DÍA CUARENTA Y SEIS

Ahora hace tres días que Mary Lou está aquí. Los dos primeros durmió hasta mediodía, después de decirme que no la molestara. Pasé las mañanas trabajando con una película acerca de hombres que iban desnudos hasta la cintura y que vivían en un modelo de veleros que podían cruzar un océano. Mayormente, los hombres luchaban unos con otros con cuchillos y espadas. Decían cosas como: «¡Voto al chápiro! » y «Soy el dueño de los mares». Era interesante; pero Mary Lou absorbía demasiado mis pensamientos para que pudiera prestarle gran atención.

Esos dos días sólo trabajé por las mañanas, porque, por alguna razón, era reacio a dejar que me viera en mi trabajo. No sé por qué, pero no quería que supiera nada de la lectura.

Y, entonces, al tercer día entró en mi habitación y llevaba un libro en la mano. Su aspecto era sorprendente: llevaba uno de los pijamas que yo le había dado, y la parte superior estaba desabrochada de forma que podía ver el lugar entre los senos. Llevaba una cruz en el cuello. Podía ver su ombligo.

—Eh, ¡mira! —dijo—. Mira lo que he encontrado.

Me ofreció el libro.

La chaqueta del pijama se ajustó al gesto, y uno de sus pezones se hizo visible por un breve instante. Yo estaba confundido, y debía de parecer un tonto allí, de pie, tratando de no mirar. Observé que iba descalza.

—Tómalo —dijo, y prácticamente puso a la fuerza el libro en mi mano.

Tras otro momento de confusión, lo cogí. Era un libro pequeño, sin la tapa dura que yo creía que tenían todos los libros.

Miré la portada. El dibujo que había —amarillo y azul descolorido— no tenía ningún sentido. Era un modelo de cuadrados oscuros y claros, con formas de aspecto extraño sobre algunos de ellos. El título era Desenlaces básicos de ajedrez y el nombre del autor, Reuben Fine.

Lo abrí. El papel estaba amarillo, y había pequeños diagramas de cuadrados blancos y negros con un montón de cosas escritas que parecían carecer de sentido.

Volví a mirar a Mary Lou, después de haber recobrado un poco la calma. Debió de notar cómo había actuado, porque se había abrochado la chaqueta del pijama. Se pasaba los dedos por el pelo, intentando peinarlo.

—¿De dónde lo sacaste? —pregunté.

Me miró pensativa. Luego, preguntó:

—¿Es..., es un «libro»?

—Sí —respondí—. ¿Dónde lo encontraste?

Miraba fijamente mis manos. Luego exclamó:

—¡Jesús!

—¿Qué?

—Es sólo una expresión —dijo. Luego tomó una de mis manos y dijo—: Vamos. Te enseñaré, dónde lo encontré.

La seguí como un niño, cogido de su mano. Su contacto me hacía sentir violento y quería soltarme, pero no sabía cómo hacerlo. Ella parecía llena de fuerza y determinación; yo estaba confundido y desorientado.

Me llevó por el corredor más lejos de lo que había estado yo antes, a la vuelta de una esquina, y por una puerta doble y, luego, por otro corredor. Había puertas a todo lo largo, y algunas de ellas se hallaban abiertas. Las habitaciones parecían estar vacías.

La mujer pareció adivinar lo que yo estaba pensando.

—¿Has estado antes tan abajo? —me preguntó.

Sentí cierta vergüenza por no haberlo hecho. Pero nunca había pensado en mirar todas esas habitaciones. No parecía apropiado. No respondí, y ella dijo:

—Cerraré esas puertas luego. —Y después—: No podía dormir anoche, así que me levanté al cabo de un rato y empecé a explorar. —Se rió—. Simon siempre decía: «Registra tus alrededores, querida amiga.» Así, pues, he estado paseando por los pasillos, como Lady Macbeth, y abriendo puertas. La mayoría de las habitaciones estaban vacías.

—¿Qué es Lady Macbeth? —pregunté, intentando iniciar una conversación.

—Una persona que va por ahí en pijama —respondió.

Al final del nuevo pasillo en el que nos hallábamos había una puerta grande de color rojo, abierta. Me condujo hasta ella, y mientras entrábamos en la habitación, finalmente me soltó la mano.

Miré atentamente a mi alrededor. Las paredes de acero de la habitación se hallaban cubiertas de estanterías que, al parecer, estaban hechas para contener libros. Había visto una habitación algo parecida en una película —salvo que había grandes cuadros en una de las paredes de esa habitación, y mesas y lámparas. Ésta sólo tenía estanterías. La mayor parte de ellas estaban vacías y cubiertas de polvo. Había una

alfombra roja en el suelo, con grandes manchas de moho. Pero una pared, al fondo de la habitación, tenía lo que debían ser cien libros.

