, las letras eran pequeñas:
Abreviada y actualizada para lectores modernos.
Y al pie de la página:
Libros condensados del «Reader's Digest». Omaha. 2123.
Eso era todo cuanto aquella página decía. Pasé a la siguiente, que estaba llena de letras de molde, y empecé, más calmado ahora, a leer:
—Génesis, por Moisés. Al principio, Dios hizo el mundo y el cielo, pero el mundo no tenía forma y no vivía nadie en él. Y era oscuro, también, hasta que dijo Dios, «¡Danos luz!», y la luz se hizo...
Seguí leyendo, más y más fácilmente, y más calmado. No era en absoluto como la Biblia que había leído en la prisión, pero aquélla debía de ser mucho más antigua.
Cuando terminé la página, levanté la mirada.
La mujer hermosa me miraba fijamente con los ojos muy abiertos y la boca ligeramente abierta. En su rostro había una mirada de maravilla o de adoración.
Y volví a estar sereno, en mi interior. Y, de repente, tan cansado, tan gastado y usado y vencido, que dejé caer la cabeza en el podio y cerré los ojos, dejando que mi mente quedara en blanco, vacía de todo excepto las palabras:
Mi vida es ligera, esperando el aire de la muerte,
como una pluma en el dorso de mi mano.
Oí el ruido de sillas arañando el suelo mientras hombres y mujeres se ponían de pie, y los pasos de la gente que abandonaba la habitación grande, sin hablar; pero no miré.
Por fin, sentí una mano, fuerte, pero amable, sobre mi hombro y abrí los ojos. Era el viejo, Edgar Baleen.
—Lector —dijo—. Ven conmigo.
Le miré fijamente.
—Lector, pasaste la prueba. Estás bautizado, y a salvo del fuego. Necesitas descansar.
Suspiré, y dije:
—Sí. Sí. Necesito descansar.
Y así llegué de la cárcel a esta situación: a ser «Lector» para un grupo de cristianos, a ser una especie de presbítero. Desde aquel día, durante meses les he leído la Biblia por las mañanas y las noches, mientras ellos escuchan en silencio. Yo leo y ellos escuchan y no dicen nada.
Al escribirlo ahora, aquí, en mi casa de Maugre, solo y seguro, y bien alimentado, apenas puedo recordar aquella extrañeza de vivir con los Baleen. De muchas maneras, mis recuerdos más antiguos de Mary Lou y de las películas mudas son más vividos y están más presentes en mí, incluso a pesar de que se me espera para una lectura nocturna dentro de muy poco tiempo. He pasado todo el día escribiendo, desde la lectura de la mañana. Ahora, pararé y daré de comer a Biff y tomaré un vaso de wisky. Mañana, intentaré acabar este nuevo relato de mi vida. Y relatar la triste historia de Annabel.
Aquella primera noche, el viejo Edgar me puso en una habitación arriba para dormir, y me dejó. Había dos camas, con cabeceras hechas de tubos de latón que se parecían a la de aquella película en la que se moría el viejo y que el reloj se paraba y el perro lloraba. Me quité los zapatos y me metí en la cama con la ropa puesta y Biff se puso sobre la colcha, enroscado a mis pies, y se durmió en el acto. Sentí envidia de él. Aunque estaba exhausto, y aunque la cama era la más cómoda en la que jamás había dormido, con su grueso colchón y su gran colcha, con estampado de flores, que tenía una etiqueta que decía LO MEJOR DE «SEARS», PLUMÓN cosida al ribete rosa; a pesar de ello, digo, no podía dormir. Mi mente estaba llena de ideas. En la oscura habitación, y con los sentidos agudizados por la fatiga, empecé a imaginar una multitud de cosas de mi pasado con una claridad preternatural. Era algo como el vivido control de la mente que había estudiado y enseñado en Ohio, con imágenes claras y alucinantes; pero no tenía la ayuda de las drogas usuales, y carecía de control sobre ello.
Veía imágenes claras de Mary Lou leyendo en el sótano de la biblioteca, de los rostros vacíos de los estudiantes en mi pequeño seminario en Ohio, con los ojos bajos mientras estaban sentados con sus ropas de mezclilla de estudiante y su mente ida y serena, y del decano Spofforth, alto, inteligente, temible, moreno e inescrutable. Me vi a mí mismo de niño, de pie en medio de una plaza, fuera de los Dormitorios para Preadolescentes, en el internado. Me pusieron en Coventry durante un día como castigo por Invasión de la Intimidad, cuando compartí mi comida con otro niño. Las Normas de Coventry exigían que permaneciera de pie inmóvil y que fuera tocado —en el rostro, los brazos o el pecho— por todos los niños que cruzaban la plaza; me retorcía interiormente cada vez que me tocaban y mi rostro estaba rojo de vergüenza.
Luego, vi el pequeño cubículo de Intimidad que fue el primer lugar en el que recuerdo haber dormido, con su estrecha, dura y monástica cama y el Soul Muzak que venía de las paredes de Permoplástico a prueba de ruidos, y la pequeña alfombrilla de Intimidad, en el suelo, sobre la que solía rezar mis plegarias: «Que los Directores me hagan crecer interiormente. Que pueda avanzar a través del Deleite y la Serenidad hacia el Nirvana. Que no sea alcanzado por el exterior...» Y la TV privada de tamaño pared a la que aprendí a entregarme por entero, dejando mi cuerpo de niño frente a ella durante horas seguidas, mientras sobre su resplandeciente y holográfica superficie aparecían imágenes de placer y júbilo y de paz, y mi cuerpo sólo servía para proveer a mi cerebro de los productos químicos necesarios para la vacía pasividad, con las píldoras que me sugería la TV cuando se encendía la luz soporífera de lavanda.
Miraba la TV desde la cena hasta la hora de dormir, y cuando dormía, soñaba con la TV: brillante, hipnótica, una constante realización en la mente separada del cuerpo.
Y entonces, echado en aquella extraña y vieja habitación, al final de un día en que me habían bautizado con agua y casi inmolado en el fuego nuclear y había leído del Libro del Génesis a una familia de extraños, no podía dormir por culpa de una imaginación que ya no podía controlar. El deseo de aquella simplicidad de mi vida pasada como verdadero niño del mundo moderno, me inundaba por completo. Quería, anhelaba los soporíferos y la marihuana y las otras drogas que estimulaban mi mente, y mi Serenidad Química y la experiencia televisada y mis plegarias a lo que pudiera ser un «Director», y el dulce, drogado sueño, en mi diminuta habitación de Permoplástico, con aire acondicionado, silenciosa, a salvo de las confusiones, los anhelos, las inquietudes, y la desesperación de que estaba hecha mi nueva vida. Ya no quería vivir más con la realidad; era una carga demasiado pesada. Demasiado pesada y triste.
Pensé en el viejo caballo de la película, en sus orejas tiesas a través de agujeros en su sombrero de paja. Y en las palabras «Sólo el pájaro burlón canta en el margen de los bosques.» Pensé en mí mismo y en Mary Lou, posiblemente la última generación del hombre sobre la faz de la Tierra, en un lugar sin niños y sin futuro. Vi rostros que ardían en el «Burger Chef», abrazando con su propia conclusión la consiguiente muerte de la especie.
Estaba vencido por la tristeza. Y, sin embargo, no lloré.
Vi los rostros de los robots —vacíos y duros— que nos vigilaban como a niños. Y el rostro del juez en mi audiencia. Y a Belasco, con sus sabios, viejos, cínicos ojos, sonriendo con satisfacción.
