DÍA TREINTA Y TRES

Anoche no podía dormir. Estaba en la cama, despierto, mirando fijamente el techo de acero inoxidable que tiene mi habitación en los archivos. Varias veces empecé a llamar al servo-robot para pedir soporíferos, pero estaba decidido a no hacerlo. En cierto sentido, disfrutaba con la sensación de falta de sueño. Me levanté un rato y empecé a dar vueltas por la habitación. Es una estancia brillante, con una gruesa y pesada alfombra. Hay una mesa que se halla combinada con la cama y sobre la mesa está el Diccionario. Pasé casi una hora hojeando el libro y mirando las palabras. ¡Qué significados están encerrados en esas palabras, y qué sentido del pasado!

Decidí salir. Era muy tarde. No había nadie en las calles, y aunque Nueva York es una ciudad segura, me sentía tenso y un poco asustado. Algo bullía en mi mente y no podía dejarlo salir, y estaba decidido a no tomar un soporífero. Llamé a un autobús telepático y le ordené que me llevara al Zoo del Bronx.

Estaba solo en el autobús. Miraba por la ventana a medida que recorría el largo camino entre los «bungalows» y los solares vacíos de Manhattan. Contemplaba las luces de los edificios en donde algunas personas todavía estaban mirando la televisión. Nueva York es pacífica, sobre todo por la noche, pero pensé en toda esa gente, en esas vidas, viendo la televisión, y pensé: «No conocen nada del pasado, ni de su propio pasado ni del de nadie más.» Y, claro está, era cierto y yo lo había sabido toda mi vida. Pero, aquí, por la noche, solo en el autobús que cruzaba Nueva York hacia el zoo, lo percibí de la manera más fuerte, y la extrañeza que ello me produjo empezó a agobiarme.

La Casa de los Reptiles estaba oscura, pero no cerrada. Hice ruido cuando entré y oí a la chica, asustada, preguntar:

—¿Quién está ahí?

—Soy yo —respondí.

Y oí su jadeo y que decía:

—¡Dios mío! Ahora también por la noche.

—Creo que sí —dije.

Y, entonces, vi el resplandor de una luz que ella encendió con un mechero y, luego, la luz se hizo firme y vi que había encendido una vela. Debió de sacarla de su bolsillo. La puso en el banco.

—Bien —dije—, me alegro de que tenga luz.

Debía de estar durmiendo sobre el banco, ya que se estiró y luego dijo:

—Vamos. También podría sentarse aquí.

Así que avancé y me senté a su lado. Podía sentir cómo me temblaban las manos. Esperaba que ella no lo notara. Estuvimos un rato en silencio, sentados en el banco. No podía ver los reptiles en sus jaulas de cristal, tampoco hacían ningún ruido. La habitación estaba en silencio. La luz de la llama de la vela se movía sobre su rostro. Finalmente, habló:

—No debería estar usted en el zoo por la noche —dijo.

La miré.

—Tampoco usted.

Se miró las manos, que estaban cerradas sobre su regazo. Había algo delicado en su gesto. Lo había visto muchas veces en las viejas películas. Mary Pickford. Ella me miró. La luz de las velas suavizaba un poco la intensidad de su mirada.

—¿Por qué vino aquí? —me preguntó.

La miré largo rato antes de hablar y luego contesté:

—Por culpa de las palabras que utilizó usted el otro día. No he conseguido quitármelas de la cabeza. Usted dijo que iba a «memorizar su vida».

Hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—Al principio, no sabía lo que eso significaba —proseguí—, pero creo que ahora sí lo sé. De hecho, me parece que estoy intentando hacer lo mismo o algo parecido. No me refiero a mis primeros años de vida, ni a mi infancia, ni a mi vida en los internados o a cuando estaba en el colegio superior, sino la vida que estoy viviendo ahora, que he estado viviendo durante cierto tiempo. Estoy tratando de memorizar eso.

Me detuve. No sabía exactamente cómo seguir. Me miraba a la cara con atención.

—Entonces, no soy la única —dijo—. Quizás he iniciado algo.

—Sí —afirmé—, quizá lo ha hecho. Pero yo poseo algo que usted puede encontrar útil. ¿Sabe lo que es una grabadora?

—Creo que sí —respondió—. ¿No se dicen cosas y luego las repite? Es como cuando vas a una biblioteca a pedir información, y la voz que te la da no es una persona que hable entonces, sino una persona que habló algún tiempo antes.

—Sí —dije—. Eso es. Yo tengo una grabadora. Pensé que quizá le gustaría probarla.

—¿La ha traído ahora? —preguntó.

—Sí —respondí.

—Bien —dijo—. Eso podría ser interesante, pero necesitaremos luz.

Se levantó del banco, cruzó la habitación, se salió del resplandor de la vela y oí que abría algo. Y, entonces, oí un «click» y la habitación se inundó de claridad. El cristal de todas las jaulas resplandecía y, dentro, todos los reptiles, las iguanas, la pitón, los lagartos, los pesados cocodrilos marrones, permanecían sentados, inmóviles, en silencio entre toda aquella vegetación sintética. Volvió al banco y se sentó a mi lado. Pude ver ahora que su pelo estaba en desorden y que había arrugas en su rostro por culpa de haber dormido en el banco. Sin embargo, aun así se la veía fresca y muy despierta.

