El soldado Manuel Burt
—Estoy buscando a O’Brien —dijo—. El teniente Fairbrother quiere mandar unos informes a la sede del regimiento. ¡Por Dios! ¿Por qué nunca consigo encontrar a ese corneta cuando lo busco?
El cielo estaba oscuro todavía, pero hacia el este se veía gris. El cabo Foster se despertó, entonces, y se frotó los ojos. Empezó a hablar, pero de repente cambió de idea. Se tumbó boca abajo, dobló los brazos bajo la cabeza a modo de almohada y volvió a dormirse. Yo también me recosté, pero al cabo de unos segundos el sargento volvía a golpear los clavos de mis botas.
—¡Arriba! ¡Sal de aquí! —me ordenó—. ¡Venga! ¡Tú ya me sirves!
Me levanté y me puse a despotricar contra la unidad, pero Howie no me hizo ni caso.
—¡Vamos, Burt! —insistió—. El teniente nos espera... ¡Venga! ¡En marcha!
Me levanté y seguí al sargento hasta un viejo granero donde nos esperaban el teniente Fairbrother y Pat Boss, el sargento primero. Boss me entregó los informes y me dijo lo que tenía que hacer:
—Lo mejor es que vayas con el fusil cargado y preparado. No hay ninguna línea en el bosque y es posible que te topes con una patrulla alemana.
—De acuerdo —asentí.
—Te aconsejo que sujetes la bayoneta al fusil —añadió el teniente Fairbrother—. Ya me he cansado de decirles que siempre vayan con las bayonetas sujetas cuando se encuentran en el frente. ¡Ya me he cansado de decírselo! —dijo a modo de coletilla.
Su voz era aguda y nerviosa, como si fuera a golpear el escritorio de campaña con las palmas de las manos.
Saqué mi bayoneta y la sujeté al fusil.
—Sí, señor —dije.
Cuando salí, el cielo estaba más gris, pero aún no había suficiente luz para que me vieran, de manera que atravesé un campo abierto, repleto de hoyos formados por las explosiones de los proyectiles y de malas hierbas. Finalmente llegué a la carretera de Somme-Py, pero en todo momento mantuve los ojos y los oídos bien abiertos. Más adelante, me desvié de la carretera y me metí en el bosque, caminando con más precaución. Empezaba a encontrarme mejor. Recuerdo que pensé que si me tomaba una taza de café caliente aguantaría lo que fuera. Amaneció antes de que me diera cuenta; incluso entre los árboles se filtraba una luz apagada. El bosque era solitario y silencioso y me sentí aislado del mundo y completamente solo. Poco después encontré un camino que llevaba hacia la misma dirección que tenía que coger y lo seguí, pensando en muchas cosas que me venían a la cabeza. Llegué a una curva y allí mismo, a un lado del camino, había un joven soldado alemán. Estaba sentado con la espalda apoyada en un árbol, comiendo un trozo de pan de centeno. Me paré a observarlo durante varios minutos. El pan se desmenuzaba entre sus manos y el joven se inclinaba de vez en cuando hacia delante para coger las migas que habían caído al suelo. Me di cuenta de que no tenía su fusil consigo, pero llevaba varias armas de cinto. Me quedé ahí sin saber qué hacer. Lo primero que se me ocurrió fue volver por donde había venido y coger un atajo por el bosque hacia la derecha, aunque se me antojaba una opción cobarde.
Mientras estaba ahí, toqueteando mi fusil, el alemán se volvió y vio que lo observaba. Se quedó sentado donde estaba, mirándome fijamente como si estuviera paralizado y con la mano, que sostenía una miga de pan, a medio camino hacia su boca. Reparé en sus ojos castaños, en su piel de color marrón dorado, de un tono parecido al de una naranja. Sus labios eran carnosos, muy rojos, y estaba intentando dejarse bigote. Su vello era de color castaño oscuro y sedoso como las barbas del maíz, pero no le había crecido de manera uniforme sobre el labio. Al cabo de un momento se puso de pie y nos quedamos mirándonos durante un rato que me pareció largo, como si ninguno de los dos tuviéramos claro qué debíamos hacer.
