DÍA NOVENTA

Mi habitación —o «celda»— en la prisión no es mucho más grande que un pequeño autobús telepático, pero es cómoda y privada. Tengo una cama, una silla, una lámpara y una pared de TV con una pequeña biblioteca de grabaciones. La única grabación que he puesto hasta ahora es de un programa de baile-y-ejercicio, pero no tenía ganas de bailar y la quité antes de que terminara el programa.

Hay unos cincuenta prisioneros en celdas idénticas en el mismo edificio; todos salimos a trabajar juntos después del desayuno. Por las mañanas, trabajo en una fábrica de zapatos de la prisión. Soy uno de los catorce inspectores reclusos. Los zapatos se hacen, claro está, con equipos automáticos; mi tarea consiste en examinar un zapato de cada catorce para ver si tiene algún defecto. Un robot deficiente mental nos observa y se me ha advertido que si no cojo un zapato después de que el hombre situado a mi izquierda coja uno, cada vez, seré castigado. He descubierto que no es necesario mirar el zapato, así que no lo hago. Me limito a coger uno de cada catorce.

Puesto que estoy entrenado en Artes Mentales me resulta fácil pasar gran parte del tiempo de inspección de zapatos con suaves alucinaciones, pero, a veces, me espanta comprobar que hay un aspecto de mis alucinaciones sobre el que no tengo ningún control; con espantosa vivacidad, me vienen imágenes de Mary Lou a la mente. Estaré intentando divertirme con abstracciones alucinadas —colores y figuras sin forma—, cuando, sin avisar, veré el rostro de Mary Lou, con esa intensa y perpleja mirada. O a Mary Lou sentada en el suelo con las piernas cruzadas, en mi oficina, con un libro en el regazo, leyendo.

Cuando enseñaba, solía hacer un chistecito durante mi clase de alucinación-hasta-el orgasmo. Les decía a mis alumnos: «Ésta sería una buena técnica para aprender en caso de que fueran enviados a prisión.» Nunca provocó muchas risas, porque supongo que tienes que estar bien instruido en Clásicas —películas de James Cagney, por ejemplo— para entender la referencia a la prisión. De todas formas, es un chiste que solía hacer. Pero ahora no me alucino hasta el orgasmo —a pesar de que soy un experto en esta técnica. Por la noche, en mi celda, me masturbo —como supongo que hacen los otros prisioneros. Quiero reservar mis más íntimos pensamientos de Mary Lou para cuando estoy solo por la noche.

Nos dan dos cigarrillos y dos soporíferos con nuestra comida de la noche, pero yo he ido guardando los míos. Después de cenar, puedo oler el dulce aroma de la marihuana en el gran dormitorio de la prisión y oír la música de la TV erótica que viene de las otras celdas, e imaginar la sintética felicidad en los rostros de los otros prisioneros. De alguna manera, el pensar en eso, al escribirlo ahora, me hace estremecer. Quiero a Mary Lou aquí, conmigo. Quiero oír su voz. Quiero reír con ella. Quiero que me consuele.

Hace un año no hubiera sabido lo que estaba sintiendo. Pero, después de todas esas películas, sé de qué se trata: estoy enamorado de Mary Lou.

Es terrible. Estar enamorado es terrible.

No sé dónde está esta prisión. En alguna parte por el océano. Me trajeron aquí inconsciente y, cuando me desperté, me encontré con que un robot me estaba dando un uniforme azul. No pude dormir la primera noche; quería tener a Mary Lou conmigo.

La quiero. Nada más es real.