DÍA UNO
Spofforth sugirió que hiciera esto. Hablar en el magnetófono por las noches, después del trabajo, y tratar de lo que he hecho durante el día. Me dio BB's extra sólo para esto.
El trabajo, a veces, es pesado; pero puede tener sus recompensas. He dedicado cinco días a esto ahora; éste es el primero en el que me he sentido lo bastante cómodo con la pequeña grabadora como para empezar a hablar de mí mismo en ella. ¿Y qué puedo decir acerca de mí mismo? No soy una persona interesante.
Las películas son frágiles y hay que manipularlas con el mayor cuidado. Cuando se rompen —como ocurre con frecuencia— debo pasar un buen rato empalmándolas de nuevo con esmero. Intenté que el Decano Spofforth me asignara un robot técnico, quizás un robot deficiente mental entrenado como dentista o en alguna clase de trabajo de precisión, pero Spofforth se limitó a decir:
—Eso resultaría demasiado caro.
Y estoy seguro de que está en lo cierto. Así, pues, ensarto las películas en unas extrañas y viejas máquinas llamadas «proyectores», y me aseguro de que estén adecuadamente ajustadas y, luego, empiezo a proyectarlas sobre una pequeña pantalla situada encima de mi mueble cama-mesa. El proyector siempre hace ruido. Pero incluso mis pasos resuenan extraordinariamente en el sótano de la vieja biblioteca. Jamás viene nadie aquí, y el moho crece en las antiguas paredes de acero inoxidable.
Entonces, cuando aparecen palabras en la pantalla, paro el proyector y las leo en voz alta para grabarlas. Algunas veces esto sólo me lleva un momento; por ejemplo, en las palabras «¡No!» o «Fin»; así, pues, dudo muy poco antes de pronunciarlas. Pero, otras veces, se trata de frases y pronunciaciones más difíciles y, entonces, tengo que estudiar mucho rato antes de estar seguro de la dicción. Una de las más difíciles fue uno de esos fondos negros que aparecen en la pantalla después de una escena sumamente emotiva en la que una mujer joven había expresado preocupación. Sólo decía: «Si el Dr. Carrothers no llega pronto, seguro que Madre pierde los sentidos.» ¡Ya pueden ustedes imaginar el problema que tuve con ella! Y otra decía: «Sólo el pájaro burlón canta en el margen de los bosques»; se lo decía un viejo a una joven.
Las películas mismas son a veces fascinantes. Ya he visto más de las que puedo contar y aún quedan más. Todas son en blanco y negro, y se mueven a sacudidas, como la del enorme simio de Vuelve Kong. Todo en ellas es extraño, no sólo la forma en que los personajes se mueven y reaccionan. Hay —¿cómo puedo decirlo?— la sensación de estar implicados con ellos, la sensación de que grandes olas de sensibilidad les bañan. Sin embargo, para mí, algunas veces son tan confusos y sin sentido como la pulida superficie de una piedra. Por supuesto, no sé lo que es un pájaro burlón. O lo que significa «Dr.». Pero es algo más que eso lo que me perturba, más incluso que la extrañeza, la sensación de antigüedad acerca de la vida que ellos llevan. Es la insinuación de emociones que son totalmente desconocidas para mí —emociones que todos los miembros que antiguamente habían asistido a la proyección de estas películas sentían antaño, y que ahora se han perdido para siempre. Es tristeza lo que siento con más frecuencia. Tristeza. «Sólo el pájaro burlón canta en el margen de los bosques.» Tristeza.
A menudo, como en mi cama-mesa. Una taza de sopa de lentejas con carne de mono. O una barra de soja. El servo-portero ha sido programado para que me traiga de la cafetería de la escuela lo que yo le pida para comer. Algunas veces me siento y paso una parte de la película una y otra vez, mientras como despacio, intentando adentrarme en ese oscuro pasado. No puedo olvidar algunas cosas que veo allí. A veces, es una escena en la que aparece una niñita llorando sobre una tumba, en un campo. O un caballo en la calle de una ciudad con un sombrero en la cabeza y del que le sobresalen las orejas. O un viejo que bebe en grandes jarras de cristal y ríe silenciosamente en la pantalla. Algunas veces, viendo estas cosas, me lagrimean los ojos.
Y, luego, durante días, el sentimiento se va y sigo afanosamente, pasando una película entera de dos rollos desde el principio hasta el final de una manera casi mecánica: «"Biograph Pictures" presenta El lamento de Margarita. Dirigida por John W. Kiley. Protagonizada por Mary Pickford...» Y así hasta llegar a la palabra «Fin». Luego, paro la grabadora y saco la pequeña bola de acero y la pongo en su compartimiento, en la hermética caja negra que contiene la película. Y, entonces, sigo con la siguiente.
Ésa es la parte pesada de la tarea, y, cuando ya no puedo más, me sostengo con marihuana y siestas.