Por fin, cuando empecé a sentir que las imágenes no dejarían nunca de agolparse en mi cansada mente, encendí una lámpara de pilas que estaba junto a mi cama, encontré mi pequeña Guía para el Mantenimiento y Reparación de Robots, de Audel, y la abrí por las páginas en blanco en donde había copiado algunos poemas antes de abandonar la prisión. Leí El hombre hueco, el poema que Mary Lou y yo estábamos leyendo cuando Spofforth me arrestó:
Así es como termina el mundo,
Así es como termina el mundo,
Así es como termina el mundo,
Sin estrépito, pero con un plañido
No era reconfortante, a pesar de que sonaba auténtico, pero me ayudó a que las imágenes se borraran de mi mente.
Y entonces, justo cuando empezaba a relajarme, mientras leía un poema de Robert Browning, ocurrió algo perturbador.
Se abrió la puerta de la habitación y entró el hijo del viejo Baleen, Roderick. No me habló, pero me hizo un gesto con la cabeza. Luego, procedió a desvestirse en el medio de la habitación, descuidando la Intimidad, Modestia, o mis Derechos Individuales, se desnudó hasta mostrar su peluda piel, y canturreaba suavemente. Se arrodilló al lado de la otra cama y rezó en voz alta: «Oh Señor, el más poderoso y el más cruel, perdona mis miserables aflicciones y pecados, y hazme humilde y digno. En el nombre de Jesús. Amén.» Luego se metió en la cama, se arrebujó, y empezó casi inmediatamente a roncar.
Antes había asentido con la cabeza casi involuntariamente a la frase de Baleen «el pecado de la Intimidad»; pero esta descarada intrusión de otra persona en mi habitación era agobiante. ¡Y yo había estado solo tanto tiempo, en las playas vacías, sin más compañía que la de Biff!
Intenté seguir leyendo, de El caníbal contra Setobos, pero las palabras, siempre difíciles, carecían de sentido, y no podía relajarme.
Y con todo, sorprendentemente, me quedé dormido al cabo de un rato y me desperté a media mañana, aliviado. Roderick se había ido y Biff estaba al otro lado, en el rincón de la habitación, dándole a una pelotita de hilacha con sus zarpas. El sol entraba a través de las cortinas de encaje. Percibí un olor a comida que venía de abajo.
Había un gran cuarto de baño comunal al final del largo pasillo, fuera de mi habitación; el viejo Edgar Baleen me lo había mostrado antes de instalarme en mi habitación. El cuarto de baño tenía una antigua placa de metal verdoso en la puerta que decía, en letras en relieve; HOMBRES. Había seis lavabos blancos y seis cabinas de retrete. Me lavé lo mejor que pude y me peiné el pelo y la barba. Necesitaba un baño, pero no tenía ni idea de cómo tomarlo, y mi ropa estaba gastada y sucia. La nueva que había cogido había quedado atrás, en «Sears». Entonces, bajé la gran escalera frontal y fui a la cocina.
Había unas letras grabadas en el arco de piedra sobre la puerta del edificio: PALACIO DE JUSTICIA: MAUGRE. El letrero no me había impresionado mucho el día anterior, pero ahora que estaba en la cocina, imaginé que la habitación, como aquélla en la que hice mi lectura de la Biblia, había sido una sala del tribunal en el mundo antiguo; era muy grande y de techo alto, con ventanas arqueadas, altas y estrechas, en cada una de las paredes más largas. La enorme, y ahora vacía mesa, en el centro de la habitación, parecía como si hubiera estado hecha toscamente mucho tiempo atrás con una sierra de cadena de «Sears»; a su alrededor había unos toscos bancos.
A lo largo de una pared, bajo las ventanas, había una amplia estufa institucional de color negro, con un montón de madera a cada lado, y mostradores de madera que parecían pulidos y restregados y gastados. Sobre la cocina, puertas de horno esmaltadas en blanco, y a cada lado de ellas colgaba una hilera de potes y sartenes, grandes, que ocupaban la mitad de la longitud de la habitación. En la pared opuesta había ocho refrigeradores blancos con baterías; en la parte frontal de cada uno se leía KENMORE. Al lado de los refrigeradores, un largo y hondo fregadero. Frente a éste, dos mujeres de pie, con vestidos azules hasta el suelo, su espalda hacia mí, lavando platos.
Todo parecía completamente diferente a como había sido la noche anterior. Sobre la mesa, había tazones de cristal con tulipanes amarillos recién cortados, y la habitación estaba llena de luz de día y olía a tocino y a café. Las mujeres no se volvieron a mirarme, aunque estaba seguro de que habían oído mis pasos sobre el suelo desnudo.
Me dirigí al fregadero y dudé. Luego, dije:
—Perdonen.
Una de ellas, una mujer baja y regordeta, de pelo blanco, se giró y me miró, pero no dijo nada.
—¿Podría comer algo?
Me miró un momento, luego se volvió y alargó el brazo y, de un estante que había en el fregadero, cogió una caja amarilla y me la dio. Había algo escrito en la caja: CAFÉ PARA SUPERVIVENCIA, TIPO INSTANTÁNEO. DEPARTAMENTO DE DEFENSA: MAUGRE. IRRADIADO PARA IMPEDIR SU DETERIORO.
Mientras leía esto me dio un gran pote de cerámica rústica y una cuchara del escurreplatos que había al lado del fregadero. «Utilice el samovar», dijo, y con la cabeza me indicó la cocina que estaba al otro lado de la habitación.
Fui allí y me hice una taza de fuerte café negro, me senté a la mesa y empecé a sorberlo.
La otra mujer abrió un refrigerador y sacó algo y, luego, se volvió y cruzó la habitación y se dirigió hacia la cocina. Vi que era la mujer a la que había mirado fijamente y que me había exhortado a leer, la noche anterior. No me miró. Parecía tímida.
Abrió uno de los hornos de la cocina, sacó algo de él, lo puso en una fuente y lo trajo a la mesa. Rehuyendo mi mirada, lo puso frente a mí junto con un plato de mantequilla y un cuchillo. Los platos eran pesados y de color marrón oscuro.
La miré.
—¿Qué es? —pregunté.
Me miró, sorprendida ante mi ignorancia, supongo.
—Es un pastel para el café —dijo.
Nunca había visto una cosa igual y no sabía qué hacer con él. Ella cogió un cuchillo y cortó un trozo de pastel. Le puso mantequilla y me lo dio.
Lo probé. Era dulce y caliente y tenía nueces. Era delicioso. Cuando lo hube terminado, me pasó otro trozo, sonriendo tímidamente. Parecía confundida, y era extraño porque había parecido bastante atrevida la noche anterior.
El pastel y el café eran tan buenos, y su timidez tan parecida a lo que me habían enseñado a esperar de la gente, que me sentí valiente y le hablé de modo misterioso.
—¿Hizo usted este pastel? —le pregunté.
Afirmó con la cabeza y preguntó a su vez:
—¿Le gustaría comer una tortilla?
—¿Una tortilla? —dije.
Había oído esa palabra, pero nunca había visto ninguna tortilla. Tenía algo que ver con los huevos.
Al ver que no respondía, se fue al refrigerador y volvió con tres huevos, grandes, de verdad. Había comido huevos auténticos sólo en raras ocasiones, tales como mi graduación del internado. Ella los llevó a la cocina y los partió en un tazón de cerámica marrón, y luego colocó una pequeña y poco profunda sartén negra en la cocina, puso mantequilla y la dejó calentar. Agitó los huevos vigorosamente, los vertió en la sartén, y, con gran agilidad, deslizó la sartén rápidamente de un lado a otro sobre la cocina mientras iba envolviendo los huevos con un tenedor. Estaba muy hermosa mientras hacía esto. Luego, cogió la sartén por el mango, la trajo a la mesa, levantó el mango, y, limpiamente, deslizó una media luna amarilla de huevos sobre mi plato.