—Veamos la grabadora —dijo.

Rebusqué en un bolsillo y la saqué.

—Aquí está —dije—. Le enseñaré cómo funciona.

Debimos de estar más de una hora allí. La grabadora la fascinaba y preguntó si podía quedársela un tiempo, pero le respondí que era imposible, que yo tenía que utilizarla en mi trabajo y que eran muy difíciles de obtener. Por un momento, estuve a punto de decirle algo de la lectura y la escritura, mas algo me contuvo. Quizá se lo diría en otro instante. Cuando le dije que era hora de volver a donde yo vivía, preguntó:

—¿Dónde vive? ¿Dónde trabaja?

—En la Universidad de Nueva York —respondí—. Sólo estoy allí temporalmente este verano. Vivo en Ohio.

—¿Qué hace en la universidad? —inquirió.

—Trabajo con películas antiguas —le dije—. ¿Sabe lo que son películas?

—¿Películas? No —respondió.

—Bueno, las películas son como vídeo-discos. Una manera de grabar imágenes que se mueven. Se utilizaban antes de inventarse la televisión.

Sus ojos se dilataron.

—¿Antes de que inventaran la televisión?

—Sí —dije—, hubo un tiempo en el que la televisión no había sido inventada.

— ¡Dios mío! —exclamó—. ¿Cómo lo sabe?

A decir verdad, no lo sabía, pero había adivinado, contemplando las películas que había visto, que éstas eran anteriores a la televisión porque la gente que salía en esas casas familiares de las películas nunca tenían aparatos de televisión. La idea de la secuencia de acontecimientos y circunstancias —que las cosas no habían sido siempre iguales— era uno de los hechos extraños y chocantes que me habían ocurrido al enterarme de lo que sólo puedo llamar pasado.

—Es extraño —observó la chica—, pensar que puede no haber habido televisión antaño. Pero siento que puedo comprenderlo. Siento que comprendo muchas más cosas desde que he empezado a memorizar mi vida. Tienes la sensación de que una cosa viene detrás de otra y de que hay un cambio.

La miré.

—Buen Dios, sí —dije—. Sé lo que quiere usted decir.

Luego, tomé la grabadora y salí de la habitación. El autobús telepático estaba esperando. Empezaba a clarear el día. Algunos pájaros cantaban y pensé: «Sólo el pájaro burlón canta en el margen del bosque.» Pero al pensarlo esta vez, no sentí tristeza.

Cuando empecé a andar hacia el autobús, me sentía algo torpe. Experimentaba la sensación de que ella me hubiera hecho un gran servicio. El nerviosismo que me había llevado hasta el zoo a medianoche se había disipado como si me hubiese tomado dos tabletas de «Nembucaína»... Pero no sabía cómo agradecérselo; así, pues, me limité a volver sobre mis pasos dirigiéndome hacia el edificio y dije: «Buenas noches», y empecé a irme de nuevo.

—Espere —dijo, y me volví para mirarla.

—¿Por qué no me lleva con usted?

Tuve un sobresalto.

—¿Por qué? —dije—. ¿Para hacer el amor?

—Quizá —dijo—. No necesariamente. Me gustaría... utilizar su grabadora.

—No sé —dije—. Tengo un acuerdo con la universidad. No estoy seguro...

De repente, su rostro cambió. Se llenó horriblemente de ira, una ira tan grande como la que expresaban los rostros de algunos de los actores de las películas.

—Creía que usted era diferente. —Le temblaba la voz, pero la controlaba—. Creía que a usted no le importaba cometer Errores. Contra las Normas.

Su ira era muy inquietante. Mostrar enfado en público —y esto era, en cierto sentido, una cosa pública— era una de las peores faltas en que se podía incurrir. Casi tan mala como el que yo llorara fuera del «Burger Chef». Y entonces pensé en mí mismo, en mi llanto, y no supe qué decir.

Debió de interpretar mi silencio como señal de desaprobación, o como el inicio de un Retiro a la Intimidad, porque de repente dijo:

—Espere.

Salió aprisa de la Casa de los Reptiles mientras yo permanecía allí de pie, sin saber qué hacer. Volvió al instante. Llevaba una roca tan grande como su mano. Debió de sacarla de uno de los arriates de flores de afuera. La miré, fascinado.

—Deje que le enseñe algo acerca de los Errores y Normas de Conducta —dijo.

Retrocedió y arrojó la piedra al cristal delantero de la jaula de la pitón. Era asombroso. Hubo, primero, un gran ruido y la fachada de la jaula se hundió. Un gran triángulo de cristal se estrelló contra el suelo, a mis pies, y se rompió. Mientras yo permanecía allí, horrorizado, ella se acercó a la jaula, metió las dos manos en ella y sacó la pitón. Me estremecí; su confianza era abrumadora. ¿Qué ocurriría si la serpiente no fuera un robot?

