DÍA CIENTO TREINTA Y DOS

Durante once días he estado abatido. Por las tardes, no me he molestado en ir a mirar el océano cuando llego al final de mi hilera, y no he tratado de escribir por las noches. Mi mente se halla tan vacía como puedo conseguir mientras trabajo —sólo me concentro en el denso olor rancio de las plantas de Proteína 4.

Los guardias no dicen nada, pero todavía los odio. Es todo lo que realmente siento. Sus gruesos, lentos cuerpos y sus rostros débiles son como las sintéticas y gomosas plantas que alimento. Son —la frase es de Intolerancia— una abominación a mi vista.

Si tomo cuatro o cinco soporíferos, no es desagradable ver la TV. Mi pared TV es buena, y siempre funciona.

Ya no me duele el cuerpo. Ahora está fuerte, y mis músculos son firmes y duros. Estoy tostado por el sol, y mis ojos son claros. Tengo duros callos en las manos y en las plantas de los pies, y trabajo bien y no me han vuelto a pegar. Pero la tristeza ha vuelto a mi corazón. Me ha venido lentamente, día a día, y me encuentro más desesperado que durante los primeros días de estar en la prisión. Todo parece desesperanzador.

Los días pasan, a veces, sin que piense en Mary Lou. Sin esperanza.