—Cómalo con un tenedor —me indicó.
Tomé un bocado. Era excelente. Me la terminé en silencio. Creo, incluso ahora, que la tortilla y el pastel de café eran las mejores cosas que había comido en mi vida.
Me sentí aún más valiente después de comer y la miré; todavía estaba de pie junto a mí, y le pregunté:
—¿Me enseñarías a hacer una tortilla?
Pareció sorprenderse y no respondió.
Luego, desde el fregadero, la voz de la otra mujer observó:
—Los hombres no cocinan.
La mujer que estaba a mi lado dudó un momento, y, luego, dijo suavemente:
—Este hombre es diferente, Mary. Es un Lector.
Mary no se volvió.
—Los hombres están en los campos —dijo— realizando el trabajo del Señor.
La mujer que se hallaba a mi lado era tímida, pero tenía ideas propias. Hizo caso omiso de Mary y me preguntó:
—¿Leíste lo que está escrito en la caja de café cuando te la dio?
—Sí —respondí.
Se dirigió a la cocina y la cogió de donde yo la había dejado.
—Léemelo —dijo. Y así lo hice. Estuvo muy atenta a las palabras y cuando hube terminado me preguntó—: ¿Qué es Maugre?
—El nombre de esta ciudad —respondí—. O al menos creo que lo es.
Se quedó boquiabierta.
—¿La ciudad tiene un nombre? —dijo.
—Eso creo.
—La casa tiene un nombre —dijo—. «Baleena.»
Así es como he decidido deletrearla: no estaba escrito en ningún sitio hasta que yo lo escribí, mucho más tarde, para el viejo Edgar.
—Bien, «Baleena» está en la ciudad de Maugre—dije.
Afirmó con la cabeza pensativamente, y luego fue al refrigerador y cogió un tazón lleno de huevos. Después empezó a enseñarme cómo se hacía una tortilla.
Así es como conocí a Annabel Baleen.
Annabel me enseñó a hacer una tortilla aquella mañana, y un «soufflé». Hicimos juntos un pastel de café, y me enseñó a hacer la masa con harina y cómo utilizar la levadura. La harina procedía de un gran cubo que estaba bajo el mostrador en el que trabajábamos; dijo que crecía «afuera en el campo». Allí es donde se hallaban todos los demás miembros de la familia. Annabel siempre estaba encargada de la cocina; le habían asignado esa tarea, dijo, porque era una «solitaria». A la otra mujer le habían asignado ayudarla a limpiar después de las comidas. Otras veces, trabajaba en el jardín de flores, fuera de la casa. Annabel había trabajado durante unos años en los campos, pero odiaba el trabajo y odiaba el hecho de que nadie hablara nunca mientras se trabajaba. Cuando una mujer más vieja que había estado encargada de la cocina murió, Annabel solicitó el trabajo y lo consiguió. Llevaba treinta años cocinando, dijo. Primero, como mujer casada y, ahora, como viuda. Contar el tiempo en años y estar «casada» ya no eran conceptos nuevos para mí y aunque era extraño oírselos decir a ella, comprendí de qué estaba hablando.
Aparte de la harina y los huevos, todos los demás ingredientes procedían de los estantes del paseo. Me hizo leer las etiquetas de los paquetes de levadura, de una lata de pimienta, de una caja de pacanas irradiadas. Todas las cajas decían: DEPARTAMENTO DE DEFENSA: MAUGRE.
Mientras me enseñaba a cocinar, Annabel estaba tranquila y se mostraba agradable, y no me hizo preguntas excepto sus peticiones para que le leyera las etiquetas de las cajas. Hubo varias veces en que quise preguntarle acerca de ella misma y de su familia, y de cómo parecían evitar el tener algo que ver con la moderna forma de vida; pero cuando empezaba a hacer una pregunta, pensaba: «No hagas preguntas; relájate», y pareció, por una vez, ser un buen consejo. Ella era muy hermosa, y sus movimientos en la cocina, diestros y graciosos; era un placer tan sólo el contemplarla en su trabajo.
Pero, a medida que se acercaba el mediodía, pareció estar cada vez más molesta, y un poco triste. Finalmente, se acercó a una vitrina situada debajo de un mostrador y sacó una caja grande de color azul y me la dio para que la leyera.
Decía VALIUM, en letras grandes, y debajo: Control de la población de los EE.UU. Tómese sólo bajo consejo médico.
Cuando lo hube leído, preguntó:
—¿Qué es un médico?
—Una especie de curador antiguo —dije, sin estar muy seguro de mí mismo.
Y yo pensaba: «¿Por eso no hay niños en ninguna parte? ¿Podrían ser así todos los calmantes y soporíferos? ¿Inhibidores de la fertilidad?»
Tomó dos de las píldoras y se las tragó con café. Cuando me ofreció la caja, negué con la cabeza y ella me miró extrañada, pero no dijo nada. Se limitó a poner un puñado de «Valium» en el bolsillo del delantal, y volvió a colocar la caja bajo el mostrador. Luego, dijo:
—Tengo que preparar el almuerzo.
Durante la siguiente hora, trabajó a gran velocidad; calentó dos ollas de sopa e hizo bocadillos de queso con grandes lonchas de pan moreno que cortaba con un cuchillo. Le pregunté si podía ayudarla, pero pareció que ni siquiera había oído la pregunta. Puso la mesa con los grandes platos de color marrón y tazones de sopa. Intentando ser útil, llevé una pila de platos a la mesa desde una de las vitrinas y dije:
—Estos platos no son corrientes.
—Gracias —dijo—. Los hice yo.
Eso fue una sorpresa; nunca había oído que nadie hiciera cosas como platos. Y había habido en «Sears» todo un departamento con platos y fuentes. No tenía ni idea de cómo alguien hacía personalmente un plato.
Cuando vio que miraba sorprendido, cogió uno de los platos y le dio la vuelta. En su base había una marca que me era familiar.
—¿Qué es? —pregunté.
—Es la marca de mi cerámica. Una garra de gato. —Me sonrió débilmente—. Tú tienes un gato.
Tenía razón. Era la misma señal que Biff dejaba cuando caminaba por la arena, pero más pequeña.
Luego, dijo:
—Mi marido y yo teníamos un gato. Era el único. Pero murió antes que mi marido. Uno de los perros lo mató.
—Oh —exclamé, y empecé a poner platos en la mesa.
Al poco rato, oí ruido en el exterior; miré y vi, fuera de la ventana, dos viejos autobuses telepáticos verdes que se detenían, y los hombres y los perros bajaron en silencio.
Salí y vi que se estaban lavando en dos grifos que había en la parte de atrás del edificio. Permanecían en silencio y se lavaban con cuidado. Estaba sorprendido; esperaba las risas y salpicaduras de los prisioneros que había conocido. Incluso los perros estaban callados; acurrucaban sus blancos cuerpos al otro lado de los hombres, lejos de mí, y miraban de vez en cuando con sus ojos.
Del jardín de flores y de algunos pequeños anexos en los que estaban trabajando, vinieron las mujeres y se unieron a los hombres. Todos ellos se dirigieron en fila hacia la cocina y se sentaron. Baleen me hizo una seña para que me sentara, y encontré un sitio en un banco que pude encontrar más vacío.
