CINCO
Nos trasladamos a este apartamento una semana después de que despidieran a Paul, y al paso de los meses ha llegado a gustarme bastante. Bob ha intentado conseguir robots de reparación y mantenimiento para arreglar las paredes desconchadas y poner papel nuevo y reparar los quemadores de la cocina y volver a tapizar el sofá, pero hasta ahora no ha tenido suerte. Probablemente, él es el poder más alto en Nueva York; al menos, yo no conozco a ninguna otra criatura con más autoridad. Pero no puede conseguir que se haga mucho. Cuando era una niña, Simon solía decirme que las cosas estaban dejándose de lado y eliminándose. «La Era de la Tecnología se ha oxidado», decía. Bueno, ha empeorado en los cuarenta amarillos que hace que murió Simon. De todos modos, no se está muy mal aquí. Yo mismo limpio las ventanas y friego el suelo, y hay mucha comida.
He aprendido a disfrutar bebiendo cerveza durante mi embarazo, y Bob conoce un lugar en donde hay un suministro inagotable que procede de una cervecería automatizada. De cada tres o cuatro latas sale una rancia, pero es bastante fácil verterla por el lavabo. El desagüe de la pila también está obstruido.
El otro día, Bob me trajo de los archivos un antiguo cuadro pintado a mano, para colgarlo sobre una mancha fea y grande que hay en la pared de la sala de estar. Había una pequeña placa de bronce en el marco, y pude leerla: Pieter Brueghel, «Paisaje con la caída de Ícaro». Es muy bonito. Puedo verlo cuando levanto la vista de la mesa en la que estoy escribiendo estas líneas. Hay una masa de agua en el cuadro —un océano o un gran lago— y, alzándose fuera del agua, hay una pierna. No lo entiendo; pero me gusta la quietud del resto de la escena. Excepto esa pierna, que chapotea en el agua. Podría intentar conseguir un poco de pintura azul y pintar encima.
Bob tiene una manera de reanudar una conversación días después de haber pensado yo que habíamos terminado con ella. Supongo que tiene que ver con la forma en que su mente almacena información. Dice que es incapaz de olvidar nada. Pero si eso es verdad ¿por qué tuvo que trabajar en aprender cosas durante su entrenamiento inicial?
Esta mañana, mientras yo estaba desayunando y él permanecía sentado conmigo, empezó a hablar otra vez de los autobuses telepáticos. Supongo que había estado pensando en ello mientras yo dormía. A veces, cuando me levanto de la cama por la mañana y le encuentro sentado en la sala de estar con las manos dobladas bajo la barbilla o paseando por la cocina, me parece un fantasma. Una vez, le ofrecí enseñarle a leer para que tuviera algo que hacer por la noche, pero se limitó a decir: «Ya sé demasiado, Mary.» No continué.
Estaba comiendo un bol de copos de proteínas sintéticas, cuyo gusto no me agradaba mucho, cuando Bob dijo:
—El cerebro de un autobús telepático no está despierto todo el tiempo. Sólo receptivo. Quizá no fuera demasiado malo tener un cerebro así. Sólo receptividad y un sentido limitado de intención.
—He conocido gente así —dije, masticando los duros copos.
No le miraba; estaba quieta, bastante adormilada, con la mirada clavada en el brillante dibujo de identificación en la parte lateral de la caja de cereales. Presentaba un rostro del que todo el mundo presumiblemente se fiaba —pero cuyo nombre nadie conocía—, un rostro sonriendo sobre un gran bol de lo que eran claramente copos de proteínas sintéticas. El dibujo del cereal era, claro está, necesario para que la gente supiera lo que contenía la caja, pero me había estado preguntando por el significado del dibujo del hombre. Me veo obligada a decir de Paul que te tiene preguntándote sobre cosas como ésa. Siente más curiosidad por los significados de las cosas y cómo te hacen sentir, que nadie a quien yo haya conocido jamás. Debo de haber cogido algo de esto de él.
El rostro de la caja era, Paul me lo había dicho, el rostro de Jesucristo. Se utilizaba para vender muchas cosas. «Veneración rudimentaria» era el término que Paul leyó en alguna parte y que se suponía era la idea que se perseguía, probablemente cien o más azules atrás, cuando se planificaron todas estas cosas.
—Todo lo que hace el cerebro de un autobús —decía Bob— es leer la mente de un pasajero que piensa en un destino y, entonces, encontrar un camino para conducirle allí sin que produzca ningún accidente. Probablemente, no es una vida mala.
Le miré.
—Si te gusta rodar por ahí sobre ruedas —le dije.
—Los primeros modelos de autobuses telepáticos que se hicieron en los trabajos de «Ford» eran telépatas de «dos direcciones». Transmitían música o pensamientos agradables a las cabezas de sus pasajeros. Algunos de la noche enviaban pensamientos eróticos.
—¿Por qué ya no lo hacen? ¿Se estropeó el equipo?
—No —respondió—. Como te dije, los autobuses telepáticos son diferentes del resto de la chatarra. No se descomponen. Lo que ocurrió fue que nadie bajaba de los autobuses.
Afirmé con la cabeza. Luego, dije:
—Yo lo hubiera hecho.
—Pero tú eres diferente —dijo—. Tú eres la única mujer no programada en Norteamérica. Y estoy seguro de que eres la única que está embarazada.
—¿Por qué estoy embarazada si nadie más lo está? —pregunté.
—Porque no usas píldoras ni marihuana. Durante los últimos treinta años, la mayoría de drogas han contenido un agente inhibidor de la fertilidad. Comprobé algunas cintas de control en la biblioteca después de que surgiera el tema entre nosotros, el otro día. Hubo un Plan Dirigido para reducir la población durante un año. Una decisión de computadora. Pero algo salió mal, y nunca más se restableció.
Era asombroso. Por un momento, permanecí sentada, pensando en ello. Otro error de funcionamiento del equipo, u otra computadora fundida, y no más niños. Nunca.
—¿Podrías hacer algo? Arreglarlo quiero decir.
—Quizá —dijo—. Pero no estoy programado para reparar.
—Oh, vamos, Bob —dije, repentinamente irritada—. Apuesto a que podrías pintar esas paredes y arreglar el fregadero si quisieras hacerlo de verdad.
No dijo nada.
Me sentía extraña, molesta. Algo acerca de nuestra conversación sobre la falta de niños en el mundo —algo que jamás había observado hasta que Paul me lo había indicado— me preocupaba.
Le miré duramente, con esa mirada que Paul llama mística y por la que dice que me ama.
—¿Los robots pueden mentir? —le pregunté.
No respondió.