De repente me acordé de lo que nos habían dicho acerca de los alemanes en el campamento militar y empecé a enfadarme con él. El joven también estaba empezando a enfadarse conmigo. Dejó caer el pan entre las hojas e hizo ademán de coger la pistola. En el mismo instante en que alcé mi fusil él levantó su arma, pero el que disparó primero fui yo. Pensaba: «A ver si se habrá creído que este camino le pertenece. A ver si se habrá creído que puede obligarme a escabullirme entre los árboles como si le tuviera miedo».
El alemán había conseguido ocultarse detrás de un árbol y estaba vaciando su pistola contra mí. Las balas me pasaron rozando, haciendo saltar la corteza que tenía encima de mi cabeza. En cuanto se le acabaron las balas, dio media vuelta y trató de huir a través del bosque. Yo me puse de rodillas, apunté con cuidado y le di entre los omóplatos. Cayó boca abajo y permaneció así tumbado hasta que consiguió levantarse, se tambaleó y se volvió para mirarme. Estaba asustado y sus ojos se movían nerviosamente. Le disparé la última bala que me quedaba y el muchacho volvió a caer. De nuevo trató de levantarse y de abalanzarse sobre mí con un cuchillo de trinchera, pero yo también corrí hacia él y cuando vi que levantaba la barbilla le clavé mi bayoneta. Entró justo debajo de su barbilla y le atravesó el paladar hasta penetrar en su cerebro. Gruñó una vez y murió incluso antes de desplomarse definitivamente en el suelo.
Me acerqué a él y tiré con fuerza de la bayoneta, pero no había forma de sacarla. Hundí los clavos de mis botas en su rostro y seguí tirando de la bayoneta, pero el pie me resbaló una y otra vez hasta que le arranqué la piel. Finalmente conseguí separar la bayoneta del fusil y entonces eché a correr a toda prisa por el camino. Llegué al borde del bosque y me oculté entre algunos arbustos hasta que dejé de temblar. Ya más sereno, llevé los informes a la sede del regimiento y les conté a los mensajeros que estaban allí lo que me había pasado con el alemán en el bosque. Todos se animaron y me pidieron que repitiera la historia varias veces. A la vuelta, no me apetecía pasar por el lugar en el que yacía muerto, pero pensé: «Yo no tengo la culpa de lo que ha pasado. El no hubiese dudado en matarme si yo no me hubiese adelantado».
Hice otro intento de extraer la bayoneta de su boca, pero ya no podía apoyar el pie en su cara. Mientras lo miraba, empecé a sentirme muy entusiasmado y me puse a reír. «Bien, aquí tenemos un alemanucho que ya no podrá hacer daño a nadie», dije, y le quité un anillo del dedo para guardarlo como recuerdo. Me lo puse en un dedo y le di varias vueltas. «Llevo un anillo del primer hombre que he matado», dije como si me dirigiera a un gran público, pero antes de llegar al frente me lo quité y lo lancé a la maleza. «No debería haberme puesto el anillo —pensé—, porque eso nos unirá para siempre.»
Recuerdo que todo esto ocurrió el día 2 de octubre porque al día siguiente nos atacaron y el ataque tuvo lugar el día 3 de octubre, según los archivos oficiales. No me podía quitar de la cabeza a ese alemán que yacía en el camino con mi bayoneta clavada en su cuerpo y un día hablé de él con Rufe Yeomans, que me aseguró que no tenía por qué sentirme culpable. Todos los muchachos con quienes hablé me dijeron lo mismo. Finalmente acabé olvidándome del todo de ese joven alemán.
Fue al término de la guerra, cuando me desmovilizaron, cuando volví a acordarme de él. Apareció de forma muy paulatina. Al principio tuve la sensación de que el anillo que le había robado estaba en mi dedo todavía y que no me lo podía quitar. Me despertaba de madrugada tirándome del dedo. Me sentía avergonzado porque tenía miedo, y entonces me recostaba de nuevo y trataba de dormir. Después empecé a soñar con él, sueños en los que le veía la cara. Y, una noche en la que me había desvelado del todo, percibí que estaba en la habitación conmigo, aunque no lo veía. Permanecí tumbado en la cama sabiendo que estaba allí conmigo. «Si me callo se irá —pensé—. No tengo nada que reprocharme. El mismo desaparecerá por iniciativa propia.»
Pero el alemán se resistía a desaparecer. Llegó un momento en que no me abandonaba ni siquiera durante el día. Estaba a mi lado cuando me despertaba por la mañana. Me acompañaba al trabajo. Ya no podía concentrarme en mis tareas y me despidieron. Decidí alquilar un piso en la calle Front, donde no me conocía nadie. Me cambié el nombre, pensando que así conseguiría zafarme de él, pero no fue así. Me encontró la primera noche y entró en el cuarto pequeño cuando fui a abrir la puerta.