Cuando todos, excepto Annabel, estuvieron sentados, inclinaron la cabeza sobre el plato y el viejo Baleen empezó a rezar; comenzó igual que Rod lo había hecho la noche anterior: «Oh Señor, el más poderoso y el más cruel, perdona nuestras miserables aflicciones y pecados.» Pero prosiguió de manera diferente: «Protégenos de la lluvia nuclear del Cielo y de los pecados de los Hombres Antiguos. Haz que conozcamos y sintamos Tu absoluto dominio sobre la vida de los hombres, en esta Era final.»
Todo el mundo comió en silencio. Yo intenté hablar con el hombre que se sentaba a mi lado, alabando la sopa; pero él hizo caso omiso de mis palabras.
Nadie dio las gracias a Annabel por la comida.
Aquella noche, a la hora de la cena, tuve el gusto de volver a ver a Annabel, aunque estaba demasiado ocupada sirviendo la cena para hablar. Miraba su rostro cuando podía, y parecía algo triste, melancólica, mientras iba poniendo comida en la mesa y retirando platos vacíos. Trabajaba mucho. Tendría que haber habido alguien para ayudarla a hacer algo más que lavar los platos.
Después de la cena, esperaba ver a Annabel y posiblemente hablar con ella, pero Baleen me introdujo en la Habitación de la Biblia y ella se quedó en la cocina para fregar platos.
La televisión ya funcionaba en la Habitación de la Biblia cuando entramos nosotros, y los asientos pronto se llenaron con los hombres y mujeres de Baleen; miraron en silencio. El programa era uno de los viejos Videos Literales, un tipo de extraña televisión vieja que relataba una historia lógica y racional, con actores. Era imposible decir si los actores eran humanos o robots. La historia trataba de una chica joven que era raptada y violada repetidamente por una banda de desertores anti-Intimidad que se habían escapado de una Reserva para Desertores. Abusaban de la chica de muchas maneras. Aun cuando programas similares habían formado parte de mi entrenamiento cuando era niño y parte de mi estudio como estudiante universitario, enfermé al verlo, como no lo hubiera estado años atrás.
A mitad del programa, cerré los ojos con fuerza y no vi más. Podía oír, de vez en cuando, algún gruñido de respuesta de los Baleen que me rodeaban. Desde el principio, se habían sentido todos apasionadamente absorbidos en la historia que se desarrollaba en la pantalla. Era horrible.
Una vez terminado el programa de televisión —a juzgar por la banda sonora, unos Detectores salvaban a la chica—, se apagó la pantalla y me condujeron al atril para que leyera.
En el transcurso de mi lectura, llegué a la parte que habla de Noé, al cual recordaba de la prisión. Noé había sido un hombre a quien Dios había decidido salvar de morir ahogado durante una inundación que destruyó cualquier posibilidad de vida sobre la Tierra. Un pasaje de la lectura decía:
Dios dijo a Noé: «La maldad de los hombres se ha convertido en dolor para mí, pues por ella la Tierra está llena de violencia. Voy a destruirla.»
Y cuando leí: «Voy a destruirla», oí al viejo Baleen, a mi lado, que gritaba muy fuerte, «¡Amén!» y otra aclamación de «¡Amén!» vino de la gente que estaba frente a mí. Era sobrecogedor, pero yo seguí leyendo.
Había esperado poder hablar con Annabel después de la lectura, pero el viejo Baleen me llevó al Paseo y esperó mientras yo cogía alguna ropa nueva en «Sears». Quería quedarme un rato y mirar todas las cosas antiguas que había en aquel vasto almacén, pero él dijo simplemente: «Esto es terreno sagrado», y no me dejó hacerlo. No me lo dijo así, pero comprendí que era mejor no dejarme atrapar de nuevo aquí, solo.
E intenté volver. No estaba tan atemorizado por las Normas como lo había estado antaño. Y no temía al viejo Edgar Baleen.
Dejamos el Paseo. Con tejanos nuevos y un cuello de tortuga negro junto a mi piel, me sentía extrañamente excitado, y mientras cruzábamos a la luz de la luna la corta distancia hasta «Baleena», se me ocurrió una idea y dije:
—¿Le importaría que ayudase a Annabel en la cocina unos cuantos días? No soy muy bueno trabajando en el campo.
Eso no era exactamente la verdad; sencillamente, odiaba trabajar en el campo.
Se detuvo y permaneció en silencio un rato. Luego, dijo:
—Hablas mucho.
Ignoro por qué aquellas palabras me enojaron ligeramente.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Hablar es vulgar —me respondió.
Y me pregunté: «¿Qué tiene eso que ver con ello?» Permaneció otro largo rato en silencio, y luego dijo: —La vida es seria, Lector.
Afirmé con la cabeza, sin saber qué decir, y eso pareció calmarle, ya que dijo:
—Puedes ayudar a Annabel.
Annabel no creía que hablar fuera vulgar, y ella era la única que lo sentía así. En cierto modo, no era uno de ellos. Originalmente era una Swisher, de una de las otras Siete Familias, y había cambiado su nombre por el de Baleen cuando se había casado con uno de los hijos del viejo Baleen. Los Swisher habían sido una casta más habladora, pero menos prolífica que los Baleen. Sólo quedaban tres Swisher, dos hombres muy ancianos y una anciana mujer medio loca, la madre de Annabel. Vivían en lo que se llamaba «La Casa de los Swisher», varias millas costa arriba, y trocaban gasolina con los Baleen a cambio de comida y ropa del Paseo. El resto de familias en lo que se llamaban las Ciudades del Llano eran más pequeñas y más débiles que los Baleen. Todos ellos cultivaban un poco la tierra. Los Baleen, me dijo Annabel, eran más religiosos que los otros, pero todos eran «Cristianos».
Le pregunté cómo había reaccionado hacia Noé. Aún puedo imaginármela vivamente cuando me dijo esto, con el claro pelo recogido atrás en un moño, una taza de café en la mano, y sus ojos azul-grises tímidos y tristes.
—Es mi suegro —dijo—. Piensa que es un profeta. Él cree que no hay más niños porque el Señor está castigando al mundo por sus pecados, como hizo con Noé. Todo el mundo conoce la historia de Noé. Mi madre me la contó, pero diferente a como tú la leíste. No mencionó que estuviera bebido ni me habló de sus hijos.
—¿Espera Edgar Baleen ser salvado, como Noé?
Sonrió.
—Realmente no lo sé. No sé cómo podría ser. Es demasiado viejo para tener niños.
Le hice una pregunta más personal. Me resultaba difícil acostumbrarme a la Invasión de la Intimidad, aun cuando los Baleen no creían en esa norma.
—¿Qué le ocurrió a tu esposo? —le pregunté.
Tomó un sorbo de café.
—Se suicidó. Hace dos años.
—Ah... —murmuré.
—Él y dos de sus hermanos tomaron treinta soporíferos y, luego, se rociaron con gasolina y la encendieron.
Me chocó. Era lo mismo que había visto en Nueva York, en el «Burger Chef».
—La gente ha hecho eso en Nueva York —le dije.
Bajó los ojos.
—Ha ocurrido aquí, en todas las familias —dijo—. Mi marido quería que yo fuera la tercera del grupo. Me atraía la idea, pero decliné la invitación. Quiero vivir un poco más. —Se levantó de la mesa en que estaba sentada y empezó a llevar platos al fregadero—. Al menos, creo que quiero vivir.
El cansancio que de repente acusó su voz me hizo quedar en silencio.
