SIETE
Aquí, en Nueva York, cuando paseo sola por la nieve observo los rostros. No siempre son suaves, no siempre vacíos, no siempre estúpidos. Algunos son ceñudos, están concentrados, como si algún pensamiento difícil intentara prorrumpir en palabras. Veo hombres de mediana edad con delgados cuerpos y pelo gris y ropas brillantes, con los ojos vidriosos, perdidos en sus pensamientos. Los suicidios por inmolación abundan en esta ciudad. ¿Están pensando en la muerte, los hombres? Nunca les pregunto. No se hace.
¿Por qué no nos hablamos los unos a los otros? ¿Por qué no nos agrupamos contra el frío viento que sopla por las calles vacías de esta ciudad? Una vez, hace mucho tiempo, había teléfonos privados en Nueva York. La gente se hablaba entonces —quizás a distancia, de forma extraña, con sus voces adelgazadas y artificiales por culpa de la electrónica; pero se hablaba. Del precio de los comestibles, de las elecciones presidenciales, de la conducta sexual de sus hijos adolescentes, de su temor al tiempo y de su temor a la muerte. Y leían, oyendo las voces de los vivos y de los muertos que les hablaban en elocuente silencio, en contacto con un murmullo de habla humana que debía de llenar la mente de una manera que decía: «Soy humano. Hablo y escucho y leo.»
¿Por qué nadie puede leer? ¿Qué ocurrió?
Tengo un ejemplar del último libro publicado por «Random House», en otro tiempo un lugar de negocios que hacía que los libros fueran impresos y vendidos por millones. El libro se titula El rapto; fue publicado en 2189. En la guarda del libro hay una declaración que empieza: Con esta novela, quinta de una serie, «Random House» cierra sus puertas editoriales. La abolición de los programas de lectura en las escuelas durante los últimos veinte años ha ayudado a que esto se produjera. Con pesar... Etcétera.
Bob parece saberlo casi todo; pero no sabe cuándo o por qué la gente dejó de leer.
—La mayoría de la gente es demasiado perezosa —dijo—. Sólo quieren distracciones.
Quizá tiene razón, pero, a decir verdad, no siento que la tenga. En el sótano del edificio de apartamentos en el que vivimos, un edificio muy viejo que ha sido restaurado muchas veces, hay una frase crudamente rotulada en la pared que está cerca del reactor: ESCRIBIR CHUPA. La pared está pintada de un color verde institucional, y rascado en la pintura hay crudos dibujos de penes y senos de mujeres y de parejas realizando sexo oral o golpeándose el uno al otro; pero éstas son las únicas palabras: ESCRIBIR CHUPA. No hay pereza en esa declaración, tampoco en el impulso de escribirla rascando la dura pintura con la punta de una uña o de un cuchillo. Lo que pienso cuando leo esa áspera, declarativa frase, es cuánto odio hay en ella.
Quizás el horror y la frialdad que veo en todas partes existen porque no hay niños. Ya nadie es joven. Jamás he visto a nadie más joven que yo. Mi única idea de la infancia procede del recuerdo, y de la obscena charada de esos niños robot del zoo.
Debo de tener por lo menos treinta años. Cuando nazca mi niño, no tendrá compañeros. Estará solo en un mundo de gente vieja y cansada que han perdido el don de vivir.