El soldado Howard Virtue
«Yo haré lo mismo —me dije—. Mi vida es demasiado valiosa para derrocharla en un campo de batalla.» Me subí hasta el borde de la trinchera y me puse a recoger las hojas muertas, sin dejar de hablar conmigo mismo rápidamente. El sargento Donohoe salió detrás de mí y me convenció con paciencia de que regresara a nuestra línea.
Una vez ingresado en el hospital, temí que esos médicos tan listos se dieran cuenta de la artimaña, pero a ellos también los engañé. Me llevaron de vuelta a los Estados Unidos y luego me encerraron en este manicomio. La ironía de la situación es la siguiente: no puedo conseguir mi libertad aunque esté más cuerdo que cualquier hombre en la Tierra.
Tú eres un hombre razonable; permíteme que te haga una pregunta: ¿cómo puedo difundir la gloria de mi primo, Jesús, y cómo se supone que tengo que bautizarlo en el río Jordán si estoy en este sitio con grilletes en los brazos y las piernas? ¿Cómo se supone que tengo que aniquilar las relaciones incestuosas de Herodías, o rendirme, finalmente, cuando esa libertina, Salomé, complete mi destino, poniendo calcetas a sus lomos a cambio del regalo de mi cabeza? ¿Cómo puedo conseguir todo esto si mis palabras mueren de forma terminante contra las paredes acolchadas de mi celda?
Se golpean los platillos y las lanzas y los soldados blasfeman y lo echan a suertes y la sangre fluye formando ríos desde los polos que destruyen la vida y crean la vida... ¡Meciéndose! ¡Meciéndose!... Y los pechos blancos de puntas rosadas caminan delicadamente entre las ruinas y los obuses caen... y estallan con explosiones que hacen temblar las paredes del refugio... y lloro en medio de tierras salvajes... Lloro sin que nadie me haga caso.
Les he explicado por activa y por pasiva por qué es necesario que me dejen salir de este lugar, pero los guardias se limitan a mirarme, masticando rítmicamente sus chicles con sus mandíbulas lentas y exasperantes.