Después de levantar la mesa, se preparó otra taza de café y se sentó de nuevo.
Al cabo de un minuto hablé.
—¿Crees que volverás a casarte?
Me miró y respondió tristemente.
—No está permitido. Para casarse con un Baleen tienes que ser... virgen.
Se sonrojó ligeramente y bajó los ojos.
Ese tipo de conversación era bastante extraño para mí, ya que, antes, nunca había encontrado gente que se casara. Pero los libros y las películas me habían familiarizado con estas ideas, y sabía que, antaño, un hombre hubiera considerado un Error casarse con una mujer «deshonrada», del tipo que Gloria Swanson interpretaba a menudo, pero ignoraba que a una viuda se la considerase «deshonrada». No obstante, todos estos asuntos eran básicamente ajenos a mi educación. A mí me habían enseñado: «El sexo rápido es mejor.» Tan sólo estaba empezando a darme cuenta de que el mundo podía estar lleno de gente que no hubiera recibido mi educación.
Fue a media mañana cuando sostuvimos esa conversación, y recuerdo ahora que era la primera vez que me sentía atraído sexualmente hacia Annabel. Estaba sentada tranquilamente, con el rostro melancólico, sosteniendo uno de los grandes potes de café que me había dejado ver cómo hacía en el taller de alfarería que se hallaba al otro lado del jardín de rosas. La había observado entonces ante el torno, con temor, asombrado por la seguridad de sus movimientos mientras daba forma de cilindro a la arcilla húmeda, mojadas sus manos y muñecas de agua gris y arcillosa, y los ojos concentrados con completa e inteligente atención en su trabajo. En aquel momento, mi respeto y admiración por ella había sido grande; pero no había sentido nada físico.
Pero, ahora, sentado solo ante la gran mesa con ella, me di cuenta de que me estaba excitando. Había cambiado. Mary Lou me había cambiado; y las películas y los libros y la prisión y lo de después también me habían cambiado. La última cosa que quería hacer con Annabel era el sexo rápido. Quería hacer el amor con ella; pero, más importante, quería tocarla y consolarla de la tristeza que parecía albergar su espíritu.
Ella había dejado la taza de café y estaba mirando hacia las ventanas. Alargué una mano y la puse suavemente sobre uno de sus antebrazos.
Apartó el brazo inmediatamente y derramó el resto de su café.
—No —dijo, sin mirarme—. No debes.
Cogió un trapo del fregadero y secó lo que había derramado.
Durante las semanas siguientes, Annabel siguió siendo agradable conmigo, pero distante. Me enseñó a hacer budín de maíz con el maíz congelado que había en los refrigeradores, y pastel de queso y escabeches y helado y sopa y chile. Yo ponía la mesa para el almuerzo y la cena, y preparaba las sopas y la ayudaba en la limpieza. Algunos de los hombres Baleen me miraba de forma extraña por el hecho de realizar estos trabajos, pero ninguno de ellos dijo nada en voz alta y a mí no me preocupaba lo que pensaran. Me gustaba bastante, aunque me daba pena ver lo triste que hacía sentirse a Annabel el monótono trabajo. De vez en cuando, alababa lo que cocinaba y eso parecía ayudarla un poco.
Una vez, estando los dos solos, le pregunté por su tristeza. Aunque no había nada físico entre nosotros, había llegado a sentir intimidad con ella debido al trabajo que hacíamos juntos y debido a la sensación que tenía de que los dos nunca seríamos como la familia Baleen.
—¿Siempre has sido desgraciada? —le pregunté una vez, cuando estábamos poniendo una pila de pasteles de café en bolsas de irradiación para ser guardados.
Yo envolvía los pasteles en las bolsas de plástico y ella hacía funcionar la máquina «Sears» que las sellaba y hacía brillar la luz amarilla conservadora sobre ellas.
Al principio, creí que no iba a responderme. Pero, luego, dijo:
—Yo era una chica joven muy alegre. Solía cantar a menudo. Y me encantaba oír a mi madre contar historias. Había muchas más cosas así en la Casa de los Swisher que aquí.
Hizo un gesto con un brazo, abarcando la grande y vacía cocina.
—¿Te gustaría volver? —le pregunté.
—Ahora ya no sería tan bueno —respondió—. Todos son demasiado viejos, ahora.
—Deberías dejar que te enseñara a leer —dije.
Habíamos hablado de eso antes.
—No —dijo—. Estoy demasiado ocupada. Y no creo que pudiera hacer ese esfuerzo. —Sonrió tímidamente—. Pero me encanta oírte a ti leer. Suena como... otro mundo.
Terminé de envolver el último pastel de café, se lo pasé, y me serví una taza de café. Miré el jardín y la casa de la cocina.
—¿Es la muerte de tu marido lo que te entristece?
—No —contestó—. Mi marido nunca fue... importante para mí. No después de descubrir que no tendría niños. Yo siempre había querido tener hijos. Hubiera sido una buena madre.
Lo pensé antes de hablar.
—Si dejas de tomar píldoras...
Le había hablado de lo que decía la etiqueta de la caja de «Valium».
—No —dijo—. Es demasiado tarde. Estoy cansada de todo. Y no creo que pudiera vivir por aquí sin las píldoras.
—Annabel —dije—, tú y yo podríamos salir de aquí juntos. Y si no tomaras píldoras durante un amarillo, podrías tener un hijo. Mi hijo.
Me miró extrañamente, y no hubiera podido decir qué estaba pensando. No dijo nada.
Me adelanté un paso hacia ella y me estiré y suavemente cogí sus hombros con las manos; sentí los huesos debajo de la tela de su blusa. Esta vez no se apartó de mí.
—Nosotros somos diferentes de los demás. Podríamos estar juntos, y es posible que pudiéramos tener niños.
Y entonces ella me miró a la cara y pude ver que estaba llorando.
—Paul —dijo—, no podría ir contigo a menos que Edgar Baleen me entregara a ti y nos casara en la iglesia.
La miré, sin saber qué decir, turbado por sus lágrimas. «La Iglesia», lo sabía, era el almacén «Sears». Se utilizaba para las bodas y los funerales. En los viejos tiempos, los niños eran bautizados allí, en la misma fuente en que me habían bautizado a mí.
Finalmente, se me ocurrió algo que decir:
—Yo no soy un Baleen. Ni tú tampoco.
—Eso es verdad —dijo—. Pero yo nunca podría vivir en pecado con un hombre. Sería... inmoral.
Dijo la última frase con tanto sentimiento que no sabía qué hacer. Conocía lo de «vivir en pecado»; lo había aprendido en las películas mudas. Pero no tenía ni idea de que ella poseyera esta noción.
—No tendría que ser «pecado» —dije—. Podríamos tener nuestra propia ceremonia, en el Paseo, por la noche, si tú quisieras.
—No, Paul —dijo.
Y se secó los ojos con el borde del delantal. Mi corazón se sintió muy próximo al suyo cuando hizo ese gesto. En aquel momento, estaba enamorado de ella.
—¿Qué ocurre, Annabel? —inquirí.
—Paul —dijo—, he oído hablar de mujeres que disfrutan... haciendo el amor. —Bajó los ojos hacia el suelo—. Eso puede estar bien para ellas..., fornicar. Cometer adulterio. Pero nosotras, las mujeres de la Llanura, somos Cristianas.
Yo no sabía qué pensar. Conocía la palabra «Cristiano»; se utilizaba para la gente que creía que Jesús era Dios. Pero Jesús, por lo que entendía de lo que había leído sobre él en la Biblia, parecía ser muy tolerante con la conducta sexual. Recordé alguna gente llamada «escribas» y «fariseos» que habían querido castigar a las mujeres que habían cometido adulterio. Pero Jesús no había estado de acuerdo con ellos.
