DÍA VEINTISÉIS

Hoy, a mediodía, he visto otra inmolación.

Fue en el «Burger Chef», en la Quinta Avenida. A menudo voy allí a comer, ya que mi tarjeta de crédito NYU me permite con bastante generosidad más gastos extra de los que realmente necesito. Había terminado de comer mi hamburguesa de algas y estaba tomando un segundo vaso de té del samovar, cuando noté una especie de corriente de aire y oí que alguien decía: «iOh, mi!» Me giré sosteniendo mi vaso de té; y al otro extremo del restaurante se hallaban tres personas, sentadas en una cabina, en llamas. Las llamas parecían muy vivas en la algo oscurecida habitación, y al principio era difícil ver las personas que se estaban quemando. Pero, gradualmente, a medida que sus rostros empezaban a retorcerse y oscurecerse, las fui descubriendo. Todos eran viejos —mujeres, creo. Y, evidentemente, no había signo de dolor. Podían haber estado jugando a las cartas, pero allí estaban, quemándose hasta morir.

He querido gritar; pero, claro está, no lo he hecho. Y he pensado en tirar mi vaso de té sobre sus pobres cuerpos viejos que se estaban quemando, pero su Intimidad, está claro, me lo prohibía. Así que me he quedado de pie y he observado.

Dos servos han salido de la cocina y se han quedado cerca de ellos —supongo que para asegurarse de que no se propagaba el fuego. Nadie se ha movido. Nadie ha dicho nada.

Por fin, cuando el olor se ha hecho insoportable, me he ido del «Burger Chef». Pero me he detenido cuando he visto a un hombre mirando fijamente desde fuera, a través del escaparate, a la gente en llamas. Me he quedado junto a él un momento. Luego, he dicho:

—No lo entiendo.

El hombre me ha mirado, confusamente al principio. Y, luego, ha fruncido el ceño con gesto de disgusto y se ha encogido de hombros y ha cerrado los ojos.

Y me he sonrojado con turbación cuando me he dado cuenta de que estaba llorando. Llorando. En público.