Tiró de la pitón por la cabeza, le abrió la boca y se encorvó para escudriñar en su interior. La sostuvo fuera de la jaula, hacia mí, con la enorme boca abierta. Teníamos razón. Unos treinta centímetros más abajo de la garganta estaba la inequívoca batería nuclear de un robot de Clase D. Yo estaba demasiado horrorizado por lo que ella había hecho para poder decir algo.

Y mientras permanecíamos inmóviles en lo que debía de parecer un tableau de las viejas películas, ella sosteniendo triunfante la serpiente y yo observando con horror la magnitud de lo que acababa de hacer, se oyó un ruido súbito detrás de mí y me giré justo cuando la puerta situada entre dos de las jaulas de reptiles de la pared se abría, y un alto y fiero robot de Seguridad entraba a grandes pasos. Mientras se acercaba a nosotros, su voz anunció:

—Están ustedes arrestados. Tienen derecho a permanecer en silencio, pueden...

La mujer había mirado fríamente al robot, que era mucho más alto que ella. Y, entonces, le interrumpió bruscamente:

—Párate, robot —ordenó—. Párate y cállate.

El robot dejó de hablar. Estaba inmóvil.

—Robot —dijo ella—, toma esta maldita serpiente y fíjala.

Y el robot se acercó, tomó la serpiente en sus brazos y salió tranquilamente de la habitación.

Yo apenas sabía lo que experimentaba al ver todo esto. Era un poco como contemplar algunas de esas escenas violentas que se desarrollan en ciertas películas, como la de Intolerancia, en la que los grandes edificios de piedra se venían abajo. Te limitas a mirarlo y no sientes nada.

Pero entonces empecé a pensar y dije:

—Los Detectores...

Ella me miró. Su rostro estaba calmado.

—Tienes que tratar así a los robots. Los hicieron para servir a la gente, y todo el mundo lo ha olvidado ya.

—¿Para servir a la gente? —Sonaba como si pudiera ser cierto—. Pero, ¿qué me dice de los Detectores?

—Los Detectores ya no detectan más —me respondió—. Míreme. No me han detectado. Ni por robar bocadillos. Ni por dormir en un Lugar Público. Ni por abandonar la Reserva de Retiro sin volver.

No dije nada, pero mi rostro debía de expresar la conmoción que experimentaba.

—Los Detectores no detectan nada —repitió ella—. Quizá nunca lo hicieron. No tienen que hacerlo. Todo el mundo está tan condicionado desde la infancia, que nunca nadie hace nada.

—La gente se quema hasta morir —le hice observar—. A menudo.

—¿Y se lo impiden los Detectores? —dijo la mujer—. ¿Por qué los Detectores ignoran que la gente tiene pensamientos desequilibrados y suicidas y los reprimen?

Sólo pude afirmar con la cabeza. Ella tenía que tener razón, claro está.

Miré el cristal roto, en el suelo, y luego a la jaula rota con el árbol de plástico dentro, ahora inmóvil. Luego, la miré a ella, de pie en la Casa de los Reptiles a la brillante luz artificial, con calma, sin drogas, y —me lo temía— totalmente fuera de sí.

La mujer miraba la jaula de la serpiente pitón. De una de las ramas más altas del árbol de dentro colgaba fruta. Bruscamente, introdujo un brazo en la jaula y se estiró hacia la fruta, intentando cogerla.

La miré con atención. La rama estaba bastante alta, y ella tenía que ponerse de puntillas y estirarse tanto como podía sólo para tocar la fruta con las puntas de los dedos. La fuerte luz procedente del interior de la jaula transparentaba su vestido, y su cuerpo quedaba claramente delineado; era hermoso.

Arrancó la fruta, y permaneció un momento en equilibrio, como una bailarina, sin soltarla. Luego, la hizo bajar hasta los senos, la hizo girar en una de sus manos y la miró. Era difícil decir qué tipo de fruta era; parecía una especie de mango. Por un momento, pensé que intentaría comérsela, aunque estaba seguro de que era de plástico, pero entonces alargó el brazo y me la pasó.

—Seguro que no puede comerse —dijo.

Su voz era sorprendentemente tranquila, resignada.

La tomé.

—¿Por qué la cogió? —pregunté.

—No lo sé —respondió—. Parecía que era lo que tenía que hacer.

La miré durante largo tiempo sin decir nada. A pesar de las arrugas de la edad, y las de dormir, que había en su rostro, a pesar de que tenía despeinado el cabello, estaba muy hermosa. Y, sin embargo, no la deseaba, sólo experimentaba una especie de temor, una ligera sensación de miedo.

Luego, metí la fruta de plástico en uno de mis bolsillos y dije:

—Volveré a la biblioteca y tomaré un soporífero.

Se alejó, y miró de nuevo hacia la jaula vacía.

—De acuerdo —dijo—. Buenas noches.

Cuando regresé, puse la fruta encima del Diccionario que estaba sobre mi cama-mesa. Luego tomé tres soporíferos. Y dormí hasta hoy a mediodía.

La fruta aún está allí. Quiero que signifique algo; pero no significa nada.