Con todo, no discutí eso con ella. Posiblemente había algo definitivo en el tono en que pronunció la palabra «Cristiano». En lugar de ello, dije:
—No sé si te comprendo.
Ella me miró, mitad implorante y mitad enfadada. Luego, dijo:
—No me gusta el sexo, Paul. Lo odio.
No supe qué decir.
La cosa quedó así entre Annabel y yo por el resto de aquella primavera; no volvimos a discutirlo. Pero trabajábamos juntos y llegamos a conocernos mutuamente muy bien y llegué a sentirme más cerca de ella que de nadie más en mi vida —incluso más cerca que de Mary Lou, con quien había hecho el amor muchas veces con gran placer para ambos. ¡Era una persona tan buena! Puedo llorar al recordar lo buena que era; y cuán melancólica. Y cuán competente en lo que hacía. Puedo verla junto a su torno de alfarería, o junto a la cocina, o dando de comer a las gallinas con su delantal azul al viento, o simplemente echándose hacia atrás un mechón de su claro pelo. Y puedo verla de pie frente a mí, aquel día, mientras las lágrimas le resbalaban por sus mejillas, y diciéndome que no podía vivir conmigo.
Fue ella quien libró a Biff de las pulgas, y quien siempre me preparaba el desayuno cuando bajaba muy de mañana. Fue ella quien me dijo que debería considerar el arreglar esta vieja casa para vivir en ella. Ella fue la primera en enseñármela, a una milla del obelisco de Maugre y sobre un risco que domina el océano.
Era una casa de la que había tenido noticia cuando era una niña, una que había sido habitada por un recluso que había muerto años atrás. Los niños de las Ciudades habían pensado que estaba «encantada». Me dijo que, una vez, ella había entrado por un reto, pero que estaba demasiado asustada para permanecer más de un minuto.
Pienso en Annabel como una niña pequeña cuando miro a mi alrededor, ahora, en mi sala de estar, como si estuviera aquí como una niña asustada. Si el lugar está encantado, es ella quien lo encanta. Una hermosa niña tímida, a la que le gustaba cantar.
Amaba a Annabel. Lo que sentía por ella era diferente a lo que sentía —y, hasta cierto punto aún siento— por Mary Lou. Lo que Annabel necesitaba era un modo de sacar partido de su talento y de su energía. Realizaba mucho trabajo; pero nadie se lo agradecía y la mayor parte podía haber sido realizado por un robot Modelo Tres sin que los Baleen notaran la diferencia, todo el trabajo de cocina realizado con tanto amor y tanta habilidad, todo el trabajo de barrer y lavar platos y la fabricación de alfarería, durante años. Y nadie se lo agradecía.
Tengo que escribir esto rápidamente, antes de que la emoción me paralice y me obligue a permanecer aquí sentado, en esta mañana de principios de verano, cuando me acerco al final de esta parte de mi Diario.
Annabel y yo seguimos así: realizamos juntos el trabajo de la cocina y hablábamos después de mis lecturas por las mañanas. Aprendí muchas más cosas que el arte de cocinar, y el sentido de puritanismo sexual no lo tenía sólo Annabel, sino que era una parte básica de la cultura de las Siete Ciudades de la Llanura. Annabel ignoraba de dónde habían venido los Baleens, pero sabía que habían sido predicadores errantes en otro tiempo, generaciones atrás, hasta que la Biblia y el alfabetismo que conllevaba se fueron perdiendo gradualmente. Ella había nacido en la Casa Swisher, pero su madre había sido trotamundos en su juventud. Una vez habían sido cantores de canciones religiosas, pero la «Plaga de la Falta de Niños» hizo que el viejo Baleen no les dejara cantar, cuando Annabel era una chica joven. Ella había sido la última que había nacido en las Ciudades.
Nunca volví a intentar hacer el amor con ella. He pensado que tenía que haberlo intentado; pero, después de haberme dicho lo que sentía acerca de hacer el amor, me sentía demasiado confundido e inseguro. Pensaba en Annabel y Mary Lou; amaba a las dos y sabía que ambas eran inalcanzables. Y, hasta cierto punto, estaba casi bien así. No había riesgos.
O así lo creía hasta la mañana en que bajé y encontré una cocina sucia, con migas de pan y cáscaras de huevo sobre la mesa y en el fregadero en el que la familia había preparado su propio desayuno. Annabel no estaba allí. Salí afuera a buscarla.
No estaba en ningún sitio cerca de la casa de la cocina. Di la vuelta por «Baleena» en donde pude ver la vacía y cubierta de hierbas ciudad de Maugre. Allí no había señales de vida. Empecé a andar hacia el obelisco y entonces, en un impulso repentino, abrí la puerta del taller de alfarería.
Dentro del taller el olor era agobiante. Un delgado cuerpo rígido, con la piel carbonizada y con lo que una vez fue su pelo convertido ahora en un felpudo carbonizado alrededor del cráneo, se erguía de espaldas a mí, frente a la rueda de alfarero. Los brazos estaban rectos y las manos aún se agarraban a los bordes de la rueda.
Junto con la carne quemada aún había el olor de gasolina en la pequeña habitación.
Me giré y corrí sin parar hasta el océano. Me senté en la orilla y me quedé mirando el agua hasta que Rod Baleen me encontró allí aquella noche.
La enterramos al día siguiente. Me enviaron con Rod y otro hombre más viejo llamado Arthur a buscar un ataúd.
Los ataúdes estaban en un nivel más profundo del Paseo, uno que yo no conocía. Se hallaban al final de una escalera con un cartel que decía: REFUGIO PROFUNDO.
Había un almacén lleno de ataúdes, todos ellos hechos de metal pintado en verde. Estampadas sobre cada uno había las palabras DEPARTAMENTO DE DEFENSA: MAUGRE. Estaban apilados hasta el techo, en limpias hileras, en una habitación llamada SALA DE MORTALIDAD.
En lugar de volver atrás y subir las escaleras, llevamos el ataúd vacío por un pasillo al otro lado del almacén. Pasamos por debajo de un arco, que tenía el cartel ÁREA DE RECREO, y de una enorme piscina vacía y, luego, ante una puerta con un letrero que decía: BIBLOTECA Y SALA DE LECTURA. A pesar de lo afligido que estaba, transportando en silencio aquel horrible ataúd, mi corazón dio un brinco cuando vi el cartel, y tuve que contenerme para no abandonar el ataúd de Annabel allí mismo y cruzar corriendo la puerta.
Al final del pasillo había una puerta grande con un cartel que rezaba: GARAJE Y ALMACÉN DE VEHÍCULOS. Rod la empujó y entramos en una habitación llena de autobuses telepáticos. Estaban aparcados uno junto a otro formando hileras. Todos los que pude ver de frente llevaban el cartel MAUGRE Y SUBURBIOS SOLO.
Al final de esta habitación, y pasada una larga hilera de autobuses, había un par de puertas correderas lo bastante grandes como para dejar pasar un autobús. Rod pulsó un botón de la pared, junto a las puertas, y éstas se abrieron. Entramos, llevando el ataúd, y se puso en funcionamiento un ascensor grande que nos devolvió a la luz del sol a través de unas puertas, en la parte trasera del obelisco. Fuimos hasta el taller de alfarería, en el que las mujeres habían hecho lo que habían podido para que el cuerpo de Annabel resultara presentable. Le habían puesto un vestido blanco nuevo y un delantal azul. Pero nada de lo que pusimos en el ataúd podía yo reconocerlo como Annabel.