Cuando lo noté a mi lado, me recosté sobre la cama y lloré. Comprendí que ya no valía la pena luchar contra él. No valía la pena seguir huyendo. Hasta ese momento no lo había visto mientras estaba despierto, pero aquella noche lo vi. De pronto apareció de la nada y se plantó al pie de mi cama y me miró fijamente. Veía las marcas que habían dejado los clavos de mis botas en su rostro. Mi bayoneta le salía de la barbilla, tan incrustada en su boca que la empuñadura apenas le tocaba el pecho. Entonces me habló:
—Saca esta bayoneta de mi cerebro.
A lo que respondí:
—Lo haría si pudiera, pero no puedo. Está clavada hasta el fondo.
Luego me entregó el anillo que había arrojado a los arbustos.
—¡Ponte mi anillo! —me ordenó—. ¡Llévalo en tu dedo!
Alargué la mano y me lo puso.
—Llévalo para siempre —dijo—. ¡Llévalo hasta el final de tus días!
Tenía la garganta seca y el corazón me latía a un ritmo des- controlado. Me cubrí los ojos con mis manos temblorosas y los cerré con fuerza, pero no había manera de borrarlo de mi vista. Ahí estaba, al pie de la cama, negándose a desaparecer. Finalmente volvió a hablarme y su tono era suave y perplejo:
—Cuando alcé la vista aquella mañana y te vi de pie en el camino, lo primero que se me ocurrió fue acercarme a ti y ofrecerte un trozo de pan. Tenía ganas de preguntarte cosas acerca de los Estados Unidos. Había muchas cosas de las que habríamos podido hablar. Tú habrías podido hablarme de tu casa y yo de la mía. Podríamos haber ido juntos al bosque a buscar nidos de pájaros, a reír y a charlar juntos. Entonces, cuando nos hubiéramos conocido mejor, te habría enseñado una fotografía de mi novia y te habría leído algunas frases de sus cartas —dijo, y se calló de repente para mirarme—. ¿Por qué no hice lo que quise hacer? —preguntó lentamente.
—¡No lo sé! —repuse.
Me incorporé y me apoyé en el respaldo de la cama, pero era incapaz de mirarlo a los ojos. El alemán permaneció en silencio y el que habló fui yo:
—Vi cómo te comías el pan antes de que te fijaras en mí. Antes de que te volvieras te sonreí porque me recordabas mucho a un chico de mi pueblo que siempre reía y contaba chistes. Se llamaba Arthur Cronin y tocábamos juntos en la orquesta de la escuela secundaria. Él también quería dejarse bigote, pero le crecía bastante mal y las chicas se burlaban de él. Al principio, quise sentarme a tu lado y decírtelo.
—¿Y por qué no lo hiciste? —quiso saber el joven.
—No lo sé.
—¿Por qué me mataste? —preguntó con tristeza—. ¿Por qué quisiste hacer eso?
—¡No volvería a hacerlo! —susurré—. ¡Por Dios que no lo haría!
El alemán movió la cabeza de un lado a otro y de repente levantó los brazos y los extendió.
—Lo único que sabemos es que la vida es dulce y dura poco. ¿Por qué la gente tiene que envidiarse? ¿Por qué nos odiamos? ¿Por qué somos incapaces de vivir en paz en un mundo tan hermoso y tan amplio?
Me tumbé boca arriba, me aplasté la boca con la almohada y golpeé el colchón con mis débiles manos. Sentía algo semejante al hielo saliendo de mi corazón y fluyendo hacia mi cabeza y hacia mis pies. Tenía las manos frías, además, y me sudaban a chorros, pero mis labios estaban resecos y no conseguía separarlos. Cuando ya no podía soportarlo más, me levanté de la cama de un brinco y me puse de pie en medio de la oscuridad del cuarto, temblando y con el cuerpo apretado contra la pared.
—No lo sé —musité—. No tengo respuestas a tus preguntas.
Entonces alguien que no era yo entró en mi cuerpo y empezó a gritar con mi voz y a golpear la puerta con mis manos.
—¡No lo sé! ¡No lo sé! ¡No lo sé! —dijo una y otra vez, subiendo progresivamente el tono.