—¡Mira! —dijo Mary Lou. Y corrió hacia la estantería. Pasó la mano, muy suavemente, a todo lo largo de una de ellas—. Simon me dijo que había libros. Pero no tenía idea de que hubiera tantos.

Puesto que yo sabía algo ya de los libros, me hizo sentir más cómodo —más confiado— inspeccionarlos lentamente. Saqué uno de una estantería. La portada tenía una versión diferente del mismo modelo de cuadrados, y el título rezaba: Paul Morphy y la Edad de Oro del Ajedrez. En su interior había los mismos diagramas que en el primero, pero más escritura del tipo corriente.

Tenía el libro abierto, intentando adivinar lo que la palabra «ajedrez» podría significar, cuando Mary Lou habló:

—¿Qué es exactamente lo que haces con un libro?

—Leerlo.

—Ah —dijo. Y luego—: ¿Qué significa «leerlo»?

Incliné la cabeza. Luego empecé a pasar las páginas del libro que tenía en mis manos y dije:

—Algunas de estas marcas representan sonidos. Y los sonidos forman palabras. Miras las marcas y los sonidos vienen a tu mente y, después de practicar suficiente tiempo, empiezan a sonar como si oyeras hablar a una persona. Hablar, pero en silencio.

Me miró con fijeza durante un buen rato. Luego cogió un libro de la estantería, algo torpemente, y lo abrió. Lo encontraba algo difícil y extraño de manipular, como yo un amarillo antes. Miró las páginas, las rozó con los dedos, y luego me devolvió el libro, con el rostro en blanco.

—No entiendo —dijo.

Empecé a explicarlo otra vez. Luego dije:

—Puedo decir en voz alta lo que estoy leyendo. Es lo que hago en mi trabajo: leer y luego decirlo en voz alta.

Frunció el ceño.

—Sigo sin entender.

Me miró a mí, luego a los libros que estaban en las estanterías de acero, y luego a la mohosa alfombra del suelo, a sus pies.

—¿Tu trabajo es... leer libros?

—No. Leo algo más. Algo llamado películas mudas. —Le cogí el libro—. Diré en voz alta, si puedo, lo que leo. Quizás eso lo haga comprensible.

Afirmó con la cabeza y abrí el libro hacia la mitad y empecé:

—En general, se prefiere cinco B a B cuatro, seguido de la Variación Lasker, ya que, mientras las Blancas pueden volver a ganar su peón, no obtienen un gran ataque. Se verá que, después del noveno movimiento de las Blancas, se llega a una posición bien conocida, y la mayoría de autoridades la consideran en favor de las Blancas.

Me pareció que lo leía bien, apenas tropezaba con las desconocidas palabras. No tenía ni idea de lo que aquello significaba.

Mary Lou se había puesto a mi lado y apretaba su cuerpo contra el mío mientras yo leía. Miraba atentamente la página. Luego me miró a la cara y preguntó:

—¿Decías cosas que oías en tu mente con sólo mirar el libro?

—Eso es —respondí.

Su cara estaba incómodamente cerca de la mía. Parecía haber olvidado todas las normas de la Intimidad —si es que alguna vez las conoció.

—¿Y cuánto tardarías en decirlo todo en voz alta...? —Me apretó el brazo y tuve que luchar para no saltar y apartarme de ella. Sus ojos se habían vuelto extraordinariamente intensos, de la manera en que a veces inquietantemente se volvían—. ¿Decir en voz alta todo lo que oyes en tu mente al mirar esas hojas de papel de ese libro?

Me aclaré la garganta, y me aparté un poco de ella.

—Todo un día, creo. Cuando el libro es fácil y no lo dices en voz alta, lo puedes hacer más aprisa.

Me arrancó el libro de la mano y lo sostuvo frente a su rostro, mirándolo tan intensamente que casi esperaba que empezara a decir las palabras a fuerza de concentración. Pero no lo hizo. Lo que dijo fue:

—¡Jesús! ¿Hay tanta..., tanta grabación BB silenciosa en esto? ¿Tanta... información?

—Sí —respondí.

—Dios mío —exclamó—, tendríamos que hacerlo con todos. ¿Cuál es la palabra?

—Leer.

—Eso es. Deberíamos leerlos todos.

Empezó a coger tantos libros como pudo, y yo, dócilmente, hice lo mismo. Los llevamos por los pasillos hasta mi habitación.