En un estante del taller de alfarería había un delgado jarro. Annabel me había dicho que lo había hecho años atrás, pero que el viejo Baleen no se lo dejaba utilizar en la cocina porque era demasiado «frágil». Fui y lo cogí y lo puse en el ataúd, en lo que quedaba de los brazos de Annabel. Luego, cerré la tapa y eché el cerrojo.
El funeral se llevó a cabo en «Sears». Bajaron el ataúd de Annabel en el ascensor y lo colocaron en un autobús telepático. Agradezco al viejo Baleen el que me dejara ser uno de los que llevaban el paño mortuorio; nunca había dicho nada, pero creo que sabía algo de lo que yo sentía por Annabel.
Nos sentamos en sillas, en el departamento de zapatos; las luces estaban encendidas tenuemente y Baleen hizo una especie de discurso y, luego, me pasó la Biblia que había traído consigo y me dijo que leyera.
Abrí la Biblia del Reader's Digest, pero no leí de su texto. En lugar de ello, miré al ataúd de Annabel que estaba frente a mí y dije:
—«Yo soy la resurrección y la vida», dijo el Señor. «Aquél que crea en mí, aunque muera, vivirá.»
Las palabras no eran ningún consuelo. Yo quería que Annabel estuviera viva y conmigo. Miré a todos los Baleen sentados delante de mí, con las cabezas inclinadas reverentemente, y no sentí comunión alguna con ellos ni con su fe, Sin Annabel, estaba solo otra vez.
El cementerio se hallaba a varias millas al norte de Maugre, cerca de una carretera de cuatro vías antigua. Había hileras de miles de diminutas señales de tumba de Permoplástico sin nada escrito en ellas. Llevamos a Annabel allí en un autobús telepático.
Aquella noche, cuando todo el mundo dormía, salí de la casa sin hacer ruido, fui al Paseo, y encontré la biblioteca. Era una habitación más grande que la cocina de «Baleena», y todas las paredes estaban cubiertas de libros. Se me erizaron los pelos de la nuca, allí, de pie, en medio de la noche, en aquella silenciosa habitación con sus miles y miles de libros.
Puse dos pequeños en los bolsillos de mi chaqueta: Juventud, de Joseph Conrad, y Religión y el nacimiento del capitalismo, de R. H. Tawney. Luego, fui al aparcamiento de autobuses telepáticos y pasé una hora mirando los carteles de los autobuses.
Todos decían: MAUGRE Y SUBURBIOS SÓLO.
Arriba, en «Sears», encontré un tablero de madera, pintura negra y un pincel. Pinté el nombre de ANNABEL SWISHER en el tablero y, luego, con un martillo y unos clavos del departamento de ferretería, conseguí clavar torpemente la tabla a una estaca. Después, cogí uno de los autobuses de Baleen hasta el cementerio, y con el martillo clavé la señal en la tierra, a la cabeza de la tumba de Annabel. Luego, dije al autobús que me llevara a Nueva York. Llegó hasta la rampa que conducía a la carretera y se detuvo. No fue más allá.
Me quedé levantado toda la noche leyendo el libro de Joseph Conrad; sólo lo entendía en parte. Por la mañana, Mary y una mujer llamada Helen prepararon el desayuno; yo comí con la familia.
Después del desayuno, le dije al viejo Edgar que me gustaría mudarme a esta casa y no puso objeciones. De hecho, parecía esperar que lo hiciera.
El lugar, todo de pino de California y vidrio, era hogar de ratones y pájaros. Eliminé los nidos de pájaros y Biff se encargó de los ratones de un modo que sólo puedo describir como profesional. Al cabo de una semana, había hecho salir de allí al último ratón.
El viejo mobiliario estaba podrido; hice un fuego con él en la playa y estuve una hora mirando cómo ardía, pensando en Belasco y en aquel rato lleno de hechizo allá, en Carolina.
No podía sacar cosas de «Sears», pero fui allí cada noche durante una semana y nadie me puso objeciones. Creo que a los Baleens no les importaba, siempre y cuando no lo hiciera abiertamente. Su moralidad sexual puede que fuera así también, y si Annabel y yo hubiéramos sido amantes en secreto es probable que no se hubiera ofendido nadie. De todas formas, quizá pensaban que lo éramos.
Cogí muebles de «Sears», y equipamiento para la cocina, y estanterías para libros. Y empecé a hacer una colección de libros de la biblioteca.
En mi aflicción, había querido irme después del funeral; pero aquel impulso se había calmado. Creo que ello se debió al descubrimiento de los libros. Decidí que acabaría mi educación y pondría al día mi Diario, aquí, en la casa, junto al mar. Luego, decidiría si seguir mi búsqueda de Mary Lou o quedarme. O irme a algún lugar nuevo, quizás hacia el Oeste, hacia Ohio y más lejos.
En uno de los muchos libros del Paseo que he leído he aprendido que la estación que viene después del verano se llamaba, en el mundo antiguo, la Caída del Año. Es una frase hermosa y me habla profundamente.
Los árboles que hay fuera de mi casa, junto al mar, han empezado a perder su verdor, se están volviendo más amarillos y rojos y naranja con cada día que pasa. El azul del cielo es ahora más pálido y los gritos de las gaviotas se oyen algo más distantes. Se nota un ligero frío en el aire, por las mañanas, cuando doy mi largo paseo por la playa vacía. A veces, veo dónde se han enterrado las almejas, pero nunca escarbo para sacarlas. Ando y troto en el aire de otoño —en el aire de la Caída del Año— y pienso, cada vez más cada día, en dejar Maugre y seguir hacia el Norte, hacia Nueva York. No obstante, tengo un buen lugar en el que vivir y me abastezco de comida en el Paseo. Me he convertido en un buen cocinero. Si quiero compañía, puedo visitar a los Baleen y leer para ellos, como hago a veces. Ellos están contentos de verme, aunque parecieron bastante aliviados cuando me fui.
Es extraño. Ahora, creo que esperaban que ocurriera algo milagroso cuando empezaron a oír las palabras de la Biblia, desvelándoles aquel misterio, el mensaje de un libro inescrutable al que habían aprendido a reverenciar. Pero no se produjo ningún milagro, y pronto perdieron interés. Creo que para saber lo que aquellas palabras decían se requería una atención y una devoción que ninguno de ellos —excepto quizás el viejo Edgar— poseía. Aceptaban con gusto su estricta piedad, y silencio, y represión sexual, todo ello irreflexivamente, junto con unas cuantas trivialidades sobre Jesús y Moisés y Noé; sin embargo, estaban abrumados por el esfuerzo que requería entender la literatura que formaba la verdadera fuente de su religión.
Una vez le pregunté al viejo Edgar por qué no había robots en Maugre y me respondió:
—Nos llevó diez años limpiar el lugar de esos agentes de Satanás.
Pero, cuando le pregunté cómo lo había hecho, no me contestó. Podían dedicar diez años a una cosa como ésa, pero no tomarse el tiempo que yo estuve con ellos para entender de verdad lo que significaba «Satanás», una palabra que ahora sé que significa «enemigo».
Antes de la muerte de Annabel, supongo que estaba lo bastante contento como para vivir con ellos. Y la comida era excelente: el puré de patatas y el «strudel» y las galletas y la carne de cerdo (ellos ni siquiera habían oído hablar de la carne de mono) y las tortillas y las sopas. Había sopa de pollo y sopa de verduras y sopa de guisantes y sopa de col y sopa de lentejas, todas ellas servidas calientes con galletas.
Y, durante aquellos meses, hubo algunas veces en que experimenté una cosa que había aprendido a experimentar en la prisión, un sentido de comunidad. Podía estar sentado a la mesa, en la cocina, con toda la familia en silencio a mi alrededor, comiendo sopa, y sentir una especie de calor espiritual que empezaba en el estómago y se extendía por todo el cuerpo, sintiendo la presencia de aquella plácida, fuerte y trabajadora gente. Se tocaban bastante entre ellos, sólo pequeños toques, como el suave poner una mano sobre un brazo o un ligero toque de codos, mientras estaban sentados a la mesa cerca unos de otros. Y también me tocaban a mí; al principio, con una amable timidez pero, luego, de un modo más informal, con más facilidad. Lo que había sentido hacia los otros hombres en la prisión, me había preparado para esto y llegó a gustarme, incluso llegué a necesitarlo. Por eso, aún voy allí de vez en cuando. Sólo para estar con ellos, tocarles y sentir su presencia humana.
Pero, a diferencia de las familias de las películas que había visto, los Baleens apenas se hablaban unos a otros. Después de mis lecturas nocturnas, encendían la enorme pantalla de televisión detrás del atril. Se oía el rumor del generador de gasolina que estaba en el suelo detrás de ella, y luego la pantalla se iluminaba con los hológrafos de deslumbrantes colores de espectáculos mentales —formas abstractas y colores hipnóticos y música ensordecedora— o espectáculos de sexo-y-dolor o espectáculos de pruebas-por-fuego, y todos miraban en silencio, igual que en los internados o en una clase de la escuela superior, hasta la hora de (acostarse. A veces, la gente se levantaba e iba a la cocina a buscar un trozo de pollo frito o una lata de cerveza o unos cacahuetes (la cerveza y los aperitivos eran traídos del Paseo en carretillas, cada diez días más o menos), pero nunca había conversación en la cocina; nadie deseaba romper el talante de las películas.
Mas, a pesar de que había mirado la televisión del mismo modo muchas veces en el transcurso de mi vida, encontré que ya no podía verla más y no pensar. «Entrégate a la pantalla», nos habían enseñado. Era tan básico como: «No hagas preguntas; relájate.» Pero ya no podía entregarme. Ya no quería mantener mi mente en silencio, o utilizarla como vehículo para el placer desconectado; quería leer, y pensar, y hablar.
Algunas veces, después de la muerte de Annabel, estuve tentado de ingerir los soporíferos que había por la casa en platos de cerámica para caramelos, pero entonces pensaba en Mary Lou y en mi decisión cuando el viejo Baleen me ofreció soporíferos antes de llevarme al «Lago de Fuego que arderá eternamente», y no utilicé drogas.
Era bueno sentir el calor que se derivaba del hecho de formar parte de una familia, despertar a veces por la noche en la habitación que compartía con Rod y oírle roncar suavemente y percibir la presencia de toda aquella gente en la casa. A veces, sentía que, en mi interior, estaba empezando a nacer algo muy bueno. Pero entonces se encendía la gran televisión, o la gente se retiraba a sus habitaciones, y sentía que me volvería loco si no había conversación. Los prisioneros con los que había vivido hablaban siempre que podían, y tenían que esperar la oportunidad de hacerlo, como el rato de que disponíamos en la playa. Pero los Baleen eran diferentes; estaban a gusto con la compañía de los demás; más no tenían nada que decir excepto algo ocasional, como «Loado sea el Señor».
Así, pues, los veo sólo lo suficiente para conservar un mínimo contacto humano. Parece ser suficiente. Desde que me trasladé aquí, mediado el verano, he escuchado discos de «Sears» y he escrito mi Diario en libros de contabilidad de «Sears» y he leído libros. Sentado durante el día en mi balcón que da al océano, con Biff, ahora más gordo, a mi lado, o utilizando lámparas de queroseno en la gran habitación abajo, por las noches, he leído más de cien libros. Y he escuchado, una y otra vez, grabaciones de las sinfonías de Mozart y Brahms y Prokofiev y Beethoven, y música de cámara, y operetas, y diversos trabajos musicales de Bach y Sibelius y Dolly Parton y Palestrina y Lennon. Aún más que los libros, esta música, a veces, aumenta mi sentido del pasado. Y el ensanchamiento de ese sentido, el crecimiento de mis simpatías hacia afuera de lo que había sido el pequeño centro, entrenado en internado, de mí mismo; el crecimiento hacia atrás en el tiempo para incluir generaciones de compañeros que han vivido en la misma tierra que yo, ha sido la pasión de estos meses en que he vivido solo.
Ahora, me hallo sentado ante la mesa de roble de la cocina, escribiendo este Diario en un nuevo libro de contabilidad, con un bolígrafo «Sears». Biff está enroscado en una silla a mi lado, dormido. Tengo media botella de whisky —«J. T. S. Brown Bourbon»— y un jarro de agua y un vaso sobre la mesa. La tarde declina y la luz de otoño se filtra por la ventana que hay sobre el fregadero. Hay dos lámparas de queroseno colgadas del techo, por encima de la mesa, y las encenderé cuando se haga necesario. Después de escribir un rato, prepararé algo de comer para Biff y para mí y, probablemente, encenderé el generador de abajo y escucharé un disco o dos, si creo que puedo gastar la gasolina para ello.
Tenía la intención, al iniciar este Diario, de resumir lo que he aprendido de la Historia humana y cómo esa historia parece estar llegando al final. Pero, después de pensar en ello durante tanto tiempo, la perspectiva de intentar hacerlo de verdad, es más de lo que soy capaz de hacer. Muchas veces, aún me siento vencido por un deseo de tener a Mary Lou conmigo de nuevo; y lo siento ahora, pensando en la dificultad de la tarea. No hay duda de que la mente de Mary Lou es mejor que la mía. Quizá no tenga la paciencia que yo he demostrado en mis estudios; pero me encantaría poseer algo de lo que he llegado a reconocer, como su rapidez y vigor intelectuales, y su rápida comprensión. También tenía un entusiasmo del que yo carezco.
No estoy seguro de amarla todavía. Ha pasado mucho tiempo y han ocurrido muchas cosas. Y aún estoy afligido por Annabel.
Al escribir esto, me encuentro mirándome las muñecas, las blancas cicatrices que hay en cada una de ellas, en donde aquellas manillas de la prisión me laceraron bajo el cuchillo, en la fábrica.
Estaba dispuesto a morir entonces, en aquel momento de mi vida, a desangrarme bajo aquel cuchillo o a quemar mi cuerpo con gasolina, unirme a la larga y triste lista de suicidios. Hubiera muerto debido a la soledad y a la pérdida de Mary Lou.
Bien. No morí. Y una parte de mí todavía ama a Mary Lou, aunque no he dado ningún paso para ir hacia el Norte a encontrarla desde hace mucho tiempo. A veces, pienso en encontrar una carretera que tenga autobuses a campo traviesa y tomar uno hasta Nueva York, tal como vine de Ohio la primera vez, hace tanto tiempo. Pero eso sería una locura. La antena del autobús podría detectarme como fugitivo. Y ya no tengo ninguna tarjeta de crédito; me la quitaron en la prisión.
Qué diferente soy ahora de lo que era entonces. Y qué fuerte es mi cuerpo. Y qué poco miedo tengo.
Pronto abandonaré Maugre. Mientras todavía estemos en la Caída del Año.